Nota.
Antes de morir nos dijo estas palabras que nosotros ponemos como titulo de una
serie de artículos sobre la tercera guerra que fue mas bien en defensa de la fe,
que, a su vez, fue la más devastadora cuyas consecuencias se están experimentando
con mayor intensidad actualmente.
Mons.
Marcel Lefebvre no solo fue espectador, sino que tuvo una participación muy
activa en dicho Concilio formando parte del ala conservadora u ortodoxa al lado
de los grandes Cardenales Ottaviani y Bacchi, he aquí como relata él mismo sus
experiencias en este Concilio:
Frente a la tormenta Conciliar (1962-1965)
«Por inspiración del Altísimo...»
¿Qué piensan Sus Eminencias Reverendísimas de
la posibilidad de convocar un Concilio ecuménico que prosiga el concilio del Vaticano
interrumpido en 1870?
Ésas fueron las palabras de Pío XI en el
consistorio secreto del 23 de mayo de 1923. Casi por unanimidad, los Cardenales
se mostraron contrarios a la empresa: las ventajas que podría ofrecer un
Concilio podían lograrse —decían— sin un Concilio, y no compensaban sus
inconvenientes casi seguros. A su vez, el Cardenal Billot se levantó:
No se puede disimular —dijo— la existencia de
profundas divergencias en el seno del propio episcopado... que hacen correr el
riesgo de provocar discusiones que podrían prolongarse indefinidamente. ¿No
deberíamos temer más bien —añadió posteriormente— que el Concilio fuera
«manipulado» por los peores enemigos de la Iglesia, los modernistas, que ya se
preparan, como lo demuestran algunos indicios, a aprovechar los Estados
Generales de la Iglesia para hacer la revolución, un nuevo 1789?
Es de temer —concluyó— que se introduzcan
«procedimientos de discusión y propaganda más conformes con los usos
democráticos que con las tradiciones de la Iglesia»1.
Treinta y seis años después, el 25 de enero de
1959, el Papa Juan XXIII anunciaba2 a los Cardenales reunidos en el
monasterio de San Pablo Extramuros su «humilde decisión» de celebrar un
Concilio ecuménico3.
La imagen del Concilio que él se hacía era
irónica:
Espectáculo admirable de la cohesión, unidad y
concordia de la Santa Iglesia de Dios, [...} será por sí mismo una invitación
a los hermanos separados [...] a que vuelvan al rebaño universal, cuya
dirección y custodia quiso Cristo confiar definitivamente a San Pedro4.
Sin embargo, el anuncio del 25 de enero de
1959 había suscitado un profundo malestar, en especial entre los colaboradores institucionales
del Papa5, con excepción del Cardenal Ottaviani.
Monseñor Lefebvre juzgará con severidad el
obstinado optimismo del Papa Juan:
Quería ignorar que su predecesor, el Papa Pío XII, quien también había pensado convocar un concilio, tuvo la prudencia de renunciar a su proyecto a causa de los enormes riesgos que representaba para la Iglesia. Juan XXIII se obstinó literalmente en ello. No quiso oír a ninguno de los que intentaron disuadirle. Muchos le desaconsejaron la convocación de un concilio. Le advertían la presión que ejercerían los medios de comunicación. Pero no —replicaba— eso no tiene importancia6.
Desde antes de la elección de Juan como Sumo
Pontífice, los iniciados en el pensamiento roncalliano no tenían duda alguna
sobre sus intenciones de «consagrar el ecumenismo»7; el exrepresentante y luego
Delegado Apostólico en Bulgaria (1925-1934) se había pronunciado desde muy
temprano contra la acción misionera de los católicos orientales (los llamados
«uniatas») y a favor de un apostolado para «la unión de las Iglesias con el fin
de formar todos juntos la verdadera y única Iglesia de Nuestro Señor
Jesucristo»8. La encuesta del Cardenal Tardini.
Monseñor Lefebvre desconocía aún, como es
natural, los intríngulis de un concilio ya virtualmente lleno de trampas,
cuando recibió una carta del Cardenal Tardini el 18 de junio de 1959, en la que
preguntaba al episcopado mundial qué temas deberían tratarse en el Concilio.
