CAPITULO VI: JESUCRISTO, LA SABIDURIA ETERNA
¿Dónde, además de la Sagrada Escritura y del
Magisterio de la Iglesia, podemos hallar también esta afirmación tan
consoladora y confortadora de la divinidad de Nuestro Señor, de su vida y de su
caridad para nosotros? En la liturgia, puesto da la liturgia canta a Nuestro
Señor Jesucristo, canta el amor de Dios por nosotros, de todas las maneras y en
todas las expresiones. Hoy la liturgia tiene que desaparecer precisamente
porque canta la divinidad de Nuestro Señor y porque su realeza se manifiesta en
todo momento en las palabras, en la acción y en la adoración. Ya no se quiere
oír hablar de la realeza de Nuestro Señor expresada públicamente por todos los hombres
y por la sociedad. La liturgia se ha convertido en un acto público de alabanza
dada a la humanidad y al hombre. La publicidad a la realeza de Nuestro Señor y de
su divinidad se ha vuelto intolerable. Cuando nos dicen que los musulmanes y
los judíos tienen el mismo Dios que los católicos, no está de más leer algunos
párrafos de un libro titulado Portrait d'un juif (Retrato de un judío),
publicado en 1962 por Albert Memmi, un judío de Túnez, de donde fue expulsado
después de asentarse en Francia: «¿Se dan cuenta, los cristianos, de lo que
puede significar el nombre de Jesús, su Dios, para un judío?... Para un judío
que no ha dejado de creer y practicar su propia religión, el cristianismo es la
mayor usurpación teológica y metafísica de la historia, es una blasfemia, un
escándalo espiritual y una subversión. Para todos los judíos, aunque sean
ateos, el nombre de Jesús es el símbolo de una amenaza, de esa gran amenaza que
pesa sobre su cabeza desde hace siglos y que siempre les desafía con catástrofes,
sin que sepan por qué ni cómo prevenirlas. Este nombre forma parte de una acusación
absurda y delirante, pero de una crueldad eficaz que les asfixia la vida social.
Finalmente, este nombre ha terminado siendo uno de los signos y uno de los
nombres del inmenso aparato que los rodea, los condena y los excluye. Que me perdonen
mis amigos cristianos, pero para que me comprendan mejor y empleando su propio
lenguaje, yo diría que para los judíos su Dios es un poco como el demonio, si
el diablo es, como dicen, el símbolo y el resumen del mal en la tierra, inicuo
y omnipotente, incomprensible y obstinado en aplastar a los hombres
desamparados...» Esto es lo que piensa de Nuestro Señor Jesucristo un judío. No
hay que hacerse ilusiones, nos Encontramos ante una gente que lleva en su
corazón el odio a Jesús. Si los adversarios de Nuestro Señor Jesucristo le
tienen un verdadero odio, uno odio diabólico, al revés, nosotros los cristianos
tenemos que tener el deseo de que El sea realmente el centro de nuestros pensamientos,
de nuestro afecto, de nuestra alma y de toda nuestra actividad. San Luis María
Grignion de Montfort ha empleado un lenguaje muy sencillo, pero al mismo tiempo
muy profundo en su libro La Sabiduría eterna: «¿Puede amarse lo que no se
conoce? ¿Es posible amar ardientemente lo que sólo se conoce imperfectamente?¿Por
qué se ama tan poco a la Sabiduría eterna y encarnada, al adorable Jesús, sino porque
o no se tiene conocimiento alguno de él o se tiene un conocimiento muy escaso? Apenas
hay nadie que estudie como es debido, con el apóstol, esta sobre eminente
ciencia de Jesús, que es la más noble, la más dulce y la más necesaria de todas
las ciencias y conocimientos del cielo y de la tierra» San Juan Crisóstomo decía
que Nuestro Señor es un compendio de las obras de Dios, un cuadro resumido de
todas sus perfecciones, de todas las que están en sus criaturas. San Luis María
Grignion de Montfort continúa: «Jesucristo, la Sabiduría eterna: he aquí cuanto
podéis y debéis desear. Deseadlo, buscadlo, porque El es la única y preciosa
perla por cuya adquisición debierais vender todo cuanto poseéis.
