Mons. Marcel Lefebvre
Prólogo al libro
Itinerario espiritual
Saint-Michel-en-Brenne,
29 de enero de 1990, fiesta de San Francisco de Sales Queridos lectores:
En la tarde de una larga vida —ya que, nacido en 1905, he llegado al año 1990—, podría decir que esta vida se ha visto marcada por acontecimientos mundiales excepcionales: tres guerras mundiales, la de 1914-1918, la de 1939-1945, y la del Concilio Vaticano II de 1962-1965.
Los desastres
acumulados por estas tres guerras, y especialmente por la última, son
incalculables en el orden de las ruinas materiales, pero mucho más aún
espirituales. Las dos primeras han preparado la guerra dentro de la Iglesia,
facilitando la ruina de las instituciones cristianas y la dominación de la
Masonería, la cual llegó a ser tan poderosa que logró penetrar profundamente,
por su doctrina liberal y modernista, en los organismos directores de la
Iglesia.
Por la gracia de
Dios, instruido desde mi seminario en Roma sobre el peligro mortal de sus
influencias para la Iglesia por el Rector del Seminario francés, el venerado
Padre Le Floch, y por los profesores, los Reverendos Padres Voetgli, Frey, Le
Rohellec, he podido comprobar a lo largo de mi vida sacerdotal qué justificados
eran sus llamamientos a la vigilancia, fundados sobre las enseñanzas de los
Papas y sobre todo de San Pío X.
He podido comprobar
a mis expensas qué justificada era esta vigilancia, no sólo desde el punto de
vista doctrinal, sino también por el odio que provocaba en los medios liberales
laicos y eclesiásticos, un odio diabólico.
Los innumerables
contactos a que me condujeron los cargos que me fueron confiados, con las más
altas autoridades civiles y eclesiásticas en numerosos países y especialmente
en Francia y en Roma, me confirmaron con exactitud que el viento era
generalmente favorable para todos los que estaban dispuestos a compromisos con
los ideales masónicos liberales, y desfavorable para el mantenimiento firme de
la doctrina tradicional.
Creo poder decir que
pocas personas en la Iglesia han podido tener y hacer esta experiencia de
información en la medida en que pude hacerla yo mismo, no por propia voluntad,
sino por voluntad de la Providencia.
Como misionero en
Gabón, mis contactos con las autoridades civiles fueron más frecuentes que
cuando era vicario en Marais-de-Lomme, en la diócesis de Lille. Este tiempo de
misión quedó marcado por la invasión gaullista, en la que pudimos comprobar la
victoria de la Masonería contra el orden católico de Petain. ¡Era la invasión
de los bárbaros sin fe ni ley!
Quizás un día mis
memorias den algunos detalles sobre estos años que van de 1945 a 1960 con el
fin de ilustrar esta guerra en el interior de la Iglesia. Lean los libros del
señor Marteaux sobre este período: son reveladores.
La ruptura se
acentuaba en Roma y fuera de Roma entre el liberalismo y la doctrina de la
Iglesia. Los liberales, después de lograr que se nombraran papas como Juan
XXIII y Pablo VI, harán triunfar su doctrina por medio del Concilio, medio
maravilloso para obligar a toda la Iglesia a adoptar sus errores.
Luego de asistir al
combate dramático entre el Cardenal Bea y el Cardenal Ottaviani, el primero como
representante del liberalismo y el otro de la doctrina de la Iglesia, quedaba
claro, después del voto de los setenta cardenales, que la ruptura estaba
consumada. Se podía pensar sin engaño que el apoyo del Papa iría a los
liberales. ¡Ese es el verdadero problema, planteado desde entonces a plena luz!
¿Qué harán los obispos conscientes del peligro que corre la Iglesia? Todos
comprueban el triunfo de las ideas nuevas venidas de la Revolución y de las
Logias; dentro de la Iglesia: doscientos cincuenta cardenales y obispos se
alegran de su victoria, doscientos cincuenta se asustan, y los otros mil
setecientos cincuenta tratan de no plantearse problemas y siguen al Papa: “¡Ya
veremos más tarde!”…
El Concilio pasa,
las reformas se multiplican tan rápido como se puede. Comienza la persecución
contra los cardenales y obispos tradicionales, y pronto, en todas partes,
contra los sacerdotes y religiosos o religiosas que se esfuerzan en conservar
la tradición. Es la guerra abierta contra el pasado de la Iglesia y sus instituciones: “¡Aggiornamento,
aggiornamento!”.
El resultado de este
Concilio es mucho peor que el de la Revolución. Las ejecuciones y martirios son
silenciosos; decenas de millares de sacerdotes, religiosos y religiosas
abandonan sus compromisos, otros se laicizan, desaparecen las clausuras, el
vandalismo invade las iglesias, se destruyen los altares, desaparecen las
cruces... los seminarios y noviciados se vacían.
Las sociedades
civiles que aún seguían siendo católicas se laicizan bajo la presión de las autoridades
romanas: ¡Nuestro Señor no tiene ya por qué reinar en la tierra!
