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viernes, 28 de enero de 2022

YO ASISTI A TRES GUERRAS: LA DE 1914, LA DE 1939 Y LA 1960 EL CONCILIO VATICANO II. MONS. MARCEL LEFEBVRE.

 

Nota. Antes de morir nos dijo estas palabras que nosotros ponemos como titulo de una serie de artículos sobre la tercera guerra que fue mas bien en defensa de la fe, que, a su vez, fue la más devastadora cuyas consecuencias se están experimentando con mayor intensidad actualmente.

Mons. Marcel Lefebvre no solo fue espectador, sino que tuvo una participación muy activa en dicho Concilio formando parte del ala conservadora u ortodoxa al lado de los grandes Cardenales Ottaviani y Bacchi, he aquí como relata él mismo sus experiencias en este Concilio:

Frente a la tormenta Conciliar (1962-1965)

 1. Miembro de la Comisión Central Preparatoria

«Por inspiración del Altísimo...»

¿Qué piensan Sus Eminencias Reverendísimas de la posibili­dad de convocar un Concilio ecuménico que prosiga el concilio del Vaticano interrumpido en 1870?

Ésas fueron las palabras de Pío XI en el consistorio secreto del 23 de mayo de 1923. Casi por unanimidad, los Cardenales se mos­traron contrarios a la empresa: las ventajas que podría ofrecer un Concilio podían lograrse —decían— sin un Concilio, y no com­pensaban sus inconvenientes casi seguros. A su vez, el Cardenal Billot se levantó:

No se puede disimular —dijo— la existencia de profundas divergencias en el seno del propio episcopado... que hacen correr el riesgo de provocar discusiones que podrían prolongarse indefinidamente. ¿No deberíamos temer más bien —añadió posteriormente— que el Concilio fuera «manipulado» por los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas, que ya se prepa­ran, como lo demuestran algunos indicios, a aprovechar los Estados Generales de la Iglesia para hacer la revolución, un nuevo 1789?

Es de temer —concluyó— que se introduzcan «procedi­mientos de discusión y propaganda más conformes con los usos democráticos que con las tradiciones de la Iglesia»1.

Treinta y seis años después, el 25 de enero de 1959, el Papa Juan XXIII anunciaba2 a los Cardenales reunidos en el monaste­rio de San Pablo Extramuros su «humilde decisión» de celebrar un Concilio ecuménico3.

La imagen del Concilio que él se hacía era irónica:

Espectáculo admirable de la cohesión, unidad y concordia de la Santa Iglesia de Dios, [...} será por sí mismo una invi­tación a los hermanos separados [...] a que vuelvan al rebaño universal, cuya dirección y custodia quiso Cristo confiar defini­tivamente a San Pedro4.

Sin embargo, el anuncio del 25 de enero de 1959 había suscitado un profundo malestar, en especial entre los colaboradores institucionales del Papa5, con excepción del Cardenal Ottaviani.

Monseñor Lefebvre juzgará con severidad el obstinado optimismo del Papa Juan:

Quería ignorar que su predecesor, el Papa Pío XII, quien también había pensado convocar un concilio, tuvo la prudencia de renunciar a su proyecto a causa de los enormes riesgos que representaba para la Iglesia. Juan XXIII se obstinó literalmente en ello. No quiso oír a ninguno de los que intentaron disuadirle. Muchos le desaconsejaron la convocación de un concilio. Le advertían la presión que ejercerían los medios de comunicación. Pero no —replicaba— eso no tiene importancia6.

Desde antes de la elección de Juan como Sumo Pontífice, los iniciados en el pensamiento roncalliano no tenían duda alguna sobre sus intenciones de «consagrar el ecumenismo»7; el exrepresentante y luego Delegado Apostólico en Bulgaria (1925-1934) se había pronunciado desde muy temprano contra la acción misionera de los católicos orientales (los llamados «uniatas») y a favor de un apostolado para «la unión de las Iglesias con el fin de formar todos juntos la verdadera y única Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo»8. La encuesta del Cardenal Tardini.