Desde el 17 de mayo, en efecto, Juan XXIII había anunciado la constitución de
una Comisión ante preparatoria, presidida por Doménico Tardini, Secretario de
Estado, y compuesta por diez miembros, entre los que se encontraban el
Reverendísimo Padre Arcadio Larraona, claretiano, Sus Excelencias Pietro Palazzini
y Dino Staffa, y el Reverendo Padre Paul Philippe. 9
Merecen conocerse algunas de las respuestas
episcopales. El Obispo de una minúscula Diócesis italiana, Monseñor Carli, deseoso
sobre todo de que se remediaran los inconvenientes de semejante pequeñez,
manifestó no obstante su preocupación doctrinal deseando que el concilio
condenara el «evolucionismo materialista» y el «relativismo moral». También le
inquietaban las intrigas del judaísmo internacional. Sus preocupaciones se
vieron compartidas y superadas por las de un Obispo brasileño, Antonio de
Castro Mayer, que solicitaba que el concilio «denunciara la existencia de una conspiración
contra la Ciudad de Dios, y que pensaba que «la formación del clero debería
tender primordialmente a la creación de sacerdotes que combatieran la conspiración
anticristiana». Su compatriota Geraldo de Proenqa Sigaud no era menos
clarividente y luchador al denunciar a «nuestro enemigo implacable de la
Iglesia y de la sociedad católica [...], la Revolución»; y reclamaba una «lucha
contra el ecumenismo”.10
El Arzobispo de Dakar, que pronto concluiría
con estos Prelados la santa alianza que luego relataremos, contrastaba con
ellos por sus preocupaciones sobre todo pastorales: en su respuesta al Cardenal
Tardini11 preconizaba la aceleración de los procesos de nulidad de
matrimonio, la simplificación de las reglas sobre los beneficios eclesiásticos
y las penas canónicas, la extensión del poder de oír confesiones y la
ampliación de la posibilidad de celebrar Misa por la tarde. Consideraba un uso
más generalizado del clergyman, resaltado por una pequeña cruz con
alfiler; preconizaba el aumento del número de Obispos, de modo que una
diócesis no tuviera más de doscientos mil fieles; sugería la adaptación de las
ceremonias del bautismo al catecumenado; criticaba vivamente carencias de la
Congregación de Propaganda Pide y proponía un plan de reforma bastante
radical12.
Esas propuestas coincidían con las audacias
pastorales, el sentido práctico y la preocupación esencialmente apostólica que
ya hemos visto en el Arzobispo de Dakar, favorable a la modernidad en el
sentido de una mejor adaptación de los medios y estructuras a los fines
misioneros.
Le preocupaba en particular el buen orden en
el gobierno diocesano. Defendía el libre ejercicio de la autoridad de los
Obispos ante las asambleas episcopales invasoras y las directivas ajenas de la Acción
Católica. Reclamaba precisiones sobre el apostolado de los laicos.
Ahora bien, también expresaba su preocupación
por la sana doctrina, proponiendo remedios contra las desviaciones doctrinales
que se difundían en los seminarios, en especial la enseñanza según la Suma
de Santo Tomás y la ayuda de un compendio de doctrina social de la Iglesia. Dos
puntos particulares de la doctrina retenían su atención: el dogma «fuera de la
Iglesia no hay salvación», que había que precisar contra algunos «errores graves13
que acababan con el sentido misionero de la Iglesia», y una verdad mariana que
le «parecía conveniente definir o al menos afirmar»: «que la Santísima Virgen
María, Madre de Dios, es mediadora de todas las gracias14. Esta
verdad confirmaría la maternidad espiritual de la Santísima Virgen».
Las propuestas de Monseñor Lefebvre y de los
otros tres Obispos que hemos citado contrastaron con el «promedio» de sugerencias
episcopales mundiales15, entre las cuales eran muy raros los pedidos
de clarificaciones doctrinales.
El caballo de Troya en la Ciudad de Dios
El 5 de junio Monseñor Lefebvre, entonces
Arzobispo de Dakar, fue nombrado por Juan XXIII miembro de la Comisión central
preparatoria del Concilio, al igual que Bernard Yago, Arzobispo de Abidjan, en
su calidad de representante del África Occidental de habla francesa. Compuesta
por 120 miembros, debería examinar los esquemas redactados por las diez
comisiones preparatorias según las propuestas del episcopado mundial.
