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martes, 22 de marzo de 2016

"Actas del Magisterio - Mons. Lefebvre"

Capítulo 11
Carta Notre charge apostolique
del Papa San Pío X
a los obispos de Francia
sobre Le Sillon
(25 de agosto de 1910)
(TERCERA PARTE)

Un solo Dios y una sola fe

El Papa San Pío X tenía fe. Ahora muchos obispos ya no tienen. Ya no creen en Nuestro Señor Jesucristo ni saben quién es. Desde el principio de su pontificado, San Pío X se abrazó a su fe y dijo: Omnia instaurare in Christo. Para él no hay otro Dios aparte de Nuestro Señor Jesucristo, Dios Hijo, unido al Padre y al Espíritu Santo. Con esta afirmación concluimos todas nuestras oraciones. Desde que tomó posesión de la cátedra de Pedro, San Pío X quiso reafirmar que nuestro único Dios es Nuestro Señor Jesucristo y que El es quien tiene la clave de todos nuestros problemas. Nuestro Señor Jesucristo nos ha dado la única verdadera religión y, por consiguiente, el único ca-mino de salvación. En este mundo todo debe ordenarse a la salvación de las almas. Nuestro Señor es el único camino que puede conducirlas a ella, como dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vi-da». No hay otros. Por eso San Pío X no quiso salir de sus condiciones y volvió a afirmar que sólo hay un único camino de salvación, de felicidad y de civilización verdadera, un camino de verdad: Nuestro Señor Jesucristo. El Papa se esforzó por conducir al verdadero camino a todos los que querían encontrar un camino fuera de Nuestro Señor Jesucristo; o si no, los condenaba. La caridad tiene que ejercerse ante todo para la salvación de las almas, para su verdadero bien, el bien total, que comprende también el del cuerpo que se ordena al alma. Como Nuestro Señor Jesucristo es el único objeto de la caridad, es también la fuente de la verdadera caridad. «...la caridad católica, la cual es, por consiguiente, la única que puede conducir a los pueblos en la marcha del progreso hacia el ideal de la civilización».

Los hechos y la historia lo demuestran. Fue la iglesia la que trajo una verdadera civilización al mundo de los paganos. Por supuesto, los griegos edificaron hermosos monumentos. Cuando uno visita la Acrópolis de Atenas y todos esos templos, es algo maravilloso. Es cierto, no se había perdido todo sentido. Los hombres no se habían corrompido al punto de no ser ya ni siquiera capaces de razonar correctamente ni poder crear auténticas obras de arte. Lo mismo vale para los egipcios, que levantaron las pirámides, etc... No se puede negar. Pero aparte de esto ¿qué era la moral en esas diferentes épocas de la civilización humana? Era la esclavitud; la vida humana no contaba para nada. En casi todas las religiones había sacrificios humanos. Cuando leemos el Antiguo Testamento, vemos que cuando los judíos se apartaban de Dios para adoptar las religiones de los pueblos que les rodeaban, inmediata-mente había sacrificios humanos. Los mismos salmos lo reflejan: mataban a sus hijos, niños y niñas, para inmolarlos a Baal y a los dioses paganos. Sin duda esos pueblos paganos realizaban auténticas obras de arte. Sabían trabajar el oro, los tejidos... En tiempos de Salomón, el arte alcanzó cimas, no solamente entre los judíos, sino también entre los paganos. Ya sea porque se los ha restaurado o porque la arqueología nos los ha hecho descubrir, los palacios de Nabucodonosor, de los faraones en Egipto o de la reina de Saba, todos tenían que sobrepasar en esplendor, en riqueza y en hermosura a todos los palacios que luego se han podido edificar. Pero esas realizaciones extraordinarias estaban basadas sobre la tiranía, porque los dirigentes que gobernaban a esos pueblos acaparaban todo. Obligaban a todo mundo a trabajar para la satisfacción de su ambición, de su orgullo y de su gloria personal. Así pues, existían civilizaciones que, en el plan material y artístico, eran extraordinarias, pero tenían una moral espantosa. Realmente, sólo la Iglesia, con la verdadera y única religión fundada por Nuestro Señor Jesucristo, ha establecido una verdadera civilización.