Nada hay tan dulce como el conocimiento de la
Sabiduría divina. Felices lo que la escuchan. Más felices aún los que la desean
y la buscan. Pero más felices aún los que guardan sus caminos y saborean en su
corazón esa dulzura infinita que es el gozo y la felicidad del Eterno Padre y
la gloria de los ángeles. (nº 9 y 10). Este conocimiento de la Sabiduría eterna
es no solamente el más noble y el más dulce, sino además el más útil y el más
necesario, porque la vida eterna consiste en conocer a Dios y a Jesucristo, su
Hijo: Haec est autem vita aeterna: ut
cognoscant te, solum Deum verum, et quem misisti Jesum Christum... Si queremos llegar a la perfección de la santidad
en este mundo, conozcamos la Sabiduría; si queremos tener en nuestro corazón la
raíz de la inmortalidad, tengamos en nuestro espíritu el conocimiento de la Sabiduría».
(nº 11)Aquí San Luis María Grignion de Montfort resume en pocas palabras las
sentencias que ya se encontraban en los Padres de la Iglesia: «Saber a
Jesucristo, la Sabiduría encarnada, es saberlo todo. Saberlo todo y no saber a
Cristo, es no saber nada». El que conoce a Cristo ya sabe bastante aunque no
supiese otra cosa. El que no conoce a Cristo, no sabe nada, aunque conozca todo
lo demás. Tenemos que repetir y meditar a menudo estas palabras. A los sabios
del mundo, que apenas conocen a Nuestro Señor y que no han estudiado lo que es Nuestro
Señor les cuesta mucho admitir esto. No pueden comprenderlo porque no tienen la
fe. Es la fe la que nos enseña que todo se halla en Nuestro Señor Jesucristo. ¿Por
qué todo se halla en Nuestro Señor Jesucristo? Porque Nuestro Señor es Dios y
todo está en Dios. La respuesta es sencilla y accesible, aunque a algunos les
cueste creer que este hombre sea Dios.
San Luis María Grignion de Montfort
prosigue: «¿De qué sirve al arquero
saber tirar flechas a los lados del blanco a que apunta si no sabe tirar derecho
al centro?¿Para qué nos servirían las demás ciencias necesarias a la salvación si
ignoramos la ciencia deCristo, única necesaria, centro y fin de todas ellas?».
(nº 12)San Pablo, seguro en tantas cosas y tan versado en las ciencias humanas,
decía sin embargo «que no creía saber otra cosa más que a Jesús crucificado»:
«Non enim judicavi me scire aliquid inter vos, nisi Jesum Christum et hunc
crucifixum» (I Cor. 2, 2). Es todo el resumen de nuestra fe y lo que en
definitiva apasiona a todos los hombres, a pesar de lo que se diga y a pesar de
lo que se piense. Aunque nuestra civilización sea cada vez menos cristiana,
vivimos sin embargo en un ambiente acostumbrado a estas verdades cristianas.
Pero ya no estamos lo bastante sensibilizados a lo que Nuestro Señor Jesucristo
ha aportado a nuestra sociedad y a nuestras familias, todo eso lo vemos como natural.
Nos decepcionamos, desde luego, al ver como poco a poco la santidad de la
familia, la santidad del hogar, el orden público y todo esto se va degradando y
desapareciendo. Quizás sea necesario haber estado en contacto con poblaciones
paganas para medir todo lo que Nuestro Señor ha favorecido a nuestra sociedad. De
los trece años que pasé en Gabón, siete estuve en la selva. Tuve así la
oportunidad de hablar con estos paganos, en su lengua, para enseñarles el
Evangelio y para hacerles descubrir y acercarse a Nuestro Señor. No os podéis
imaginar el impacto que puede tener en estas almas totalmente incultas, pues no
saben ni leer ni escribir, el hecho de hablarles de Nuestro Señor Jesucristo y de
hablarles de la Cruz de Nuestro Señor. Es exactamente lo que dice san Pablo: es
lo que necesitaban y lo que esperaban. De
modo semejante, durante mis visitas en los oasis del Sahara, tuve contacto con
poblaciones musulmanas. Fui a las escuelas organizadas por
los Padres Blancos y por las Hermanas Blancas. ¿Qué les interesaba a los niños?
