AL LECTOR
(Artículos
apologéticos sobre lo que debemos recordar siempre hasta nuestra muerte para
unos y para otros sean estas páginas un retorno a la fe o a la devoción)
Las
siguientes páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas
por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron
retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras
de provincias. La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas
conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de
conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron
pronunciadas.
I
EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ
Comenzamos
hoy, bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de Atocha, esta
serie de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio del más allá. Y, ante todo,
os voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales razones
que me han movido a ello: En primer lugar, por su trascendencia soberana. Ante
él, todos los demás problemas que se pueden plantear a un hombre sobre la
tierra, no pasan de la categoría de pequeños problemas sin importancia. No voy
a invocar una conversación tenida con un alto intelectual. Salid simplemente a
la calle. Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿Adónde vas?
Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?
Se
quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad,
señores, esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea,
¿cuál es la finalidad de tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?,
¿quién eres tú? No me interesa tu nombre y tu apellido como individuo
particular: ¿quién eres tú como criatura
humana, como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de
dónde vienes?, ¿adónde vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?,
¿qué encontrarás más allá del sepulcro?
Señores:
éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que se
puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen
y se esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos
que tanto preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental
de nuestra existencia, es el de nuestros destinos eternos. La segunda razón que
me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia sobrenatural para orientar
a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo no puede dejar
indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la vida humana. No
se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros destinos
inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle
forzosamente hasta lo más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es
menester ser un loco o un insensato irresponsable.
La
tercera razón, señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no
puede envejecer jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana,
de una manera especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere
caracteres de palpitante actualidad. No hay más que contemplar el mundo,
señores, para ver de qué manera camina desorientado en las tinieblas por
haberse puesto voluntariamente de espaldas a la luz.
Es
inútil que se reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas
internacionales. No lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo
arrodillen ante Cristo, ante Aquél que es la Luz del mundo; hasta que,
plenamente convencidos todos de que por encima de todos los bienes terrenos y
de todos los egoísmos humanos es preciso salvar el alma, se pongan en vigor, en
todas las naciones del mundo, los diez mandamientos de la Ley de Dios. Con sola
esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales e
internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será
absolutamente inútil todo cuanto se intente.
Precisamente
porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque no se
habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de
la otra nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el
horizonte cercano aparecen negros nubarrones que, si Dios no lo remedia,
acabarán en un desastre apocalíptico bajo el siniestro resplandor y el
estruendo horrísono de las bombas atómicas.
Examinemos,
señores, los datos fundamentales del problema.
Desde
la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas
antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e
irreductibles: la concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se
preocupa sino de esta vida terrena, y la concepción espiritualista, que piensa
en el más allá. La primera podría tener como símbolo una sala de fiestas, un
salón de baile, un cabaret, y sobre su frontispicio esta inscripción, estas
solas palabras: No hay más allá. Por
consiguiente, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este
mundo. Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo!
Comamos y bebamos, que mañana moriremos. Concepción materialista de la vida,
señores. Pero hay otra concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con
los destinos eternos, la que podría tener como símbolo una grandiosa catedral
en cuyo frontispicio se leyera esta inscripción: ¡Hay un más allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva
todavía: ¿Qué le aprovecha al hombre
ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la eternidad? He
aquí, señores, la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No
podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este
problema colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero
hecho de haber nacido: “estamos ya embarcados” y no es posible renunciar a la
tremenda aventura.