Hasta el mes de junio de 1962 el Arzobispo
(que en aquel tiempo ya se había convertido en el Obispo de Tulle) participó en
todas las sesiones de la Comisión Central, presididas a veces por el Sumo
Pontífice; pudo comprobar así la seriedad de la preparación, pero también la
terrible lucha de influencias que se había desatado entre los dos polos que
había creado el propio Papa: el de los «Romanos», con la Comisión teológica del
Cardenal Ottaviani, Pro-secretario del Santo Oficio, y el de los liberales y su
«caballo de Troya», el Secretariado para la Unidad de los Cristianos, presidido
por el Cardenal Agostino Bea, con la asistencia del joven Prelado neerlandés
Jan Willebrands (16).
Primeras escaramuzas
Como todos los Padres, Monseñor Lefebvre había
recibido la lista de los expertos nombrados por el Papa para las diversas comisiones
preparatorias (17), y la leyó atentamente. Por eso, en la primera sesión de la
Comisión Central el 15 de junio de 1961, cuando le tocó el turno de dar su
opinión, no dudó en denunciar (fue el único en hacerlo) la contradicción entre
los dichos y los hechos:
En cuanto a las cualidades de los teólogos y
canonistas del Concilio, queda claro, como lo han dicho de forma explícita los
consejeros (18), que ante todo deben tener el sentido de la Iglesia y adherir
de corazón, de palabra y de obra a la doctrina de los Sumos Pontífices,
expuesta en todos los documentos que provienen de ellos. Hay que afirmar este
principio hoy más que nunca, pues no ha dejado de sorprendernos mucho, en mi
humilde opinión, leer en la lista de comisiones preparatorias los nombres de
algunos teólogos cuya doctrina no parece reunir las cualidades que requieren
los consejeros (19).
En efecto, por lo menos tres consultores
habían sido censurados o sancionados por la autoridad superior (20).
En ese momento, contó después Monseñor
Lefebvre, el Cardenal Ottaviani no pareció tener en cuenta mis palabras, pero
después de la reunión, en el «café», me tomó del brazo:
—Ya lo sé —me dijo—, pero ¿qué puedo hacer?
Así lo ha querido el Santo Padre: quiere expertos de renombre21.
Y Monseñor Lefebvre comentaba más tarde esa
decisión del Papa Juan:
De hecho, era más bien proclive al laxismo.
Quizá su cabeza fuera bastante tradicional, pero desde luego no lo era su
corazón. Bajo la apariencia de profesar cierta amplitud de miras, había
resbalado con mucha facilidad hacia un espíritu liberal. Y cuando más tarde le
comentaban las dificultades del Concilio, aseguraba a sus interlocutores que
«todo se arreglaría» y que «todo el mundo se pondría de acuerdo». No podía
aceptar la idea de que algunos tuvieran malas intenciones y que había que estar
alerta. [...] Asimismo impuso los expertos condenados por el Santo Oficio, a
pesar de las razonables inquietudes que provocó su decisión22.
A partir de noviembre de 1961 comenzaron, ante
la Comisión Central, el examen y la discusión de los esquemas preparados por
las comisiones: el Arzobispo, por lo general, les dio su placet, su
«sí»:
El Concilio —diría luego— se aprestaba, por
las comisiones preparatorias, a proclamar la verdad frente a esos errores [contemporáneos]
para hacerlos desaparecer por mucho tiempo del seno de la Iglesia; [...] se
preparaba para ser un anuncio luminoso en el mundo de hoy, [y lo habría sido]
si se hubiesen utilizado los textos preconciliares en los cuales se encontraba
una profesión solemne de doctrina segura con respecto a los problemas modernos23.
De hecho, el 20 de enero de 1962, cuando el
Cardenal Ottaviani expuso su esquema «Sobre el depósito de la fe que se debe
guardar en toda su pureza», Monseñor Lefebvre, que pensaba que la Iglesia no
podía conservar ese depósito sin combatir los errores, declaró:
El Concilio debe tratar los errores
actuales... ¿Cómo podremos defender la fe si no tenemos principios?24.
Después, el 23, propuso en su observación oral
que el Concilio elaborara dos clases de documentos:
Junto con los esquemas propuestos, que irían
acompañados de «cánones que «rechazaran» de manera precisa y casi científica»
los errores actuales, el Concilio redactaría un opúsculo que expusiera «de
manera más positiva» la síntesis de toda la economía cristiana, «donde quedaría
luminosamente de manifiesto que no puede haber salvación alguna fuera de Jesús
Salvador nuestro y de su Cuerpo místico que es la Iglesia25, [...] según la
idea de numerosos miembros de la Comisión»26.