La verdadera caridad, el amor del prójimo, la dignidad del matrimonio, la de la mujer, la de los hijos, y la supresión de la esclavitud, son obra de la Iglesia. Ella es la que, fiel a las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, permitió el florecimiento de una verdadera sociedad, cuyo primado era el de la verdadera religión. Se vieron surgir maravillosas catedrales, abadías, conventos y todos los monasterios. ¿En qué otra parte hay testimonios parecidos? ¡Oh, claro!, también hay monasterios budistas. Pero si se va a ver lo que pasa en ellos y se descubre la realidad, se percibe rápidamente que sólo es un disfraz y una apariencia, y que detrás de todo eso, reina cierta inmoralidad. Los adeptos de esas falsas religiones se dan a tales exageraciones que llegan a destruirse a sí mismos. Así, para darle supuestamente al alma su principio espiritual y su libertad, el hecho de destruirse por el fuego constituye un acto de virtud. Eso lo vemos en todas las falsas religiones, cosas que son absolutamente contrarias a la ley natural de Dios. Por desgracia, si en la época en que vivió, San Pío X pudo expresarse de modo tan enérgico, ahora no podría hacerlo de igual modo sin encontrar una viva oposición. Ha pasado casi un siglo. Contaminada por las falsas religiones, la gente ya no lo aceptaría. Una buena parte de ella cree que no existe únicamente la religión católica. “¿Es o no es la única religión? ¿Es o no es la única verdadera? ¿Es la única que ha sido fundada por Dios, o no?” Las consecuencias son evidentes.

La falsa definición de la dignidad humana

Ahora, por desgracia, una buena parte de la opinión está imbuida de esas falsas concepciones de la doctrina social. En tercer lugar, el Papa denuncia la falsa definición de la dignidad humana. Nos vemos obligados a reconocer que no fue entendida, puesto que eso corresponde exactamente a la dignidad humana tal como se refleja constantemente en los textos del Vaticano II. ¡Es lo mismo! «Según él (Le Sillon), el hombre no será verdaderamente hombre, digno de este nombre, más que en el día en que haya adquirido una conciencia [aquí tenemos la conciencia] luminosa, fuerte, independiente, autónoma, pudiendo prescindir de todo maestro [y aquí tenemos la dignidad humana], no obedeciendo más que a sí mismo, y capaz de asumir y de cumplir sin falta las más graves responsabilidades. Grandilocuentes palabras, con las que se exalta el sentimiento del orgullo humano».

Conciencia iluminada, fuerte, independiente, autónoma, que puede erigirse en maestra y que sólo se obedece a sí misma, es exactamente el sentido adoptado por el Concilio: “Ahora los hombres son cada vez más conscientes de su dignidad; los hombres se han hecho adultos”. Son, además, las primeras palabras y el título de la Declaración sobre la libertad religiosa: Dignitatis humanae, la famosa dignidad humana. «Los hombres de nuestro tiempo se hacen cada vez más conscientes de la dignidad de la persona humana». Como si todos los que nos precedieron no hubieran tenido conciencia de la dignidad humana, de la verdadera dignidad que es ser hijos de Dios, obedecerle, someterse a Él, obedecer a su ley, y estar apegados a la verdad y a la caridad. La segunda frase de esta Declaración es igualmente significativa: «...y aumenta el número de aquellos que exigen que los hombres en su actuación gocen y usen del propio criterio y libertad responsables...» Es exactamente eso: iluminada, fuerte, independiente, autónoma y según sus propias opciones. ¡Es increíble que esto se halle escrito en un documento oficial! ¡El hombre tiene que actuar en virtud de su conciencia y nadie puede ejercer ninguna coacción sobre él! Nos vemos forzados a ver que los que, por desgracia, están en el error (los modernistas y los progresistas) son cada día más. En el mismo texto se trata repetidamente del tema de la coacción: no a la coacción, no a la coacción... No se trata, por supuesto, de la coacción física, sino de la coacción moral y la del magisterio. Hay que suprimir toda especie de coacción. Es decir, que todos tienen que ser autónomos y no de-pender de un superior. Fuera autoridad, y esto “con toda libre responsabilidad”. ¡Es increíble! «...guiados por la conciencia del deber y no movidos por la coacción».