Monseñor Lefebvre desconocía aún, como es natural, los intríngulis de un concilio ya virtualmente lleno de trampas, cuando recibió una carta del Cardenal Tardini el 18 de junio de 1959, en la que preguntaba al episcopado mundial qué temas deberían tratarse en el Concilio. Desde el 17 de mayo, en efecto, Juan XXIII había anunciado la constitución de una Comisión ante preparatoria, presidida por Doménico Tardini, Secretario de Estado, y compuesta por diez miembros, entre los que se encontraban el Reverendísimo Padre Arcadio Larraona, claretiano, Sus Excelencias Pietro Palazzini y Dino Staffa, y el Reverendo Padre Paul Philippe. 9

Merecen conocerse algunas de las respuestas episcopales. El Obispo de una minúscula Diócesis italiana, Monseñor Carli, deseoso sobre todo de que se remediaran los inconvenientes de seme­jante pequeñez, manifestó no obstante su preocupación doctrinal deseando que el concilio condenara el «evolucionismo materialista» y el «relativismo moral». También le inquietaban las intrigas del judaísmo internacional. Sus preocupaciones se vieron compartidas y superadas por las de un Obispo brasileño, Antonio de Castro Mayer, que solicitaba que el concilio «denunciara la existencia de una conspiración contra la Ciudad de Dios, y que pensaba que «la for­mación del clero debería tender primordialmente a la creación de sacerdotes que combatieran la conspiración anticristiana». Su com­patriota Geraldo de Proenqa Sigaud no era menos clarividente y luchador al denunciar a «nuestro enemigo implacable de la Iglesia y de la sociedad católica [...], la Revolución»; y reclamaba una «lucha contra el ecumenismo”.10

El Arzobispo de Dakar, que pronto concluiría con estos Prela­dos la santa alianza que luego relataremos, contrastaba con ellos por sus preocupaciones sobre todo pastorales: en su respuesta al Cardenal Tardini11 preconizaba la aceleración de los procesos de nulidad de ma­trimonio, la simplificación de las reglas sobre los beneficios eclesiásti­cos y las penas canónicas, la extensión del poder de oír confesiones y la ampliación de la posibilidad de celebrar Misa por la tarde. Consideraba un uso más generalizado del clergyman, resaltado por una pequeña cruz con alfiler; preconizaba el aumento del nú­mero de Obispos, de modo que una diócesis no tuviera más de doscientos mil fieles; sugería la adaptación de las ceremonias del bautismo al catecumenado; criticaba vivamente carencias de la Congregación de Propaganda Pide y proponía un plan de reforma bastante radical12.

Esas propuestas coincidían con las audacias pastorales, el sentido práctico y la preocupación esencialmente apostólica que ya he­mos visto en el Arzobispo de Dakar, favorable a la modernidad en el sentido de una mejor adaptación de los medios y estructuras a los fines misioneros.

Le preocupaba en particular el buen orden en el gobierno diocesano. Defendía el libre ejercicio de la autoridad de los Obispos ante las asambleas episcopales invasoras y las directivas ajenas de la Acción Católica. Reclamaba precisiones sobre el apostolado de los laicos.

Ahora bien, también expresaba su preocupación por la sana doctrina, proponiendo remedios contra las desviaciones doctrinales que se difundían en los seminarios, en especial la enseñanza según la Suma de Santo Tomás y la ayuda de un compendio de doctrina social de la Iglesia. Dos puntos particulares de la doctrina retenían su atención: el dogma «fuera de la Iglesia no hay salvación», que había que precisar contra algunos «errores graves13 que acababan con el sentido misionero de la Iglesia», y una verdad mariana que le «pare­cía conveniente definir o al menos afirmar»: «que la Santísima Vir­gen María, Madre de Dios, es mediadora de todas las gracias14. Esta verdad confirmaría la maternidad espiritual de la Santísima Virgen».

Las propuestas de Monseñor Lefebvre y de los otros tres Obispos que hemos citado contrastaron con el «promedio» de sugeren­cias episcopales mundiales15, entre las cuales eran muy raros los pe­didos de clarificaciones doctrinales.

El caballo de Troya en la Ciudad de Dios

El 5 de junio Monseñor Lefebvre, entonces Arzobispo de Dakar, fue nombrado por Juan XXIII miembro de la Comisión cen­tral preparatoria del Concilio, al igual que Bernard Yago, Arzobispo de Abidjan, en su calidad de representante del África Occidental de habla francesa. Compuesta por 120 miembros, debería examinar los esquemas redactados por las diez comisiones preparatorias según las propuestas del episcopado mundial.