Yo
comprendo perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo
irreflexivo que se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus
placeres, sus riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo
perfectamente, porque es un insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en
serio el problema del más allá. Pero una persona que tenga un poquito de fe y
otro poco de sentido común, que sepa reflexionar y que se plantee el problema
del más allá, y se encoja de hombros ante él y diga: “La eternidad, ¿qué me
importa eso?”, señores, eso no lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el
problema pavoroso del más allá no podemos permanecer indiferentes, no podemos
encogernos de hombros. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, si no
queremos renunciar, no ya a la fe cristiana, sino a la simple condición de
seres racionales. Precisamente
estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos eternos:
del misterio del más allá. Esta
tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a
poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No
vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como
instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad
aunque brille ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno
de los genios más portentosos que ha conocido la humanidad, una de las
inteligencias más preclaras que han brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un
hombre que conocía maravillosamente el problema, que sabía las angustias, la
incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz de la verdad sin poderla
encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las tinieblas
del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no hay
ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los
puede haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede
ser llamada al tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es
imposible, señores, que haya incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: “yo no
puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes
de la falsedad de la fe católica”. ¡Imposible de todo punto! No hay incrédulos
de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen argumentos
contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les conviene creer. Porque
saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas mal
adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su
media docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez
mandamientos de la Ley de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir
anchamente en este mundo, entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y
para poderlo hacer con relativa tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí
mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la verdad evangélica. ¡No les
da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque les sobran
demasiadas cargas afectivas. Señores: cuando el corazón está sano, cuando no
tenemos absolutamente nada que temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su
existencia. ¡Ah, pero cuando el corazón está corrompido...! ¿No os habéis
fijado que sólo los malhechores y delincuentes –jamás las personas honradas–
atacan a la Policía o la Guardia Civil? San Agustín conocía maravillosamente
esta psicología del corazón humano y por eso escribió esta frase lapidaria y
genial: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere
creer, no tengo ninguna”. Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer,
para el hombre honrado, para el hombre sensato, para el hombre que quiere
discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas enteramente demostrativas de la
verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer, para el que cierra
obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo absolutamente
ninguna prueba.
A
ese incrédulo del “corazón”, a ése que lanza su carcajada volteriana porque “no
le interesan las cosas de los curas y de los frailes”, a ése no tengo que
decirle absolutamente nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral
de San Agustín: “Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no
quiere creer, no tengo ninguna”. No me
dirijo al incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la
calle, que vive quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un
corazón recto; a ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón
naturalmente cristiano, pero irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado
nunca en serio el problema del más allá. Con éste quiero hablar. Con éste
quiero entablar diálogo, y le digo: “amigo, escúchame, que estoy completamente
seguro de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la inteligencia
y al corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a
escuchar con sincera rectitud de intención”. Te voy a hablar de la existencia del más allá. Voy a
proponerte tres argumentos. Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas
intelectuales. En el primero, nos moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos
a la certeza natural, o sea, a la que
corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón natural. Y
en tercero, llegaremos a la certeza
sobrenatural, en torno a la existencia del más allá.
Primer
argumento, señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras posibilidades. Las
personas cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso
encontrar el principio fundamental de la filosofía planteando su famosa “duda
metódica”. Se propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y
sencillas, para ver si encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y
palmaria que fuera absolutamente
imposible dudar de ella, con el fin de tomarla como punto de partida para
construir sobre ella toda la filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo
tan absoluto y universal, se dio cuenta de que estaba pensando, y al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad,
no admite vuelta de hoja, aunque no constituye, ni mucho menos, el principio
fundamental de la filosofía: “Pienso, luego existo”. Señores, una duda real, absoluta y universal, que no
excluya verdad alguna, además de absurda e insensata, es herética y blasfema. El
mismo Descartes, que era y actuó siempre como católico, se encargó de aclarar
después que no había tratado en ningún momento de extender su duda universal a
las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de orden puramente
natural y humano. Nosotros no vamos a dudar un solo instante de las verdades de
la fe católica. Pero vamos a fingir,
vamos a imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera
absolutamente nada sobre la existencia del más allá. Es absurda tal suposición,
puesto que esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del
catolicismo; pero vamos a imaginarnos,
por un momento, ese disparate. Y amontonando nuevos absurdos y despropósitos,
vamos a suponer, por un momento, que la razón humana no nos ofreciera tampoco
ningún argumento enteramente demostrativo
de la existencia del más allá, sino, únicamente, de su mera posibilidad. ¿Cuál debería ser nuestra
actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer cualquier hombre razonable,
no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad
de la existencia de un más allá con premios y castigos eternos?
Es
indudable, señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza
sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple
razón natural no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos
que movernos únicamente en el plano de las simples probabilidades y hasta de
las meras posibilidades, todavía, entonces la prudencia más elemental debería
empujarnos a adoptar la postura creyente, por
lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no
podríamos tomarla a broma.
Reflexionad
un momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos. Existen
infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras,
sobre todo cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena
asegurar. El mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no tiene por qué
preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un
magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en
asegurarlo contra un posible incendio,
porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable.
Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo
firma de que el incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido!
Está casi seguro de que no se producirá, porque no solamente no es infalible
que se produzca, sino que ni siquiera es probable.
Es, simplemente, posible, nada más.
