CAPITULO II: EL VERBO
ENCARNADO
San Juan, en su Evangelio, afirma la
divinidad de Nuestro Señor e insiste de un modo más particular que los otros
evangelistas sobre ella. Basta con leer el primer capítulo del Evangelio de San
Juan, que nunca leeremos bastante, tan hermosa, tan profunda y tan llena de
consolación es esta página. En otro tiempo, el sacerdote o el obispo rezaban
este evangelio al regresar a la sacristía después de la Misa. Era su modo de
hacer la acción de gracias. Después, la Iglesia dispuso que el sacerdote lo rece
en el altar ante los fieles. «Al principio era el Verbo y el Verbo estaba en
Dios y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas
fueron hechas por El y sin El no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En El estaba la vida, y la vida era la luz de los
hombres. La luz luce en las tinieblas y las tinieblas no lo acogieron».
De este modo nos presenta san Juan
la eternidad de Dios, la creación y también el pecado. «Hubo un hombre enviado de Dios, de nombre
Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz, para testificar de ella y que todos creyeran por
él. No era él la luz, sino que vino a dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera que, viniendo a este
mundo, ilumina a todo hombre. Estaba en el mundo y por El fue hecho el mundo,
pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos pero los suyos no le recibieron».
Evidentemente esto se dice de un modo general, pues en seguida distingue san
Juan a “cuantos le recibieron”. Pero no
olvidemos esta afirmación: Omnia per ipsum facta sunt, que será reafirmada en
el
Credo.
No tenemos que olvidar ni debemos
disociar esta omnipotencia de Nuestro Señor, el Creador. Nuestro Señor es Dios y sólo hay un Dios; no
hay tres dioses sino uno solo. Por eso, Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu
Santo han creado el mundo. El Verbo ha creado el mundo: “por El fue hecho el
mundo”, es decir, por Nuestro Señor. No hay, pues, dos personas en Nuestro
Señor sino una sola y esta persona es la Persona del Verbo de Dios, la Persona
del Hijo de Dios. Siempre tenemos que tener presente
esto. «Mas a cuantos le recibieron dio les
poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos que creen en su nombre; que no
de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de
Dios son nacidos. Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos
visto su gloria». Sin duda San Juan hace alusión también a la
Transfiguración cuando escribe: «Hemos visto su gloria, gloria como de
Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad».
Nos relata luego el testimonio de
san Juan Bautista, que clamaba:
«Este es de quien os dije: El que viene detrás de mí ha pasado delante
de mí porque era primero que Yo».
Estas palabras del Bautista
constituyen una afirmación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Nuestro
Señor —decía— “era primero que yo”. Existía antes que él porque es El quien lo
creó. «Pues de su plenitud recibimos todos: et de plenitudine eius omnes nos
accepimus, gracia sobre gracia: et gratiam pro gratia» (S. Jn. 1, 16).
No hay, pues, ninguna gracia que no
nos venga de Nuestro Señor Jesucristo.
Todas estas palabras son de capital
importancia porque constituyen las bases de nuestra fe y los principios de
nuestra acción y de nuestra vida de cada día. Todos los errores que se difunden
ahora y que intentan hacer creer que hay otro camino de salvación distinto de
Nuestro Señor Jesucristo y fuera de la religión católica se oponen a las
afirmaciones del Evangelio y son
explícitamente contrarios a Nuestro Señor Jesucristo. En algunos documentos de la conferencia
episcopal de Holanda se hablaba de medios de salvación en las religiones no cristianas. ¡Es una
locura! No existen medios de salvación fuera de la religión católica fundada por Nuestro Señor Jesucristo .
No hay salvación fuera de la Iglesia. Es un
dogma de nuestra fe. ¿Por qué? Porque no hay ninguna gracia sobrenatural que no
provenga de la Iglesia. Incluso aquellas gracias que podrían ser distribuidas
en otras religiones vienen de Nuestro Señor Jesucristo y, por consiguiente, de
su Iglesia, gracias a las plegarias de su Iglesia, la esposa mística de Nuestro
Señor, que está unida a El y no puede separarse de El. Los que reciben gracias
fuera de la Iglesia católica, las reciben a través de Ella como intermediaria. No
cabe duda de que hay almas que se salvan sin formar parte de la estructura
visible de la Iglesia, pero forman parte invisiblemente de la Iglesia, del
cuerpo místico de Cristo; los papas lo han afirmado.
Sin embargo, no suele ser frecuente.
La Iglesia tiene que ser misionera para llevar las gracias a los que no las han
recibido. Si todo el mundo recibiese la gracia fuera de la Iglesia, aunque
fuese a través de Ella, ya no serían necesarios los misioneros. Nadie puede
salvarse por la práctica de las falsas religiones
o por medio de creencias contrarias a la doctrina de la Iglesia. Es imposible
lograr la salvación por medio del error, a través de un camino opuesto al
Espíritu Santo y a la Sabiduría de Dios y al medio que Dios ha escogido para
salvarnos y que es esencialmente su Encarnación.