Hasta el mes de junio de 1962 el Arzobispo (que en aquel tiempo ya se había convertido en el Obispo de Tulle) participó en todas las sesiones de la Comisión Central, presididas a veces por el Sumo Pontífice; pudo comprobar así la seriedad de la preparación, pero también la terrible lucha de influencias que se había desatado entre los dos polos que había creado el propio Papa: el de los «Romanos», con la Comisión teológica del Cardenal Ottaviani, Pro-secretario del Santo Oficio, y el de los liberales y su «caballo de Troya», el Secretariado para la Unidad de los Cristianos, presidido por el Cardenal Agostino Bea, con la asistencia del joven Prelado neerlandés Jan Willebrands (16).

Primeras escaramuzas

Como todos los Padres, Monseñor Lefebvre había recibido la lista de los expertos nombrados por el Papa para las diversas comisiones preparatorias (17), y la leyó atentamente. Por eso, en la primera sesión de la Comisión Central el 15 de junio de 1961, cuando le tocó el turno de dar su opinión, no dudó en denunciar (fue el único en hacerlo) la contradicción entre los dichos y los hechos:

En cuanto a las cualidades de los teólogos y canonistas del Concilio, queda claro, como lo han dicho de forma explícita los consejeros (18), que ante todo deben tener el sentido de la Iglesia y adherir de corazón, de palabra y de obra a la doctrina de los Sumos Pontífices, expuesta en todos los documentos que provienen de ellos. Hay que afirmar este principio hoy más que nunca, pues no ha dejado de sorprendernos mucho, en mi humilde opinión, leer en la lista de comisiones preparatorias los nombres de algunos teólogos cuya doctrina no parece reunir las cualidades que requieren los consejeros (19).

En efecto, por lo menos tres consultores habían sido censurados o sancionados por la autoridad superior (20).

En ese momento, contó después Monseñor Lefebvre, el Cardenal Ottaviani no pareció tener en cuenta mis palabras, pero después de la reunión, en el «café», me tomó del brazo:

—Ya lo sé —me dijo—, pero ¿qué puedo hacer? Así lo ha querido el Santo Padre: quiere expertos de renombre21.

Y Monseñor Lefebvre comentaba más tarde esa decisión del Papa Juan:

De hecho, era más bien proclive al laxismo. Quizá su ca­beza fuera bastante tradicional, pero desde luego no lo era su corazón. Bajo la apariencia de profesar cierta amplitud de miras, había resbalado con mucha facilidad hacia un espíritu liberal. Y cuando más tarde le comentaban las dificultades del Con­cilio, aseguraba a sus interlocutores que «todo se arreglaría» y que «todo el mundo se pondría de acuerdo». No podía aceptar la idea de que algunos tuvieran malas intenciones y que había que estar alerta. [...] Asimismo impuso los expertos condenados por el Santo Oficio, a pesar de las razonables inquietudes que provocó su decisión22.

A partir de noviembre de 1961 comenzaron, ante la Comisión Central, el examen y la discusión de los esquemas preparados por las comisiones: el Arzobispo, por lo general, les dio su placet, su «sí»:

El Concilio —diría luego— se aprestaba, por las comisiones preparatorias, a proclamar la verdad frente a esos errores [contemporáneos] para hacerlos desaparecer por mucho tiempo del seno de la Iglesia; [...] se preparaba para ser un anuncio lumi­noso en el mundo de hoy, [y lo habría sido] si se hubiesen uti­lizado los textos preconciliares en los cuales se encontraba una profesión solemne de doctrina segura con respecto a los problemas modernos23.

De hecho, el 20 de enero de 1962, cuando el Cardenal Ottaviani expuso su esquema «Sobre el depósito de la fe que se debe guardar en toda su pureza», Monseñor Lefebvre, que pensaba que la Iglesia no podía conservar ese depósito sin combatir los errores, declaró:

El Concilio debe tratar los errores actuales... ¿Cómo podremos defender la fe si no tenemos principios?24.

Después, el 23, propuso en su observación oral que el Concilio elaborara dos clases de documentos:

Junto con los esquemas propuestos, que irían acompañados de «cánones que «rechazaran» de manera precisa y casi científica» los errores actuales, el Concilio redactaría un opúsculo que expusiera «de manera más positiva» la síntesis de toda la economía cristiana, «donde quedaría luminosamente de manifiesto que no puede haber salvación alguna fuera de Jesús Salvador nuestro y de su Cuerpo místico que es la Iglesia25, [...] según la idea de numerosos miembros de la Comisión»26.

