«Dios mío, haced que conozca lo que soy, y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» San Agustín.
I. — Sí, estimados hermanos, para daros una idea de la
gravedad de ese maldito pecado, sería preciso que Dios me permitiese ir a
arrancar a lucifer del fondo de los abismos, y arrastrarle aquí hasta este
lugar que ocupo, para que él mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos
los bienes que le ha arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha
causado, que no son otros que las penas del infierno. ¡Ay !, ¡por un pecado que
tal vez durará un solo momento, un castigo que durará toda una eternidad! Y lo
más terrible de ese pecado es que, cuanto más domina al hombre, menos culpable
se cree éste del mismo. En efecto, jamás el orgulloso querrá convencerse de que
lo es, ni jamás reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto
habla, está bien hecho y bien dicho. ¿Queréis haceros cargo de la gravedad de
ese pecado? Mirad lo que ha hecho Dios para expiarlo. ¿Por qué causa quiso
nacer de padres pobres, vivir en la obscuridad, aparecer en el mundo no ya en
medio de gente de mediana condición, sino como una persona de la más ínfima
categoría? Pues porque veía que ese pecado había de tal manera ultrajado a su
Padre, que solamente El podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y
más despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada
para ser despreciado de unos y rechazado de otros.
Mirad cuán grandes sean los males que ese
pecado ocasionó. Sin él no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún
en el paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria
alguna de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos
sujetos a aquel juicio que hace temblar a los santos; ningún temor deberíamos
tener de una eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en
este mundo, y aún más felices en el otro: pasaríamos nuestra vida bendiciendo la
grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a
continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¡Ah! ¿Qué digo? ¡sin ese maldito
pecado, Jesús no habría muerto! ¡Oh, cuántos tormentos se habrían evitado a
nuestro divino Salvador!... Pero, me diréis, ¿por qué ese pecado ha causado
peores daños que los otros? — ¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás
ángeles malos no hubiesen caído en el pecado de orgullo, no existirían
demonios, y, por consiguiente, nadie habría tentado a nuestros primeros padres,
y así ellos hubieran tenido la suerte de perseverar. No ignoro que todos los
pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo:
el avaro que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la salud,
la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de proveer
a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos tiene
prometido que, si nos ocupamos en servirle y amarle, El cuidará de nosotros. El
que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y se rebaja a
un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a Dios, que le dio
los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus energías y su vida a
servirle. El vengativo que se venga de las injurias recibidas, desprecia
cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o quizá tantos años, le
soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto necesita, cuando sólo
merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El impúdico, al revolcarse
en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel inferior a las más inmundas
bestias, pierde su alma y da muerte a su Dios; convierte el templo del Espíritu
Santo en templo de demonios, «hace de los miembros de Cristo, miembros de una
infame prostituta» de hermano del Hijo de Dios, se convierte, no ya en hermano
de los demonios, sino en esclavo de Satán. Todo esto son crímenes respecto a
los cuales faltan palabras que expresen los horrores y la magnitud de los
tormentos que merecen. Púes bien yo os digo que todos estos pecados distan
tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren a Dios, como el cielo
dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al cometer los demás pecados,
o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien despreciamos sus beneficios;
o, si queréis, convertimos en inútiles los trabajos, los sufrimientos y la
muerte de Jesús. Mas el orgulloso hace como un súbdito que, no contento con
despreciar y hollar debajo de sus plantas las leyes y las ordenanzas de su
soberano, lleva su furor hasta el intento de hundirle un puñal en el pecho, arrancarle
del trono, hollarle debajo de sus pies y ponerse en su lugar. ¿Puede concebirse
mayor atrocidad? Pues bien, esto es lo que hace la persona que haya motivo de
vanidad en los éxitos alcanzados con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío! cuán
grande es el número de esos infelices!
Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando
del orgulloso: «Será aborrecido de Dios y
de los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo
Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus
secretos a los. orgullosos». En efecto, si recorremos la Sagrada Escritura,
veremos que los males con que Dios aflige a los orgullosos son tan horribles y
frecuentes que parece agotar su furor y su poder en castigarlos, así como podemos
observar también el especial placer con que Dios se complace en humillar a los
soberbios a medida que ellos procuran elevarse. Acontece igualmente muchas
veces ver al orgulloso caído en algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra
a los ojos del mundo.
Hallamos un caso ejemplar en la persona de
Nabucodonosor el grande. Era aquel príncipe tan orgulloso, tenía tan elevada
opinión de sí mismo, que pretendía ser considerado como Dios. Cuando más
henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de lo alto
diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle a
conocer que hay un Dios, señor y dueño de los reinos terrenos, le sería quitado
su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los hombres,
para ir a habitar junto a las bestias feroces, donde comería hierbas y raíces
cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastornó de tal manera el
cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyó a la selva y allí llegó a conocer su
pequeñez. Ved los castigos que Dios envió a Coré, Dathán, Abirón y a doscientos
judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a Moisés y a Aarón: «¿Y por qué
no hemos de tener también nosotros el honor de ofrecer al Señor el incienso
cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés y a Aarón que todos se retirasen
de ellos y de sus cosas, pues quería castigarlos... Apenas estuvieron
separados, se abrió la tierra debajo de sus pies y se Iludieron vivos en el
infierno. Mirad a Herodes, el que hizo dar muerte a Santiago Apóstol y
encarceló a San Pedro. Era tan orgulloso, que un día, vestido con su
indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta elocuencia al pueblo,
que hubo quien llegó a decir: «No, no, éste que habla no es un hombre, sino un
dios». Al instante, un ángel le hirió con una tan horrible enfermedad, -que los
gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un miserable. Quiso ser
tenido por dios, y fue comido por los viles insectos. Ved también a Amán,
aquel soberbio famoso, que. había decretado que todo súbdito debía doblar la
rodilla delante de él. Irritado y enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus
órdenes, hizo levantar una horca para darle muerte; pero Dios, que aborrece a
los orgullosos, permitió que aquella horca sirviese para el mismo Amán.
Leemos en la historia que un solitario lleno
de orgullo quiso mostrar la firmeza de su fe. Habiendo ido a visitar a San
Palemón, dio en su presencia grandes muestras de orgullo, hasta el punto que el
Santo le dijo, caritativamente, que con tanto orgullo era muy difícil tener la
fe de que blasonaba; que, no teniendo nada bueno de nosotros mismos, sólo nos
toca humillarnos y gemir delante de Dios pidiéndole la gracia de que no nos
abandone.
Mas aquel pobre ciego, en vez de aprovecharse
de tan caritativa amonestación, corrió a arrojarse a un brasero encendido, y permitió
Dios, para probar hasta donde llegaba su orgullo, que el fuego no le dañase. Pero,
pasando algún tiempo, cayo en un pecado gravísimo y vergonzoso contra la santa
virtud de la pureza. El demonio se le presentó en figura de mujer, que le instó
a pecar y se sentó junto a él. Como el solitario intentase abrazarla, el
demonio se arrojó Sobre él, le molió a golpes y le dejó tendido y sin
conocimiento en el suelo. Reconociendo, al fin, su culpa, es decir, su orgullo,
volvió a visitar a San Palemón, y con lágrimas en los ojos confesó su pecado.
Cosa extraña, mientras estaba hablando con el Santo, el demonio se apoderó de
él, le arrastró con furia y le precipitó en un horno ardiendo, donde perdió la
vida.
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