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jueves, 29 de diciembre de 2016

El Islam: Una Ideología Religiosa - Rubén Calderón Bouchet

¿EXISTE UNA CIVILIZACION
ISLAMICA?


La dificultad para responder con alguna exactitud a esta pregunta reside en la extensión que ha tomado el vocablo árabe como consecuencia de la conquista. Todas las naciones que hoy se dicen árabes porque hablan la lengua de sus conquistadores, no lo son ni por su origen ni por los restos de las civilizaciones que perduran todavía en ellas. Si el Islam fuera una civilización fundada sobre la roca viva de un auténtico contrato religioso, sus justos títulos aparecerían por poco que consideráramos su ciencia, su arte, su economía, su política y su ideal del hombre. Si nos detenemos en la apreciación más inmediata de la fisonomía islámica, salta a la vista su preocupación esencial que se manifiesta en dos dimensiones fundamentales: conquistar adeptos para el Islam y combatir duramente a todos cuantos no estén dispuestos a reconocer la supremacía de Allah y su profeta Mujamad. Mujamad afirmó haber sido elegido directamente por Allah "...para restaurar la religión pura de Abraham, alterada tanto por los judíos, como por los cristianos y sabeos. Esto significa luchar para restablecer el verdadero culto y continuar, perfeccionándola, la obra de los grandes profetas: Moisés, David, Isaías y Jesús".

El Islam ha reconocido siempre que Dios dio a cada pueblo y en cada época una religión adaptada a sus necesidades, pero a Mujamad lo envió para reunir a toda la humanidad en torno a los principios substanciales sostenidos en el Corán y, de esta manera, poner fin a la discordia entre judíos y cristianos, dirigiendo al hombre por el camino de la felicidad en éste y en el otro mundo. La felicidad se incoa aquí, en la obra misma de la carne, y culmina en el Paraíso con una intensificación de los goces sensuales. El itinerario del alma hacia Dios no es el camino de una espiritualización progresiva y en donde el mismo cuerpo recibe el influjo transfigurador de las virtudes teologales; es más bien la conquista de una carnalidad invulnerable. No es el Reino de Dios y su justicia, sino el Edén, tal como lo podía soñar un beduino en los momentos más fatigosos de sus viajes por el desierto. Como ya lo hemos dicho, no existe ningún progreso religioso en el mensaje de Muhammad; se nota en cambio un marcado retroceso hacia las formas más materiales del judaísmo talmúdico.

Esto tiene una gran importancia cuando se examina el contenido espiritual de una civilización, porque no hay ningún ascenso en orden al conocimiento que sostiene la ciencia, el arte, la política y la economía que no sea, al mismo tiempo, respuesta positiva del hombre a su misterio metafísico. El profeta árabe no tiene la menor idea de un proceso perfectivo de una espiritualidad deificante como aquélla que sostiene el cristianismo. Todo lo contrario, se nota fácilmente un afán de reducir y simplificar la relación del hombre con Dios hasta convertirla en una coyunda que fortalezca la sumisión, debilitando el trabajo sobre la propia alma. El paraíso está a la sombra de las espadas y se llega tanto más rápidamente a gozar de sus delicias, cuanto menos nos detengamos a examinar el fruto de nuestros actos. Es muy simple decir que los cristianos tomaron los principios establecidos por los filósofos griegos y los pusieron instrumentalmente al servicio del saber religioso, para crear esa extraña mezcla de ciencia griega y superstición semítica que llamaron teología. Digo simple, porque en esta afirmación sin matices se escapan muchas verdades que, conocidas por la Revelación, pasaron a integrar el contexto de la sabiduría cristiana en una síntesis cuya fuerza y originalidad garantizan los nombres de Agustín, Tomás, Buenaventura para no designar sino a los más egregios y pasar en silencio sobre muchas figuras que, hasta hoy, acreditan una originalidad filosófica muy difícil de negar para quien no cierra los ojos ante el poder de la evidencia. Si comparamos con el cristianismo la actitud del Islam frente a la ciencia griega, se podrá decir (sin tomar demasiado en cuenta que Averroes se limitó a comentar las obras de Aristóteles sin proponerse la ardua faena de iluminar esa ciencia con los principios extraídos de su fe, ni conciliar la fe con las verdades de la filosofía aristotélica) que Averroes y Avicena realizaron un trabajo, con respecto a Aristóteles, comparable al de Santo Tomás y otros teólogos cristianos. Su doctrina de la doble verdad fue un recurso para eludir una faena que consideró imposible desde su comienzo. Renán y Louis Bertrand dijeron, en alguna oportunidad, que fue una protesta escrita en árabe, contra lo que había en el Corán de ininteligible.