No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder,
lo asegura y hace muy bien. Otros hacen seguro contra el pedrisco, otros contra
el robo. ¿Es que están convencidos de que sobre sus tierras vendrá el pedrisco
y las arrasará, o de que vendrá el ladrón y se apoderará de los bienes de su
casa? No. Están completamente convencidos de lo contrario. No habrá pedrisco y,
si lo hay, quedará muy localizado y no les arruinará todas sus tierras, ni muchísimo
menos. Pero para evitarse el posible
perjuicio parcial, firman la póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de
fortuna. Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede
poner reparo alguno. Pues, señores, traslademos esto del orden puramente
natural y humano, a las cosas del alma, al tremendo problema de nuestros
destinos eternos, y saquemos la consecuencia. Señores, aunque no tuviéramos la
seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora; aunque no fuera ni siquiera
probable, sino meramente posible la
existencia de un más allá con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia más elemental debería impulsarnos a tomar
toda clase de precauciones para asegurar la salvación de nuestra alma. Porque,
si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos para toda la eternidad, lo
habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata de la fortuna
material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos,
que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.
Aunque no tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y
probabilidades, valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el
alma. Esto es del todo claro e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica
y aleccionadora:
Dos
frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando
copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en
adoración ante el Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno,
nevando... Y he aquí que, en aquel mismo momento, de un cabaret situado en la
acera de enfrente, salían dos muchachos pervertidos, que habían pasado allí una
noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos de sueño, enfundados en sus
magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos que salían de
la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son
de burla: “Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay
cielo!” Y el fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto:
“Pero ¡qué terrible chasco te vas a llevar tú si resulta que hay infierno!”.
El
argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué
terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los
que gozan y se divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si
resulta que hay infierno, ¡qué terrible chasco se van a llevar! En cambio,
nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que vivimos
cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que
no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá
después de esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir
honradamente? Porque lo único que nos prohíbe la religión, lo único que nos
prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo que envilece, lo que rebaja al
hombre al nivel de las bestias y animales. Nos exige, únicamente, la práctica
de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza del hombre:
“Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para
los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres
inmundos, practica la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo
desvalido, sé fiel y honrado en tus negocios, sé diligente en tus deberes
familiares, educa cristianamente a tus hijos...”
¡Qué
cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con vivir
honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos
ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por
no haber hecho caso de nuestros destinos eternos?
Señores,
aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado la
partida a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que
la suya. ¡Ah!, pero tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos
avanzar mucho más y hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar
de lleno en el terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural,
meramente filosófico, y después, en un plano sobrenatural, en el plano
teológico de la verdad revelada por Dios.
Primero
la filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden
demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia
de Dios y la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico,
demostrables por la simple razón natural. Hay otras verdades que rebasan el
marco de la simple filosofía y entran de lleno en el terreno de la fe. Por
ejemplo, si el mismo Dios no se hubiese dignado revelarnos que es uno en
esencia y trino en personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en
este mundo. La razón natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el
misterio de la Santísima Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede
demostrar de una manera apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la
inmortalidad del alma. Ahora bien, si Dios existe, si el alma es inmortal,
empezad vosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas en torno a nuestra
conducta sobre la tierra.
Señores,
la existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con
argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a
fondo de ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de
la demostración de la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia
de Dios, hace falta estar enteramente desprovisto de sentido común.
En
primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que
tenemos un alma? En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la
existencia del alma que la de nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo
podría ser una ilusión del alma, pero el alma no puede ser, de ninguna manera,
una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un triple argumento:
ontológico, histórico y de teología natural.
1.º
Argumento ontológico. Es un hecho
indiscutible, de evidencia inmediata, que pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas
clarísimas de cosas abstractas, universales, que escapan en absoluto al
conocimiento de los sentidos corporales internos os externos. Tenemos idea
clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez, la hombría
de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la
delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las
cosas materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas,
dulces ni amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de
los sentidos. Son ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los
ojos? ¿Las ha captado con sus oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha
tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado con su gusto? Los sentidos no nos dicen
absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí está el hecho indiscutible,
clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si nosotros tenemos
ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea, absolutamente
espirituales, queda fuera de toda
duda que hay en nosotros un principio espiritual
capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que
“nadie da lo que no tiene” y nadie puede ir más allá de
lo que sus fuerzas le permiten. Los sentidos corporales no pueden
producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende infinitamente al
mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es
indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas
espirituales; y ese principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma. Señores, el alma existe, es
evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es evidentísimo que el
alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y la
filosofía más elemental enseña que “la operación sigue siempre al ser” y es de
su misma naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es
porque ella misma es espiritual. Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale
a decir que nuestra alma es absolutamente
simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo
espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual.