Cada uno se asignará su deber y formará su conciencia. Es exactamente la expresión de la falsa dignidad humana. El hombre no será realmente hombre sino obedeciendo su conciencia, considerada como autónoma. San Pío X hacía anunciado hasta dónde puede llegar semejante concepción: «Grandilocuentes palabras, con las que se exalta el sentimiento del orgullo humano; sueño que arrastra al hombre sin luz, sin guía y sin auxilios por el camino de la ilusión, en el que, aguardando el gran día de la plena conciencia, será devorado por el error y las pasiones». A fuerza de decir: “No a la coacción”... se llega a rechazar prácticamente toda enseñanza. No hay que enseñar la verdad. Cada uno tiene que encontrar su verdad, y por increíble que parezca, el texto de Dignitatis humanae declara: «Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir, dotados de razón y de voluntad libre, y enriquecidos por tanto con una responsabilidad personal [siempre la personalidad], están impulsados por su misma naturaleza y están obligados además moralmente a buscar la verdad» (D.H. I, 2) Así, nadie está obligado a obedecer a la verdad que se le enseña, es decir, a la verdad de Nuestro Señor Jesucristo, que se impuso como nuestro Maestro cuando dijo: «El que crea, se salvará; y el que no, se condenará» (Marc. 16, 16). Nuestro Señor se presentó así como Maestro. No les dijo simplemente a los hombres: «Buscad la verdad y que cada uno siga su conciencia». Ahora se atreven a pretender que su teoría, según la cual todos tienen libertad para seguir su conciencia, aparece en la Sagrada Escritura y la enseñó Nuestro Señor.

Hace algunos días me encontré con el cardenal Oddi y le dije: “¡Eso es una blasfemia!” Es lo que decía San Pío X sobre las concepciones erróneas de Le Sillon, que transformó también el Evangelio y blasfemó: pretender que Nuestro Señor haya dicho a todo mundo: “¡Seguid vuestra conciencia!” Atreverse a esa ofensa es un atropello, y sin embargo ahí está. La Declaración conciliar continúa: «Hay que ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad [¿y cuando ya se conoce?]; y una vez conocida ésta, hay que aceptarla firmemente con asentimiento personal». Sin embargo, es un deber que nos imponen nuestros maestros, nuestros sacerdotes, nuestra autoridad y los que conocen la verdad y nos la enseñan. Tenemos necesidad de que se nos enseñe. Si cada uno tuviera que buscar su verdad, ya no se podría enseñar el catecismo a los niños ni a que sigan una verdad, pues según ese razonamiento, sería ejercer una coacción sobre ellos, porque tienen que buscarla ellos mismos y adherir a ella según su propia conciencia y por su propia voluntad. Nos dicen: “No podéis ejercer ninguna coacción”. ¡Es tan inimaginable como increíble! «Los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza...». ¡Como si toda coacción contrariase a la naturaleza y como si fuera Dios el que lo quisiera! ¡No a la coacción! «...si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa».