No podemos olvidar tampoco que Averroes era andaluz y de ascendencia cristiana y que sus doctrinas no tuvieron ningún efecto en la formación intelectual de los musulmanes. Hubo que esperar la introducción de sus Comentarios en el mundo cristiano para que sus ideas entraran con todo derecho en el seno de la filosofía. Es muy cierto que algunos musulmanes, como el Caliü Ya'Qoub, de paso por Córdoba en 1195, vieron con simpatía la labor de Averroes; ésta repugnaba al movimiento Almohade, cuyo fanatismo, contrario a los filósofos y a los doctores de la ley, estaba en la línea del coranismo más decididamente ortodoxo. Averroes murió tranquilamente en su cama ello de diciembre de 1198, pero sus libros fueron públicamente quemados por orden del Califa que no temió pecar contra la filosofía si de esta manera se salvaba su gobierno de un levantamiento Almohade. lbn'Shina, conocido entre los latinos por Avicena, nació cerca de Bukara en el año 980 y murió cincuenta y siete años más tarde, después de un estudioso periplo por la filosofía griega que tradujo al árabe con algunos comentarios de su propia cosecha. Decir que era de cultura árabe porque hablaba y escribía el árabe es un poco exagerado. Su gusto por el pensamiento griego venía de sus raíces helenísticas y si bien admitía la existencia de un Dios Creador, principio que trató de conciliar con la doctrina de Aristóteles, compartía esa fe con judíos y cristianos, sin que en ningún momento se descubra en él la intención de hacer entrar la ciencia griega en vínculo sinérgico con la doctrina de Muhammad. Si el uso de la lengua árabe fuera la marca segura de una indiscutible pertenencia a la civilización islámica, el judío Maimónides, hubiera sido también musulmán porque en árabe escribió su famosa "Guia de los extraviados" donde trata de establecer un acuerdo entre la razón y la religión judía. Era una hazaña intelectual que a los verdaderos coranistas no interesaba, toda vez que la ciencia estaba contenida en el Corán y resultaba completamente inútil pretender ponerla de acuerdo con lo que hubieran podido pensar los griegos sobre cualquier cosa. Cuando las huestes del profeta ocuparon los bordes asiáticos y africanos de la cuenca del Mediterráneo fue toda la civilización greco romana la que cayó bajo su dominio. No es nada extraño que los habitantes de esas tierras tuvieran una cultura helenística metida en sus hábitos intelectuales y artísticos y que conservándola trataran de expresarla en la lengua impuesta por sus conquistadores. Se ha hablado mucho del álgebra como de una ciencia inventada por los árabes, porque fue en esa lengua que se conocieron en Occidente los libros griegos que trataban de problemas algebraicos. Diofante de Alejandría, que pasa por ser el primero que se ocupó científicamente del álgebra, vivió en el siglo IV de nuestra era y habiendo nacido en Egipto, pertenecía a la civilización helénica. Lo mismo puede decirse del número cero, tan poderosamente atribuido a la civilización mágica del Islam por Osvaldo Spengler. Era una noción matemátíca que los hindúes pasaron a los persas y éstos a los árabes, después de haberlo usado profusamente en sus operaciones matemáticas.
Se ha contado al revés la influencia que la sedicente civilización árabe pudo tener en tierras andaluzas. En primer lugar porque no fueron los árabes sino bereberes los que penetraron en el sur de España y recibieron allí la impronta de una cultura romano visigótica en estado floreciente. Oliveira Martín lo dijo con la suficiente claridad: "un puñado de árabes a la cabeza de un ejército de bereberes". Lo que se llamó civilización árabe hispánica fue ciertamente española, pero no árabe como suele decirse. Los árabes -según la autorizada opinión de Dozy-  no aportaron nada. Es el pueblo menos inventivo del mundo y cuando hallamos en su lengua un poema brillante es la traducción de un original hindú, persa, sirio o griego, o, en el caso del mismo Corán, decididamente judío. El propio Spengler, con su poderosa imaginación, ha difundido en exceso la idea de una original cultura mágica que tendría por centro religioso el Islam. Sería absurdo negar que la impulsión unificadora desatada por la prédica de Mujamad y sus secuaces, y que encarnó en una fuerte conquista militar, no hubiera tenido efectos favorables en la convergencia de las distintas corrientes culturales que transitaban el ámbito geográfico dominado por las huestes del Profeta. Esto es lo que ocurrió efectivamente con la arquitectura y las artes plásticas. Los árabes, como buenos nómades, carecían de tradición arquitectónica y si se elimina por su pesadez y absoluta falta de estilo el templo principal de la Meca, no existe ningún monumento auténticamente árabe que dé testimonio de su genio edilicio. No obstante, cuando por razones de la conquista militar tuvieron que establecer sus propios templos en los países conquistados, se limitaron a ocupar los edificios que ya existían y, en algunos casos, a compartir con los cristianos el recinto de sus iglesias. Nadie puede negar la erección de mezquitas en todos los territorios ocupados, ni la presencia de los altos minaretes desde los cuales el "muezin" convocaba a los fieles a la oración, pero atribuir a la inventiva árabe el estilo de sus templos y la decoración figurativa que los adorna es otro asunto. Las columnas del famoso patio de Córdoba son paganas y en su mayoría fueron traídas del Africa romana, cuando no de la misma España. Las arcadas superpuestas tienen su origen en la arquitectura visigótica, como que eran españoles nativos tanto los arquitectos como los albañiles empleados en esas faenas. Los trabajos de sostén están imitados del acueducto romano de Mérida con sus alternativas de piedras y ladrillos. La escultura que se llamó árabe fue helenística y las torres cuadrangulares de los minaretes son siríacas y un calco, apenas diferente, de los campanarios que abundaban en esas regiones. Se ha querido ver en la decoración floral del arte musulmán, especialmente en las hojas de parra y el racimo de uvas, un rasgo original de su genio plástico, sin advertir que se trata de viejos símbolos paganos usados con profusión en toda la cuenca del Mediterráneo y que los cristianos egipcios hicieron suyos en su oportunidad. Por lo demás, existen datos fehacientes de que los califas de Córdoba hicieron llegar de Constantinopla artistas e imagineros que trajeron consigo todos los conocimientos que tenían acerca del arte y de la literatura bizantina. Muchas obras de genio atribuidas a la inspiración islámica son originarias de la Europa Oriental. Era muy lógico que así fuera porque la religión de Mujamad, para hablar conforme con una convención impuesta por el uso, carece de fuerza transfiguradora. Acepta al hombre y a sus obras tal como lo produce la naturaleza caída y no ejerce sobre él una presión capaz de elevarlo a una nueva situación con Dios.