Las críticas insidiosas de los Padres liberales inquietaban ya a Monseñor Lefebvre: el 20 de enero el Cardenal Alfrink le había reprochado a un esquema del Cardenal Ottaviani el estar «vinculado a una escuela filosófica», y el Cardenal Bea denunciaba el «lenguaje escolástico» del documento. Presintiendo que, a partir de esa segunda sesión preparatoria, los liberales habían iniciado una maniobra de envergadura para desechar todos los esquemas que no les gustaban, es decir, la mayoría, el Arzobispo presentó su propuesta audaz y original. Los liberales no se dejaron engañar y comprendieron que tendrían en Marcel Lefebvre a un adversario resuelto a desbaratar sus maquinaciones. El Cardenal Ottaviani, en cambio, aprobó y alabó la idea de Monseñor Lefebvre, y muchos Padres lo siguieron. Por desgracia, el proyecto fue abandonado.

Conforme se sucedían las sesiones, se repetía la misma escena: después de la presentación de cada esquema por el presidente de la comisión que lo había elaborado, comenzaba la discusión, conducida casi siempre por los eminentísimos Liénart, Frings, Alfrink, Dópfner, Kónig y Léger, por un lado, y Ruffini, Siri, Larraona y Browne, por el otro: 6 Cardenales contra 4.

Era obvio para todos los miembros presentes —explicó Monseñor Lefebvre— que había una división dentro de la Iglesia, una división que no era fortuita ni superficial, sino profunda, más aún entre los Cardenales que entre los Arzobispos o los Obispos.

Con el tiempo, las intervenciones de Marcel Lefebvre se hicie­ron más frecuentes, ya preparadas de antemano después de la lectura de los esquemas recibidos semanas antes, ya redactadas en borrador durante las sesiones mientras escuchaba a los Padres liberales. Opor­tuno, grave y con espíritu sobrenatural, el Arzobispo se levantaba para hablar en nombre del sensus Ecclesia.

De esta forma, el 17 de enero de 1962, cuando el esquema del Cardenal Aloisi Masella sobre el sacramento del Orden propuso que los diáconos pudieran casarse, Monseñor Lefebvre protestó:

En nuestras regiones de misión, me parece que esa nueva práctica será interpretada como una puerta abierta al matrimonio de los sacerdotes, quod non placet. Además, existe el peli­gro seguro de que disminuyan las vocaciones sacerdotales. [...] Ahora bien, en cambio, me agrada mucho la nueva institución de un orden de diaconado permanente.

Defensor de la Misa romana, tradicional, latina y gregoriana

La sesión de marzo-abril de 1962 tocó el tema de la liturgia: el Car­denal Larraona presentó, muy a su pesar, el esquema del Padre Bugnini, firmado por su predecesor, el difunto Cardenal Gaetano Cicognani27. Se trataba del plan detallado de una reforma (instauratio) sistemática de toda la liturgia según los principios innovadores que ya habían aplicado 27 Fallecido el 5 de febrero. Había firmado el Io de febrero, después de haber expresado durante mucho tiempo su rechazo, el esquema de la Comisión litúr­gica que presidía. Su sucesor, Larraona, se sentía muy disgustado de tener que ratificar el esquema Bugnini.

los Padres Antonelli y Bugnini a la reforma de los ritos de la Semana Santa, y apresurando la reforma de 1960 del Código de Rúbricas, «bajo la presión prevalente de nuevos fermentos innovadores»28.

Mientras que los Padres liberales alababan con entusiasmo ese esquema, «que debía contarse entre los esquemas más destacados que hasta el momento se habían propuesto a nuestra Comisión Central», como dijo Dópfner, Ottaviani denunciaba en él un «es­píritu que abría demasiado las puertas a las novedades, o que por lo menos alimentaba el prurito de innovaciones».

Por su parte, Monseñor Lefebvre denunciaba la definición de la liturgia parece incompleta, porque se afirma más el aspecto sacramental y santificador, y no suficientemente el aspecto de oración. Ahora bien, el aspecto fundamental en liturgia es el culto que se rinde a Dios, un acto de religión.

