El infierno existe
El infierno
existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los
incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad.
Pero es conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que
hay en él.
El catecismo,
ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la doctrina
católica, nos dice que el infierno es “el conjunto de todos los males, sin
mezcla de bien alguno”. Maravillosa definición. Pero hay otra forma más
profunda todavía: la que nos dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en
persona. Es la misma frase que pronunciará el día del Juicio final: “Apartaos
de Mí, malditos, al fuego eterno”. En esta fórmula terrible se contiene un
maravilloso resumen de toda la teología del infierno. Porque el
infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres: lo
que llamamos en teología pena de daño,
lo que llamamos pena de sentido y la eternidad de ambas penas. Ahí tenemos
toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son circunstancias
accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y
resumidas en la frase de Cristo: “Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al
fuego (pena de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)”.
Señores:
maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por
partes. Lo principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y
separado de Dios para toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.
Ya estoy
oyendo la carcajada del incrédulo: “¿De verdad, Padre, que lo más terrible que
hay en el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad?
Pues entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo
sé prescindir muy bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De
manera que si lo más terrible que me voy a encontrar en el infierno es que allí
no tendré a Dios, ya puede enviarme allá cuando le plazca”.
¡Pobrecito!
No sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento, que puede
ser que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha. Te gusta la
belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en forma
de mujer...Te gusta el dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién
sabe si precisamente por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has
robado tanto, porque has cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de
la religión y del más allá. Si eres una muchacha frívola, ligerilla, mundana,
¡cómo te gustaría ser una estrella cinematográfica, aparecer en primer plano en
todas las pantallas, en la portada de todas las revistas cinematográficas del
mundo, ser una figura de fama mundial, que todo el mundo hablara de ti...!
¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad? Pues mira: todas esas cosas no son más
que “gotitas” de una felicidad efímera, que no llena el corazón. ¡Si lo sabes
tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del todo satisfecho, del
todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio, de la carne no se
encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy bien por
experiencia!
Ahora bien:
en el momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del cuerpo,
aparecerá delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante
de ti como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e inabarcable, sin
principio ni fin. Y comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad, que
Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente
que en Él está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de
placer, y de honor, y de alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y
cuando, con una sed de perro rabioso, trates de arrojarte a aquel océano de
felicidad que es Dios, saldrán a tu encuentro unos brazos vigorosos que te lo
impidan, al mismo tiempo que oirás claramente estas terribles palabras:
“¡Apártate de Mí, maldito!” ¡Ah! Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces
verás que la pena de sentido, la pena de fuego que voy a describir
inmediatamente, no tiene importancia, es un juguete de niños ante la rabia y
desesperación espantosa que se apoderará de ti cuando veas que has perdido aquel
océano de felicidad inenarrable para siempre, para siempre, para toda la
eternidad.
Dios,
señores, actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán
incandescente: les atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos
formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los
condenados. Esto es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño. Pero, me diréis: “Padre,
¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente tienden a Él? ¿No
supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?”
De ninguna
manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El
condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende
irresistiblemente a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas.
Esa tendencia no es arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios
porque ve con toda evidencia que, poseyéndole, sería completa y absolutamente
feliz, pero sin arrepentirse de haberle ofendido en este mundo. El condenado no
se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son imposibles los
cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados en el bien o en el mal,
según nos encuentre en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de
Dios, la muerte nos fosilizará en el
bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la
muerte nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos arrepentirnos jamás.
El condenado
tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no solamente
no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios
por puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría;
pero sin la menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es
muy justo, señores, que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os
decía que Dios actúa sobre el condenado como un electroimán incandescente: le
atrae y le quema al mismo tiempo. No podemos formarnos idea, acá en la tierra,
del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados.
Y luego viene
la pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia, comparada con
la de daño. Es la pena del fuego. Yo
no sé, señores, porque la Iglesia Católica no lo ha definido expresamente, si
el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el fuego de la tierra: no
lo sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la
Sagrada Penitenciaría Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que
preguntó qué tenía que hacer con un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si
se tratase únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría
contestó que ese penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y
si después de la debida instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había
que negarle la absolución. Está claro, señores.
El fuego del
infierno es un fuego real, no
metafórico, aunque no podemos precisar si es o no de la misma naturaleza que el
fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy distintas, porque el
fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las almas;
y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios. Me
acuerdo en estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de Santander.
Era un pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en
el establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo
la catástrofe económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo
con el fin de hacer salir las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho
en salir y el incendio crecía por momentos, el padre del muchacho quiso
lanzarse también, ya no por las vacas, sino por sacar a su hijo que iba a
perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De pronto, el muchacho
salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de cabeza a una
poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió
rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras
mortales, gritaba espantosamente al mismo tiempo que decía: “¡Confesión,
confesión, que me quemo; confesión, que me abraso!” Pocas horas después de recibir
el Viático murió retorciéndose con terribles dolores.
Señores: yo
no sé si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra,
pero sé que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los
condenados para toda la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo
que dejarlo de creer. Las cosas son así, aunque nos resulten incómodas y
molestas.
CONTINUA...
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