Que les hablase de la religión y de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando trataba otros
temas, se distraían, pero desde que se les hablaba de religión, sus ojitos se
despertaban y se ponían atentos. Esto podría parecer extraño, pero a mí me parece
que es bastante natural. Nuestro Señor Jesucristo es su Dios y su Creador, y no
puede dejar de existir una afinidad entre Quien los ha creado y Quien los ha
redimido, entre su Creador y sus almas. Por eso el hecho de hablarles de
Nuestro Señor los cautivaba inmediatamente.«Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti,
único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo» (S. Jn. 17, 3) Qui Christum
noscit, sat scit, si cætera nescit; qui Christum nescit, nil scit, si cætera
noscit. Unos 15 años antes del concilio se inventaron
los catecismos progresivos con el pretexto de que no había que enseñar a los
niños las verdades de la fe, ya que no podían comprender nada. Era preciso explicarles
en primer lugar las verdades naturales, probarles la existencia de Dios y así
poco a poco conducirlos a una verdad religiosa. Cuando hayan comprendido la existencia
de Dios se les podrá empezar a hablar de la Revelación y de Jesucristo.
¡Qué aberrante! ¡Es una locura! Es olvidar que
Nuestro Señor Jesucristo es también el Creador. Al contrario, nada puede
trasformar sus almas, incluso las de los niños, como el hablarles de Nuestro Señor
Jesucristo y contarles su vida. Es un error grave pensar que se necesite
esperar a que conózcanlas verdades naturales para hablarles a los niños de
Nuestro Señor Jesucristo. Los hay que pretenden, y suele ser frecuente, que los
misioneros, cuando llegan a una misión no tienen que predicar la religión a los
infieles antes de darles por lo menos un mínimo nivel de vida. ¿De qué sirve,
dicen, predicarles el Evangelio a personas que viven en un estado social, o
incluso físico, totalmente deficiente? Pero este razonamiento es absurdo y diríamos
que casi diabólico, porque es privar a esas personas y niños de lo más grato y
hermoso que pueden recibir. En definitiva, es privarlos de aquello a lo que se pueden
adaptar más rápido y quizás más fácilmente que las personas que tienen todo y
que viven confortablemente.
En su admirable Magnificat la Santísima Virgen
dice: «Esurientes implevit bonis, etdivites dimisit inanes» (S. Lc. 1, 53). «A
los hambrientos los llenó de bienes y a los ricos los despidió vacíos».
De este modo quieren hacer rica según el mundo
a esa gente que está dispuesta a recibir la verdad de Nuestro Señor y privarla
de lo que le da la vida feliz, pues de la riqueza no viene una vida
verdaderamente feliz. Cuando se les enseñaba el Evangelio y la fe, se podía ver
como esos pueblos se hacían cristianos y se transformaban. Casi se podía leer
en sus rostros quiénes eran cristianos y quiénes nos. Los cristianos tenían un rostro
apacible y radiante de paz, mientras que los demás solían tener temor y miedo,
una especie de terror continuo a los espíritus que los rodeaban, siempre listos
a hacer el mal, con un rostro que no reflejaba felicidad. El cristiano que se
libera de las creencias paganas y que pone su esperanza en Dios tiene un rostro
apacible, alegre y está en paz. Con estas evocaciones sólo deseo oponerme a
esos falsos principios de los que pretenden que no se debe dar a Nuestro Señor
Jesucristo a los que lo buscan, tienen necesidad de El y lo esperan. La caridad
no consiste en decir: tenemos que darles a estos pobres un nivel de vida más
humano y después les predicaremos el Evangelio. La verdadera caridad consiste
en darles en seguida lo esencial, es decir, el fundamento de su alegría, de su
felicidad y de su transformación interior. Es falso pretender que predicar el Evangelio