Las críticas insidiosas de los Padres
liberales inquietaban ya a Monseñor Lefebvre: el 20 de enero el Cardenal
Alfrink le había reprochado a un esquema del Cardenal Ottaviani el estar
«vinculado a una escuela filosófica», y el Cardenal Bea denunciaba el «lenguaje
escolástico» del documento. Presintiendo que, a partir de esa segunda sesión
preparatoria, los liberales habían iniciado una maniobra de envergadura para
desechar todos los esquemas que no les gustaban, es decir, la mayoría, el
Arzobispo presentó su propuesta audaz y original. Los liberales no se dejaron
engañar y comprendieron que tendrían en Marcel Lefebvre a un adversario
resuelto a desbaratar sus maquinaciones. El Cardenal Ottaviani, en cambio,
aprobó y alabó la idea de Monseñor Lefebvre, y muchos Padres lo siguieron. Por
desgracia, el proyecto fue abandonado.
Conforme se sucedían las sesiones, se repetía
la misma escena: después de la presentación de cada esquema por el presidente
de la comisión que lo había elaborado, comenzaba la discusión, conducida casi
siempre por los eminentísimos Liénart, Frings, Alfrink, Dópfner, Kónig y Léger,
por un lado, y Ruffini, Siri, Larraona y Browne, por el otro: 6 Cardenales
contra 4.
Era obvio para todos los miembros presentes
—explicó Monseñor Lefebvre— que había una división dentro de la Iglesia, una
división que no era fortuita ni superficial, sino profunda, más aún entre los
Cardenales que entre los Arzobispos o los Obispos.
Con el tiempo, las intervenciones de Marcel
Lefebvre se hicieron más frecuentes, ya preparadas de antemano después de la
lectura de los esquemas recibidos semanas antes, ya redactadas en borrador
durante las sesiones mientras escuchaba a los Padres liberales. Oportuno,
grave y con espíritu sobrenatural, el Arzobispo se levantaba para hablar en
nombre del sensus Ecclesia.
De esta forma, el 17 de enero de 1962, cuando
el esquema del Cardenal Aloisi Masella sobre el sacramento del Orden propuso
que los diáconos pudieran casarse, Monseñor Lefebvre protestó:
En nuestras regiones de misión, me parece que
esa nueva práctica será interpretada como una puerta abierta al matrimonio de
los sacerdotes, quod non placet. Además, existe el peligro seguro de
que disminuyan las vocaciones sacerdotales. [...] Ahora bien, en cambio, me
agrada mucho la nueva institución de un orden de diaconado permanente.
Defensor de la Misa romana, tradicional, latina y gregoriana
La sesión de marzo-abril de 1962 tocó el tema
de la liturgia: el Cardenal Larraona presentó, muy a su pesar, el esquema del
Padre Bugnini, firmado por su predecesor, el difunto Cardenal Gaetano Cicognani27.
Se trataba del plan detallado de una reforma (instauratio) sistemática
de toda la liturgia según los principios innovadores que ya habían aplicado 27
Fallecido el 5 de febrero. Había firmado el Io de febrero, después
de haber expresado durante mucho tiempo su rechazo, el esquema de la Comisión
litúrgica que presidía. Su sucesor, Larraona, se sentía muy disgustado de
tener que ratificar el esquema Bugnini.
los Padres Antonelli y Bugnini a la reforma de
los ritos de la Semana Santa, y apresurando la reforma de 1960 del Código de
Rúbricas, «bajo la presión prevalente de nuevos fermentos innovadores»28.
Mientras que los Padres liberales alababan con
entusiasmo ese esquema, «que debía contarse entre los esquemas más destacados
que hasta el momento se habían propuesto a nuestra Comisión Central», como dijo
Dópfner, Ottaviani denunciaba en él un «espíritu que abría demasiado las
puertas a las novedades, o que por lo menos alimentaba el prurito de
innovaciones».
Por su parte, Monseñor Lefebvre denunciaba la
definición de la liturgia parece incompleta, porque se afirma más el aspecto
sacramental y santificador, y no suficientemente el aspecto de oración. Ahora
bien, el aspecto fundamental en liturgia es el culto que se rinde a Dios, un
acto de religión.