La sumisión a la carne y a la impulsividad de las pasiones es apenas disciplinada por la obediencia a los jefes religiosos, intérpretes autorizados del Corán y por la aceptación de algunas prescripciones culturales que, sin corregir los excesos del erotismo y la cólera, los ponen al servicio de la expansión islámica. La ausencia de eso que los cristianos llamaron la gracia santificante se hace sentir en todas las dimensiones de la actividad espiritual, razón por la cual no se puede esperar que los movimientos más importantes de su cultura estén influidos por una energía distinta de aquélla que impulsa a los hombres hundidos en la profundidad del pecado. No existe ningún motivo para aceptar la presencia de un esfuerzo teológico, que la simplicidad dogmática del islamismo no autoriza, ni de un impulso místico espiritual, que la naturaleza del Paraíso coránico con su versión puramente carnal de los goces eternos hace imposible. No niego que existan en idioma árabe obras de pensamiento religioso, tanto místicas como teológicas, dignas de ser comparadas con las similares de otras familias religiosas, pero convendría determinar, en cada caso, hasta qué punto son fieles al libro atribuido a Muhammad. La sociedad islámica ha sido forjada con criterios exclusivamente masculinos y se siente, a través de todas sus expresiones espirituales, la ausencia de la mujer. Un orden de convivencia que no combine con armónico equilibrio la espiritualidad del varón con la delicadeza de la mujer, constituye una sociedad defectuosa y con una manifiesta tendencia al desajuste psicológico de sus miembros. Un problema largamente debatido es el de la condición de la mujer en el mundo islámico, porque si se toma en cuenta lo que surge directamente de la enseñanza del Corán, suele ser algo distinto a eso que los usos y las costumbres impuestos por los entrecambios culturales ha logrado introducir en las modas de los árabes modernos. Ninguna persona que estudie hoy la condición que tiene la mujer occidental podría sostener que es una consecuencia directa de la enseñanza de la Iglesia Católica. El Corán, dentro del mundo árabe, significó para la mujer algunos cambios que moderaban, ventajosamente para ella, las prácticas abominables que padecía bajo el régimen del animismo idólatra. Esto explica, en alguna medida, que las mujeres árabes aceptaron el Corán como un alivio de su esclavitud.