es sencillamente incitar a esa gente a que soporte las injurias y las pruebas
sin darles la alegría ni procurar disminuir las injusticias. Las injusticias
van a desaparecer con la predicación de Nuestro Señor Jesucristo. La gente
procurará practicar la caridad y dar a cada quien lo que le debe en la medida
en que crea en Nuestro Señor y se sujete a El y, por consiguiente, a sus leyes
de caridad. Así, inmediatamente, se restablecerán las relaciones humanas y la
justicia. Es el único medio, y no hay más, ya que Nuestro Señor es la fuente de
todos los bienes. La justicia no se restablecerá por medio de la lucha de
clases sino por la predicación del reino de Nuestro Señor Jesucristo. No existe
mejor medio para favorecer a las almas y conducirlas a su salvación. No hay
ninguna fuente de bien social, de bien cívico ni de bien familiar mejor que Nuestro
Señor Jesucristo. Los buenos cristianos fundan buenas familias cristianas que
saben soportar sus pruebas y soportarse mutuamente. Al conservar la familia
cristiana, obedecen a la ley de Dios. Hoy en día se buscan métodos y medios
para mejorar el nivel de vida y eso es lo único que cuenta pero, finalmente,
nos damos cuenta de que las injusticias continúan siendo más o menos grandes porque
se rechaza la ley de Nuestro Señor Jesucristo. Entonces estallan los grandes
escándalos financieros o contra la justicia, porque la gente ha perdido las
nociones de la caridad y de la justicia.
No escuchemos a esos profetas malvados que
quieren impedirnos hablar de Nuestro Señor y obligarnos a emplear otros medios
para agradar a los hombres y salvarlos. Todo eso es falso. Inspirándose en la
epístola de san Pablo a los Filipenses (3, 7-8), san Luis María Grignion de
Montfort expresa su elección: «Veo y experimento ahora que esta ciencia es tan
excelente, tan deliciosa, tan provechosa y tan admirable, que ya ningún caso
hago de todas las demás que en otro tiempo tanto me habían gustado, pero que
hoy me parecen tan vacías y tan ridículas, que entretenerse en ellas es perder
el tiempo». Comentando de nuevo a san Pablo cuando se dirigía a los Colosenses
(2, 4-8), san Luis María Grignion de Montfort prosigue: «Os digo que Cristo es
el abismo de toda ciencia, a fin de que no os dejéis engañar por los agradables
y magníficos discursos de los oradores ni por los engañosos sofismas de los
filósofos, a fin de que todos crezcamos en la gracia y conocimiento de Nuestro
Señor y Salvador Jesucristo, la Sabiduría encarnada». En este libro La
Sabiduría eterna, hablando precisamente del Verbo encarnado que es la Sabiduría
eterna, nos dice cómo podemos llegar a ella, cómo conocerla y cómo imitarla. El
camino más corto para llegar a ella es la Santísima Virgen, que es el camino
que nos conduce a la perfección. Tal es la espiritualidad de san Luis María
Grignion de Montfort. Su primera devoción se dirigía precisamente al a
Sabiduría eterna, a Nuestro Señor Jesucristo, como nos lo dice también: «Cristo
es nuestra doctrina, a El sólo estudiamos. Cristo es nuestro Maestro de quien
aprendemos. Cristo es nuestra escuela, es en El en quien aprendemos. Porque
Cristo es el mensajero, porque El es el mensajero único, la luz de todas las cosas,
la clave de todos los problemas humanos. El mundo tiene que volver a conocer a
Quien le debe todo. Es preciso decirlo y volverlo a decir, a Nuestro Señor Jesucristo,
sin cansarse nunca. Si lo conoce en su doctrina y en sus obras, volverá a ver en
El al Señor yal Maestro que los falsos maestros del
pensamiento y los pastores indignos le han hecho olvidar. Con esta ayuda para
subir hacia las fuentes del bien, volverá a encontrar el Camino, la Verdad y la
Vida».
CONTINUA...
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