Es evidente que no se trata de coaccionar secamente, aunque el mismo San Agustín dijo: «Sí, al principio, yo creía que no se podía coaccionar a los hombres para creer en la verdad. Pero ahora yo mismo he visto y comprobado que gracias a las órdenes que fueron dadas por el emperador para perseguir el error de los donatistas, y gracias a la fuerza que se ejerció para impedir sus reuniones, y cerrar sus templos, para amenazarlos con el exilio y la pérdida sus bienes, los católicos que habían caído en el error han tenido oportunidad de reflexionar y ahora han recuperado la verdad y dicen: « ¡Dichosa coacción que nos ha ayudado a recuperar la verdad! Ahora reconocemos que estábamos en el error y que hemos vuelto al verdadero camino, gracias al emperador que mandó a sus soldados para combatir el error”. Ahora entiendo que se puede emplear muy bien la fuerza para reducir a los enemigos de la fe e impedir la difusión del error, e indirectamente hacer volver a la verdad». Es el mismo San Agustín quien lo dice. Por supuesto, no se trata de ejercer esa coacción más que en algunos casos... Pero sigue siendo un deber perseguir el error, el vicio, e impedir al error que se difunda y terminar con él. Los católicos y todos los que creen y tienen fe, tienen obligación de defender la verdad contra el error que quiere destruirla. «Inmunidad de toda coacción exterior», dice el Concilio. No habla de coacción física, sino de coacción moral. Ahora bien, ¿acaso no es una coacción moral cuando Nuestro Señor dijo: «Si no creéis, seréis condenados»? Aquí se trata de la condenación del infierno. Se trata, pues, de una coacción moral, que hace temblar a quien escucha: “Si no crees, es el fuego del infierno para siempre”. Según esto, ¿Nuestro Señor no tendría derecho a hacerlo? Según los principios de la Declaración sobre la libertad religiosa, hay libertad para seguir la propia conciencia. No a la coacción. De modo que los padres no tienen derecho a coaccionar a sus hijos... “Quizás no van a querer ser bautizados...”, y todo lo demás. De esta falsa concepción de la dignidad humana se derivan, evidente-mente, consecuencias increíbles. San Pío X concluye así sus reflexiones sobre los errores de Le Sillon: «A menos que cambie la naturaleza humana (...), ¿vendrá ese día alguna vez? ¿Es que los santos, que han llevado la dignidad humana a su apogeo, tenían esa pretendida dignidad? Y los humildes de la tierra, que no pueden subir tan alto y que se contentan con abrir modestamente su surco en el puesto que la Providencia les ha señalado, cumpliendo enérgicamente sus deberes en la humildad, la obediencia y la paciencia cristiana, ¿no serán dignos de llamarse hombres, ellos a quienes el Señor sacará un día de su condición obscura para colocarlos en el cielo entre los príncipes de su pueblo? Detenemos aquí nuestras reflexiones sobre los errores de Le Sillon». La acción de Le Sillon Después de haber estudiado y criticado los errores de la doctrina, el Papa emprende el segundo capítulo: la acción de Le Sillon. «Tendríamos que llamar vuestra atención sobre otros puntos igualmente falsos y peligrosos, como, por ejemplo, su manera de entender el poder coercitivo de la Iglesia. Importa, sin embargo, ver la influencia ¿de estos errores sobre la conducta práctica de Le Sillon y sobre su acción social». Porque Le Sillon no se limita al campo de la abstracción —como dice San Pío X—, sino que pasa al de la acción. Hay que ver cómo vive y cómo actúa. El Papa describe esta acción en tres puntos particulares. En primer lugar el modo de formar y educar a sus miembros, en segundo lugar su disciplina y sus relaciones con la Iglesia. Si no estuviéramos asistiendo a algo tan triste y desastroso, nos darían ganas de sonreír, porque lo que el Papa describe coincide exactamente con lo que pasa ahora. Es exactamente lo que quieren los modernistas y los progresistas.

Sin maestro

«La minoría que lo dirige se ha destacado de la masa por selección, es decir, imponiéndose a ella por su autoridad moral y por sus virtudes. La entrada es libre, como es libre también la salida. Lo estudios se hacen allí sin maestro; todo lo más, con un consejero. Los círculos de estudio son verdaderas cooperativas intelectuales, en las que cada uno es al mismo tiempo maestro y discípulo». San Pío X, que siempre tuvo sentido del humor, empleó el término de “cooperativas intelectuales”. Según este programa, ¿a dónde quieren llegar? ¿Cómo no crear también esta clase de “cooperativas” en el seno de los seminarios, donde, para ser enseñados, los seminaristas pondrían en común todas sus ideas, y así todo lo demás?

Envilecimiento de la dignidad del sacerdocio
El Papa sigue este examen de las “cooperativas intelectuales” escribiendo su funcionamiento: «La camaradería más absoluta reina entre los miembros y pone en contacto total sus almas; de aquí el alma común de Le Sillon. Se la ha definido como “una amistad”. El mismo sacerdote, cuan-do entra en él, abate la eminente dignidad de su sacerdocio y, por la más extraña inversión de pape-les, se hace discípulo, se pone al nivel de sus jóvenes amigos y no es más que un camarada».

Es una realidad que es actual entre muchos modernistas y progresistas.

Es exactamente lo que pasó con los círculos de la J.O.C., tal como yo lo vi cuando estaba en Dakar. Cuando los jocistas se reunían, el capellán ¡era un camarada más! Era uno entre los miembros de un pequeño grupo de jóvenes y, en principio, no tenía que decir nada. Los que tenían que hacer sus reuniones eran los jocistas, y decían: “Cuando viene el sacerdote, sólo tiene que escuchar y dar de vez en cuando algún consejo”. El espíritu de Le Sillon, denunciado por el Papa San Pío X en 1910, había pasado a la J.O.C., movimiento fundado en 1925 por el padre Cardijn . Aún después de haber sido condenado, el espíritu de Le Sillon continuó y esta perseverancia en la difusión de las ideas nocivas llevó a la propagación de terribles errores. Por mucho que los Papas hablaron y condenaron, y se dirigieron a los obispos para movilizarlos y para apoyar sus acciones —como exigía su deber pastoral—, fue como si no hubieran dicho ni condenado nada. Si hubo algunos obispos que se mostraron como verdaderos discípulos de San Pío X, apoyando su acción y siguiendo sus directivas, muchos de ellos se negaron a escucharlo, siguieron obrando como si el Pa-pa no hubiera condenado esas ideas. Por desgracia, el espíritu de Le Sillon entró en los seminarios, corroyó a muchos seminaristas, que se hicieron sacerdotes, y algunos de ellos obispos y hasta cardenales. Y cuando llegó el Concilio, había obispos totalmente imbuidos del espíritu de Le Sillon: la falsa dignidad humana, la camaradería...