Todo español es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es
simple porque carece de partes, ya
que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo
lo simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en
sus elementos simples sin rebasar los límites de la materia. El alma es
espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente simple,
porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente
indestructible, porque lo absolutamente
simple no se puede descomponer. Examinad, señores, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa
palabra? Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa
compuesta.
Luego,
si llegamos a un elemento absolutamente
simple, si llegamos a lo que podríamos denominar “átomo absoluto”,
habríamos llegado a lo absolutamente indestructible. El “átomo absoluto” es
indestructible, señores. No me refiero al átomo físico. Dentro del átomo
físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema planetario. Son los
electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico en sus
elementos más simples. Pero cuando se llega al “átomo absoluto” –que quizá no
pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente
indestructible. Sencillamente, porque no se puede “descomponer” en elementos
más simples. Sólo cabe la aniquilación
en virtud del poder infinito de Dios. Ahora bien, éste es el caso del alma
humana, señores. El alma humana, por el hecho mismo de ser espiritual, es absolutamente simple,
es como un “átomo absoluto” del todo indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal. El principio
de nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza,
absolutamente, simple, indestructible,
indescomponible: luego, es intrínsecamente
inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría
destruirla aniquilándola. Dios podría
hacerlo, hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza, porque lo ha
revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el
alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho
Dios así y la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá
jamás. Nuestra alma es, pues intrínseca y extrínsecamente inmortal. Además de
este argumento ontológico
profundísimo que deja por sí solo plenamente demostrada la inmortalidad del
alma, pueden invocarse todavía dos nuevos argumentos en el plano meramente
filosófico y puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología
natural. Veámoslo brevemente.
2.º
Argumento histórico. Echad una ojead
al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas, a todas las civilizaciones, a todas
las épocas, a todos los climas del mundo. A los civilizados y a los salvajes; a
los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de existencia prehistórica.
Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los hombres
–colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior. Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde
luego, pero con un convencimiento firme e inquebrantable. Hay quienes ponen un
principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol; otros, a los
árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y
extravagantes. Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá. Señores,
se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería
más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes
(o sea, un pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características
no ha existido ni existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme
creencia en la supervivencia de las almas más allá de la muerte.
¿Os
dais cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores!
Cuando la humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de
todos los climas, de todas las épocas, sin
haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin embargo, de una manera
tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer, sin género alguno
de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la
naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá, procede
del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente,
en el corazón del hombre. Y eso no puede fallar, eso es absolutamente
infrustrable. Todo deseo natural y común
a todo el género humano, procede directamente del Autor mismo de la
naturaleza, y ese deseo no puede recaer sobre un objeto falso y quimérico,
porque esto argüiría imperfección o crueldad en Dios, lo cual es del todo
imposible. El deseo natural de la
inmortalidad prueba apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.
3.º
Argumento de teología natural. No me
refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome todavía en un plano puramente
natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología natural, a eso que
llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón natural en
torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía
con relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo
forzosamente, porque lo exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos:
la sabiduría, la bondad y la justicia de Dios.
a)
Lo exige la sabiduría, que no puede
poner una contradicción en la naturaleza humana. Como os acabo de decir, el
deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la naturaleza. Y Dios, que
es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una tendencia
ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el
vacío y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico,
absolutamente imposible. Dios no se puede contradecir.
b)
Lo exige también la bondad de Dios.
Porque Dios ha puesto en nuestros propios corazones el deseo de la inmortalidad.
¡Examinad, señores, vuestros propios corazones! Nadie quiere morir; todo el
mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando en su obra de
arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a través
de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones
naturales o espirituales. Pero esto es todavía demasiado poco. Queremos
sobrevivirnos personalmente, tenemos
el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción total del
propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural
sobre la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no
existencia, y eso no es ni puede ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia
afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el ser, sobre la existencia,
jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de la
inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha
depositado en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo
satisfaga plenamente. De lo contrario, no habría más remedio que decir que Dios
se había complacido en ejercitar sobre el corazón del hombre una inexplicable
crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero esto sería impío, herético y
blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en nuestros corazones el
deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos inmortales.
c)
Lo exige, finalmente, la justicia de Dios.
Señores, muchas gentes se preguntan asombradas: “¿Por qué Dios permite el mal?