Luego, oponiéndose al aumento de lecturas
durante la Misa y a la extensión de la lengua vernácula («¿Qué pasará con las
hermosas melodías gregorianas?»), atacaba a los autores del proyecto y la idea
de una reforma súbita y artificial:
Se afirma, desde luego, que sólo la jerarquía
puede cambiar algo en la liturgia, [...] pero [...] sabemos por experiencia que
no son los obispos los que piden los cambios, sino algunos sacerdotes de las
comisiones pastorales litúrgicas, cuya única actividad consiste en cambiar
algo en la liturgia. [...] No tenemos que olvidar nunca que hay que «mantener
las tradiciones»; por esa razón, los cambios se deben aceptar con gran
prudencia. ¿Qué es la Tradición, sino la obra de la Iglesia a lo largo del
tiempo? Y esta obra supone a menudo el fruto de la elaboración de muchas
generaciones29.
Es admirable la perspicacia del Prelado. La
reforma propuesta era antilitúrgica porque dejaba de lado lo esencial, el culto
divino, y menospreciaba la obra de la Tradición.
Citas.
1
2
Caprile V, 681-701, citado por Raymond Dulac, La
colegialidad episcopal en el Concilio Vaticano II, ed. del Cruzamante,
Buenos Aires, 1984, p. 12.
3
AAS 51 (1959), 68; DC1300, 387-388.
4
Pío XII, en febrero de 1948, había vuelto a
considerar la idea de Pío XI. Los Cardenales Ruffini y Ottaviani consideraban
que sería una buena ocasión para condenar las desviaciones de la «nueva
teología». No obstante, los sesenta y cinco Obispos consultados propusieron
toda clase de temas nuevos y desorientadores. Pío XII acabó por cansarse, y
decidió que no hacía falta un concilio. Por eso definió por su cuenta la
Asunción de María en 1950, y ese mismo año condenó los errores contemporáneos
con su encíclica Humani generis.
5
Discurso a la Federación de Universidades Católicas,
Io de abril de 1959, DC 1302,515.
6
Alberigo, 204, nota 17 y 18.
7
6 CAGNON, 5; cfr. Fideliter, n° 59, p. 41.
8
7 según la predicción de un viejo amigo de
Roncalli, Dom Lambert Beau- duin, O.S.B. Cfr. Louis BOUYER, Dom Lambert
Beauduin, un homme d’Église, Casterman, 1964, pp. 180-181.
9
8 carta del 27 de julio de 1926 a C.
Morcefki, joven ortodoxo deseoso de estudiar en un seminario católico, y al que
Roncalli rechazó. ALBERIGO, 19.
10
9 sermón de Vísperas de Pentecostés, AAS
51 (1959), 420; DC 1306, 770 y 782.
10 A. Doc., series I
(anteprseparatoria), vol. II. ” Dakar, 26 de febrero de 1960.
12 Cfr. Fideliter,
n° 140, marzo-abril de 2001, p. 20.
13
Cfr. Padre Retif, La doctrine missionnaire des Peres
de l’Eglise, en Missions catholiques, n° 77, enero-marzo de 1960, p.
38.
14
Monseñor Antonio de Castro Mayer hizo la misma petición.
15
Simoulin, Les «vota» des évéques, en Eglise et
contre-Eglise, 89.
16 Secretario de la Conferencia católica para
las cuestiones ecuménicas fun-dada en Friburgo, Suiza, en 1952, bajo la
presidencia del Obispo local Franijois Charriére, como un vínculo oficial con
el Consejo Ecuménico de las Iglesias. Cfr. Harold E. FREY, en ROUSE and NEILL,
A History ofthe CEcumenical Move- ment, WCC, 4a ed., SPCK London 1993, p. 320.
17 Se trataba de «consultores», nombrados a
partir de junio de 1960. DC
1346,
267 ss., y lista complementaria, DC 1367, 67 ss.
18 En particular Wynen, Juez en la Rota, y
Vaccari.
19 A. Doc., series II (preparatoria), vol;
II, pars I, pág. 316.
20 Yves Congar, O.P., Henri de Lubac, S.J., y
Karl Ráhner, S.J.
24 Texto manuscrito del sufragio.
25 A ejemplo del Concilio de Trento que,
además de sus declaraciones y de sus cánones, elaboró «la admirable síntesis de
la fe católica en su catecismo» (ibíd.).
26 A. Doc., series II, vol. II, pars II, pp.
417-418.
28
Cfr. Annibale Bugnini, La reforma de la liturgia,
Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1999, p. 23.
29
A. Doc., vol. II, pars III, pp. 71, 76, 98-99.
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