«La gracia y la Verdad, dice san Juan, vino por Jesucristo. A Dios nadie
le vio jamás; Dios Unigénito, que está
en el seno del Padre, Ese le ha dado a conocer» (S. Jn. 1, 17-18).
Evidentemente este Hombre Dios
constituye un gran misterio, pero es absolutamente necesario meditarlo, y
conocer su realidad y su verdad, porque es toda nuestra fe, toda nuestra vida y
la vida del mundo. Nada sucede en el
mundo que no esté dirigido a Nuestro Señor Jesucristo, sea en pro o en contra suya, con o sin El. Nuestro Señor es la clave
de todos los problemas, pues no hay uno solo al que Nuestro Señor sea
indiferente. Los hombres pueden intentar hacer las cosas sin Nuestro Señor,
pero les resulta imposible, pues Nuestro Señor está en todas partes . Está en
todo, puesto que El lo ha creado todo. Todo está en sus manos. Todo es suyo, no
hay nada fuera de El. Los hombres quieren evadirse de El, pero no pueden,
porque todo es suyo.
«Todo lo que lleva el nombre de religiones, fuera de la única religión
verdadera revelada por Dios, son invenciones de hombres y desviaciones de la Verdad,
de las cuales algunas conservan ciertos vestigios pero unidos con mentiras y absurdos»
(Catecismo de San
Pío X).
Por su naturaleza divina. No podemos
comprender nada de la historia de los hombres sin Nuestro Señor Jesucristo. Es absurdo
pretender construir una historia de la humanidad sin El. Nuestro Señor se halla
en el centro de la historia. Todo ha sido hecho por El y para El y la única
felicidad de los hombres y de la humanidad es la de unirse a Nuestro Señor
Jesucristo y vivir de Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo, ya que El es
Dios. El nos ha dado los medios y vino para esto. San Juan lo dice también en
su primera epístola, que es también muy hermosa:
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto
con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos...»
San Juan no puede separar su
espíritu de los momentos en los que tocó a Nuestro Señor, en los que reposó la
cabeza sobre su pecho durante la última Cena. Está grabado en su vida y nunca
olvidará esos instantes. Vivió hasta el fin de sus días pensando que había
tenido el gozo extraordinario de tocar al Verbo de Dios.
«...porque la vida se ha manifestado y nosotros hemos visto y
testificamos y os anunciamos la vida eterna que estaba en el Padre y se nos
manifestó». Es
maravilloso, en pocas palabras san Juan nos coloca ante la realidad: esta vida
eterna, yo la he visto, la he tocado y os la comunico.
«Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos a vosotros, a fin de que
viváis también en comunión con nosotros y esta comunión nuestra es con el Padre
y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea colmado» (I Jn. 1, 3-4).
Sin duda, los Apóstoles fueron
tomando conciencia de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo de modo
progresivo. En el momento de su Ascensión todavía se preguntaban cuándo iba a
llegar el reino temporal de Nuestro Señor. ¿Qué idea se hacían de esta Persona
que tenían enfrente? De hecho, no comprendieron el misterio de Nuestro Señor
Jesucristo sino después de Pentecostés, después de la efusión del Espíritu
Santo sobre ellos. En ese momento dedujeron las consecuencias, como aparece en sus
escritos. Esto es lo admirable. Así se comprende lo que escribió San Juan en su
primera epístola, en el 2ºcapítulo:
«No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y
sabéis que la mentira no procede de la verdad. ¿Quién es el embustero sino el
que niega que Jesús es Cristo? Ese es el anticristo, el que niega al Padre y al
Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo
tiene también al Padre. Lo que desde el principio habéis oído, procurad que
permanezca en vosotros. Sien vosotros permanece lo que habéis oídodesde el
principio, también vosotrospermaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y ésta es la
promesa que El nos hizo, la vida eterna» (I Jn. 2, 21-25).
Y añade un poquito después:
«Todo espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne es de
Dios; pero todo espíritu que no confiese a Jesús, ese no es de Dios...»
Está claro.
«...Es del anticristo, de quien habéis oído que está para llegar y que al
presente se halla ya en el mundo» (I Jn. 4, 2-3).
Las afirmaciones de los apóstoles y
de los evangelistas son muy precisas: los que afirmen la divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo son de Dios; los que la nieguen, no son de Dios. Las
consecuencias son terribles. Pensemos en este mundo que nos rodea, en toda la
humanidad que vive hoy como en la que vivió ayer. En relación con Nuestro Señor
Jesucristo y con su divinidad se decide todo para los hombres y como
consecuencia su vida eterna. Cf. Col.
1,16.
Por la naturaleza humana asumida por
el Verbo, pero eso no impide que se trata de la Persona del Verbo.
CONTINUA…
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