¿Por qué permite que haya tanta gente perversa en el mundo? ¿Por qué permite,
sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los malvados y sean oprimidos los
justos?” La
contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios
tamaño escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá su premio y el crimen
su castigo merecido. Un hombre tan poco sospechoso de clericalismo como Juan
Jacobo Rousseau, en un momento de sinceridad, llegó a escribir su famosa frase:
“Si yo no tuviera otra prueba de la inmortalidad del alma, de la existencia de
premios y castigos en el otro mundo, que ver el triunfo del malvado y la
opresión del justo acá en la tierra, esto sólo me impediría ponerlo en duda.
Tan estridente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una
solución, y me diría: Para nosotros no
acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.” ¡Vaya si
volverá, señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el
plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo
volverá al orden después de la muerte.
El
vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una
gran empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente
contra toda justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que
se apresure a disfrutar sin frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente
adquiridas! Le queda ya poco tiempo, porque no
acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y
el joven pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las
mañanas en la cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret
o en el lupanar... Y la muchacha frívola, la que vive únicamente para la
diversión, para el baile, el teatro y la novela; la que escandaliza a todo el
mundo con sus desnudeces provocativas, con el desenfado en el hablar, con su
“despreocupación” ante el problema religioso, con..., ¡que rían ahora, que
gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer!
Ya les queda poco tiempo, porque no acaba
todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y
el casado que pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad,
contradiciendo gravemente los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha
puesto un piso a una mujer perversa que no es la suya. Y el padre que no se
preocupa de la cristiana educación de sus hijos y se hace responsable de sus
futuros extravíos y, acaso, de la perdición eterna de sus almas. Y tantos y
tantos otros como viven completamente de espaldas a Dios, olvidados en absoluto
de sus deberes más elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan!
Porque, por desgracia para ellos, no
acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y
al revés. El obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por
momentos y se ve obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar
un poco su agonía con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en
sus manos la injusticia de una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de
ocho hijos, que no tiene un pedazo de pan para calmarles el hambre..., ¡que no
se desesperen! Si saben elevar sus ojos al cielo para contemplarlo a través del
cristal de sus lágrimas, pronto terminará su martirio: porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y
la joven obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y
perseguida porque no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de
hambre antes de mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo
y fortaleza para seguir luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura
suya, no acaba todo con la vida; todo
vuelve al orden con la muerte.
Todo
vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede
dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban
sanción ni castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las
virtudes heroicas que se practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan
obtenido jamás una mirada de comprensión o de gratitud por parte de los
hombres.
Pero
además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos,
señores, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la
existencia del más allá. ¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con
todos sus astros y planetas, pasarán, pero la palabra de Dios no pasará jamás. La
certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las
certezas naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es
posible el error. La certeza metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo,
con toda su omnipotencia infinita, no podría destruir una verdad metafísica.
Dios mismo, por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no sean cuatro, o que el
todo no sea mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza absoluta,
metafísica, infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo
contradictorio no existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación.
La certeza metafísica es una certeza absolutamente infalible.
Pues
bien: La certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la
certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a
beber el agua limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo
de donde brota –el mismo Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse
ni engañarnos–, mientras que la certeza metafísica nos la ofrece en el
riachuelo del discurso y de la razón humanas. Las dos certezas nos traen la
verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe vale más que la
metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca de
Dios. Dios ha hablado, señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera
de nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y
enseñarnos con nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que
nos ha dicho:
“Yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá.” (Jn
11, 25)
“Estad,
pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre.”
(Lc 12, 40)
“No
tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed
más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno.” (Mt 10,
28)
“¿Qué
le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mt 16, 26)
“Porque
el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y
entonces dará a cada uno según sus obras.” (Mt 16, 27)
“E
irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna.” (Mt 25, 46)
Lo
ha dicho Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por
esencia, Aquél que afirmó de Sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.”
(Jn 16, 6) ¡Qué gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano
que siente ansia y sed inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo
Dios: ¡somos inmortales! Llegará un día en que nuestros cuerpos, rendidos de
cansancio por las luchas de la vida, se inclinarán hacia la tierra y
descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la inmortalidad. Cuando el
leñador abate con su hacha el viejo árbol carcomido, el pájaro que anidaba en
sus ramas levanta el vuelo y se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué
bien lo sabe decir la liturgia católica en el maravilloso prefacio de difuntos!
Con esa visión de paz y de esperanza quiero terminar esta mi primera
conferencia cuaresmal:
“Para
tus fieles, Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa
de esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna.”
Que así
Continua...
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