Luego, oponiéndose al aumento de lecturas durante la Misa y a la extensión de la lengua vernácula («¿Qué pasará con las hermosas melodías gregorianas?»), atacaba a los autores del proyecto y la idea de una reforma súbita y artificial:

Se afirma, desde luego, que sólo la jerarquía puede cambiar algo en la liturgia, [...] pero [...] sabemos por experiencia que no son los obispos los que piden los cambios, sino algunos sacerdotes de las comisiones pastorales litúrgicas, cuya única acti­vidad consiste en cambiar algo en la liturgia. [...] No tenemos que olvidar nunca que hay que «mantener las tradiciones»; por esa razón, los cambios se deben aceptar con gran prudencia. ¿Qué es la Tradición, sino la obra de la Iglesia a lo largo del tiempo? Y esta obra supone a menudo el fruto de la elaboración de muchas generaciones29.

Es admirable la perspicacia del Prelado. La reforma propuesta era antilitúrgica porque dejaba de lado lo esencial, el culto divino, y menospreciaba la obra de la Tradición.

 

Citas.

1                       

2                      Caprile V, 681-701, citado por Raymond Dulac, La colegialidad episcopal en el Concilio Vaticano II, ed. del Cruzamante, Buenos Aires, 1984, p. 12.

3                      AAS 51 (1959), 68; DC1300, 387-388.

4                      Pío XII, en febrero de 1948, había vuelto a considerar la idea de Pío XI. Los Cardenales Ruffini y Ottaviani consideraban que sería una buena ocasión para condenar las desviaciones de la «nueva teología». No obstante, los sesenta y cinco Obispos consultados propusieron toda clase de temas nuevos y desorientadores. Pío XII acabó por cansarse, y decidió que no hacía falta un concilio. Por eso de­finió por su cuenta la Asunción de María en 1950, y ese mismo año condenó los errores contemporáneos con su encíclica Humani generis.

5                      Discurso a la Federación de Universidades Católicas, Io de abril de 1959, DC 1302,515.

6                      Alberigo, 204, nota 17 y 18.

7                      6        CAGNON, 5; cfr. Fideliter, n° 59, p. 41.

8                      7        según la predicción de un viejo amigo de Roncalli, Dom Lambert Beau- duin, O.S.B. Cfr. Louis BOUYER, Dom Lambert Beauduin, un homme d’Église, Casterman, 1964, pp. 180-181.

9                      8        carta del 27 de julio de 1926 a C. Morcefki, joven ortodoxo deseoso de estudiar en un seminario católico, y al que Roncalli rechazó. ALBERIGO, 19.

10                    9        sermón de Vísperas de Pentecostés, AAS 51 (1959), 420; DC 1306, 770 y 782.

10 A. Doc., series I (anteprseparatoria), vol. II. ” Dakar, 26 de febrero de 1960.

12 Cfr. Fideliter, n° 140, marzo-abril de 2001, p. 20.

13                    Cfr. Padre Retif, La doctrine missionnaire des Peres de l’Eglise, en Missions catholiques, n° 77, enero-marzo de 1960, p. 38.

14                    Monseñor Antonio de Castro Mayer hizo la misma petición.

15                    Simoulin, Les «vota» des évéques, en Eglise et contre-Eglise, 89.

16      Secretario de la Conferencia católica para las cuestiones ecuménicas fun-dada en Friburgo, Suiza, en 1952, bajo la presidencia del Obispo local Franijois Charriére, como un vínculo oficial con el Consejo Ecuménico de las Iglesias. Cfr. Harold E. FREY, en ROUSE and NEILL, A History ofthe CEcumenical Move- ment, WCC, 4a ed., SPCK London 1993, p. 320.

17      Se trataba de «consultores», nombrados a partir de junio de 1960. DC

1346, 267 ss., y lista complementaria, DC 1367, 67 ss.

18      En particular Wynen, Juez en la Rota, y Vaccari.

19      A. Doc., series II (preparatoria), vol; II, pars I, pág. 316.

20      Yves Congar, O.P., Henri de Lubac, S.J., y Karl Ráhner, S.J.

24      Texto manuscrito del sufragio.

25      A ejemplo del Concilio de Trento que, además de sus declaraciones y de sus cánones, elaboró «la admirable síntesis de la fe católica en su catecismo» (ibíd.).

26      A. Doc., series II, vol. II, pars II, pp. 417-418.

28                   Cfr. Annibale Bugnini, La reforma de la liturgia, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1999, p. 23.

29                   A. Doc., vol. II, pars III, pp. 71, 76, 98-99.

 

 

 

 

 

 


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