La antigua ley hebrea admitió la poligamia en algunas circunstancias excepcionales, pero puso claramente de manifiesto, en toda su enseñanza y en el ejemplo de los primeros padres, que el matrimonio monogámico era lo que Dios quería que fuera la unión del hombre y de la mujer, porque era lo que mejor respondía a las exigencias más nobles de nuestra naturaleza. El autor del Corán vio en las costumbres sexuales de los árabes una dificultad muy grande para poder llevarlos, sin otras precauciones, a abrazar un ideal conyugal que contrariaba tan fuertemente sus instintos y sus prácticas. La concesión, bien fundada en la Biblia y en la antigua codificación legal de Hammurabi, de no exceder las cuatro mujeres que Yavé otorgó a Jacob fue aceptada como una limitación ejemplar, pero generosamente superada por todos los musulmanes que podían darse el lujo de un "harem" bien surtido. Lo grave, en el caso de la mujer musulmana, era la situación de su alma después de la muerte. ¿Participa también de todos los placeres que esperan al verdadero creyente, especialmente si ha muerto en guerra santa? Ninguna de las descripciones que hace el Corán del Paraíso autoriza a pensar que las mujeres tengan alguna participación de sus goces, y habría que pensar en una desviación muy grande de la natural orientación del sexo femenino para que éstas hallaran en las "huríes" una modesta compensación de sus fatigas terrenas. Dejamos expresamente de lado a los jóvenes gitones "como perlas" que escancian las copas de los guerreros y se ofrecen generosos a su concupiscencia inextinguible, porque no parecen especialmente adecuados para alimentar las ilusiones eróticas del serrallo. No negamos que existe en el Islam una poesía amatoria de lengua árabe capaz de concurrir con éxito en el Parnaso de otras lenguas, pero resulta algo difícil hallar su fuente de inspiración en el libro atribuido a Muhammad, a no ser que los sueños anticipados sobre el Paraíso constituya la quinta esencia de este erotismo trascendente.

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