Oposición a la autoridad

Después de haber estudiado primero la formación, el Papa llega al segundo punto, es decir, a describir a qué resultados llega en la práctica: «En estas costumbres democráticas y en las teorías sobre la sociedad ideal que las inspira, reconoceréis, venerables hermanos, la causa secreta de los fallos disciplinarios que tan frecuentemente habéis debido reprochar a Le Sillon. No es extraño que no hayáis encontrado en los jefes y en sus camaradas así formados, fuesen seminaristas o sacerdotes, el respeto, la docilidad ni la obediencia que son debidas a vuestra persona y a vuestra autoridad; que sintáis de parte de ellos una sorda oposición...» Cuando semejante espíritu entra en un cuerpo, en un seminario, resulta algo terrible, porque no se exterioriza ni se siente, pues la oposición a la autoridad es muy sutil. A continuación el Papa formula consideraciones perfectamente adaptadas a lo que ahora se dice de nosotros, que queremos guardar la tradición. «...y que tengáis el dolor de verlos apartarse totalmente, o, cuando son forzados por la obediencia, de entregarse con disgusto a las obras no sillonistas. Vosotros sois el pasado; ellos son los pioneros de la civilización futura. Vosotros representáis la jerarquía, las desigualdades sociales, la autoridad y la obediencia: instituciones envejecidas, a las cuales las almas de ellos, estimuladas por otro ideal, no pueden plegarse. Nos tenemos sobre este estado de espíritu el testimonio de hechos dolorosos, capaces de arrancar lágrimas; y Nos no podemos, a pesar de nuestra longanimidad, substraernos a un justo sentimiento de indignación. ¡Porque se inspira a vuestra juventud católica la desconfianza hacia la Iglesia, su madre; se le enseña que, después de diecinueve siglos, la Iglesia no ha logrado todavía en el mundo constituir la sociedad sobre sus verdaderas bases; que no ha comprendido las nociones sociales de la autoridad, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad y de la dignidad humana; que los grandes obispos y los grandes monarcas que han creado y han gobernado tan gloriosamente a Francia no han sabido dar a su pueblo ni la verdadera justicia ni la verdadera felicidad, porque no tenían el ideal de Le Sillon!» Es el lenguaje que se emplea ahora y que hemos escuchado durante el Concilio: “La Iglesia no ha conseguido convertir al mundo y ha fracasado en su papel apostólico. No ha sabido adaptarse a los pueblos y por eso hay tan pocos frutos”. Durante el Concilio, ese fue el espíritu que reinaba en un gran número de cabezas episcopales. Aquí el Papa dice: “Son los seminaristas y los sacerdotes”. Pero esos seminaristas y sacerdotes se convirtieron en obispos y durante el Concilio se vio que eran muchos a los que había conquistado este funesto espíritu. No quisieron ver, ni aceptar la situación de la Iglesia, ni que las dificultades del apostolado existían y siguen existiendo, y que había que remediarlas. Ya en esa época empezaban a escasear las vocaciones; los sacerdotes tenían cada vez menos in-fluencia en las familias y en los niños. Al ver que su apostolado no rendía como querían y que, a pesar de sus esfuerzos, las familias desaparecían de la parroquia, se apoderaba de ellos cierto desánimo. Los jóvenes se iban a los clubes o las asociaciones deportivas, etc., y así se vaciaban sus iglesias.

Buscar las causas

¿Qué debían haber hecho? Tendrían que haber reflexionado: “¿A qué se deben estas cosas? ¿De dónde viene esto? ¿Cuáles son las causas?” Ya lo sabemos: la persecución que sufre la Iglesia desde hace cuatro siglos de parte del protestantismo. Es también el resultado del laicismo que entró en las escuelas del Estado. Al ganar terreno el laicismo poco a poco, en realidad se extendió el ateísmo. Por fuerza, en tales condiciones, el ateísmo no podía sino ganar más adeptos. Luego el Estado laico ejerció presión sobre la gente diciendo: “No hay que ir a la Iglesia. Si queréis conseguir un trabajo o hacer una carrera en la administración o en el ejército: ¡cuidado! No hay que ser católico ni ir a la Iglesia”. Ante todas las presiones ejercidas por todas partes: por los profesores y alcaldes laicos, y ahora hasta comunistas, ¿qué podemos hacer? Esa es la pregunta qué tendrían que haberse planteado los obispos. Esa debería haber sido su preocupación esencial. Pero en lugar de ver el mal en donde estaba — y sigue estando—, es decir, en la vasta conspiración del laicismo contra la Iglesia y contra Nuestro Señor Jesucristo, los obispos prefirieron decir: “La que se ha equivocado es la Iglesia, que no ha sabido actuar. Si se hubiera puesto justamente de acuerdo con toda la gente que está y lucha contra nosotros y con todo ese laicismo, no habría pasado lo que pasa”. Es un completo error. Por eso en el Concilio, quisieron hacer un matrimonio entre las ideas católicas de la Iglesia y las ideas modernas, las cuales como hemos visto, habían sido condenadas por todos los Papas anteriores al Vaticano II. Semejante simbiosis es totalmente irrealizable e imposible.

La secularización y la desacralización:

El resultado es una catástrofe completa y radical. ¿Cómo se puede imaginar un compromiso con aquéllos, cuyo objetivo ha sido siempre y sigue siendo la destrucción de la religión católica y de la Iglesia? Es espantoso escuchar a los sacerdotes que siguen diciendo que hay que ponerse de acuerdo con los que destruyen la Iglesia. Emplean el peso de su autoridad moral y la del clero para su destrucción, con lo que el desastre es mucho mayor aún. ¡Son ellos mismos los que han conseguido secularizar a la Iglesia! Empezaron dejando la sotana, y por consiguiente, secularizándose. Se volvieron laicos, y luego quitaron todo lo sagrado que había en las iglesias. Sacaron el Santísimo Sacramento de los sagrarios y lo pusieron en un rincón, y muchas veces ni siquiera no se sabe dónde está. El altar, los hermosos altares que representaban las cosas sagradas, los misterios y los santos... ¡afuera! Una mesa... eso es todo. Nada más. Los vía crucis: “¡Quitad todo eso de ahí! ¡Fuera!” Secularizaron todo y creyeron que al obrar así, la gente que tenía ideas laicas vendría a la Iglesia. Es una locura. Los sacerdotes se unieron a los que están contra Nuestro Señor. Ya no tienen fe en él. Se imaginaron que al vestirse de civil, los seglares serían mucho más amables con ellos y que se-rían camaradas de todo el mundo: a los camaradas se los lleva a la iglesia, etc... No sólo no llevaron a nadie, sino que prácticamente sacaron a la mitad de los católicos de las iglesias. ¿Y qué son ahora ellos mismos? Ya no son hombres de Iglesia... se acabó. La gente ya no nos reconoce como hombres de Iglesia. ¡Qué resultado espantoso!

Cuando nosotros venimos y decimos: “No, estáis equivocados, hay que volver a la tradición de Iglesia, hay que volver a hacer lo que la Iglesia ha hecho siempre. Los que luchan contra la Iglesia son sus enemigos. No tenemos que pactar ni parecernos a ellos. Al contrario, hoy más que nunca hay que ser representantes de Nuestro Señor Jesucristo e insistir sobre el misterio, sobre lo sobrenatural, sobre la gracia y manifestar esto en nuestras iglesias. Que nuestras iglesias sean un poco la antesala del Paraíso. Por consiguiente, cuando se ven las estatuas de los santos, que sean modelos para nosotros. En nuestras iglesias hay que encontrar todo lo que recuerda al Cielo y todas las virtudes que la Iglesia ha producido”.

Entonces replican: “Vosotros sois el pasado, nosotros el futuro. Estamos con el progreso. Lo lograremos...”No lograréis nada, puesto que a pesar de todo representáis todas las desigualdades sociales, la autoridad y la obediencia. Pero según vuestras tesis ya no hay autoridad ni obediencia ni desigualdades sociales, aunque Dios las quiere y no se pueden suprimir. Esto no depende de nosotros. Dios las quiere para el ejercicio de la caridad.Al no aceptar a la Iglesia como era antes, han querido cambiar todo: la Biblia, el catecismo, la misa...

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