La enseñanza
católica se hace ecuménica y liberal; se cambian los catecismos, que ya no son
católicos; la Gregoriana en Roma se hace mixta, y Santo Tomás ya no está a la
base de la enseñanza.
Ante esta
comprobación pública, universal, ¿qué deber tienen los obispos, miembros
oficialmente responsables de la institución que es la Iglesia? ¿Qué hacen? Para
muchos la institución es intocable, incluso si ya no se conforma al fin para el
que ha sido instituida... Los que ocupan la sede de Pedro y de los obispos son
responsables; hacía falta que la Iglesia se adaptara a su tiempo. Los excesos
pasarán. Es mejor aceptar la Revolución en nuestra diócesis, conducirla antes
que combatirla.
Entre los tradicionalistas,
ante el desprecio que Roma les muestra, un buen número dimite, y algunos como
Monseñor Morcillo, arzobispo de Madrid, y Monseñor Mac Quaid, arzobispo de
Dublín, mueren de tristeza, al igual que muchos buenos sacerdotes.
Es evidente que, si
muchos obispos hubieran actuado como Monseñor de Castro Mayer, obispo de Campos
en Brasil, la Revolución ideológica dentro de la Iglesia habría podido ser
limitada, pues no hay que tener miedo de afirmar que las autoridades romanas
actuales, desde Juan XXIII y Pablo VI, se han hecho colaboradoras activas de la
Masonería judía internacional y del socialismo mundial. Juan Pablo II es
ante todo un político filocomunista al servicio de un comunismo mundial con
tinte religioso. Ataca abiertamente a todos los gobiernos anticomunistas y
no aporta con sus viajes ninguna renovación católica.
Se entiende, pues,
que las autoridades romanas conciliares se opongan feroz y violentamente a toda
reafirmación del Magisterio tradicional. Los errores del Concilio y sus
reformas siguen siendo la norma oficial consagrada por la profesión de fe del
Cardenal Ratzinger, de marzo de 1989.
Nadie negaba que yo
fuera miembro oficial reconocido del cuerpo episcopal. El Anuario Pontificio lo
afirmó hasta la consagración de obispos de 1988, presentándome como Arzobispo
Obispo emérito de la diócesis de Tulle.
Con este título de
Arzobispo católico pensé rendir un servicio a la Iglesia, herida por los suyos,
fundando una congregación dedicada a formar verdaderos sacerdotes católicos, la
Fraternidad Sacerdotal San Pío X, debidamente aprobada por Monseñor Charrière,
Obispo de Friburgo, en Suiza, y avalada con una carta de alabanza del Cardenal
Wright, Prefecto de la Congregación para el Clero.
Con razón podía yo
temerme que esta Fraternidad, que quería aferrarse a todas las tradiciones de
la Iglesia, doctrinales, disciplinarias, litúrgicas, etc.., no seguiría estando
aprobada mucho tiempo más por los demoledores liberales de la Iglesia.
Es un misterio que
no se levantaran cincuenta o cien obispos como Monseñor de Castro Mayer y yo,
que reaccionaran contra los impostores, como verdaderos sucesores de los
apóstoles.
No es orgullo y
suficiencia decir que Dios, en su misericordiosa sabiduría, salvó la herencia
de su sacerdocio, de su gracia, de su revelación, mediante estos dos obispos.
No somos nosotros quienes nos hemos escogido, sino Dios, que nos ha guiado en
el mantenimiento de todas las riquezas de su Encarnación y de su Redención.
Quienes piensan deber minimizar estas riquezas e incluso negarlas sólo pueden
condenar a estos dos obispos, lo cual no hace más que confirmar su cisma de
Nuestro Señor y de su Reino, por su laicismo y su ecumenismo apóstata.
Tal vez alguien me
diga: “¡Usted exagera! Cada vez hay más obispos buenos que rezan, que
tienen fe, que son edificantes...”. Aunque fuesen santos, desde el
momento en que aceptan la falsa libertad religiosa, y por consiguiente el
Estado laico, el falso ecumenismo (y con ello la existencia de varias vías de
salvación), la reforma litúrgica (y con ello la negación práctica del
sacrificio de la Misa), los nuevos catecismos con todos sus errores y herejías,
contribuyen oficialmente a la revolución en la Iglesia y a su destrucción.
El Papa actual y
estos obispos ya no trasmiten a Nuestro Señor Jesucristo, sino una
religiosidad sentimental, superficial, carismática, por la cual ya no
pasa la verdadera gracia del Espíritu Santo en su conjunto. Esta nueva
religión no es la religión católica; es estéril, incapaz de santificar la
sociedad y la familia.
Una sola cosa es
necesaria para la continuación de la Iglesia católica: obispos plenamente
católicos, que no hagan ningún compromiso con el error, que
establezcan seminarios católicos, donde los jóvenes aspirantes se alimenten con
la leche de la verdadera doctrina, pongan a Nuestro Señor Jesucristo en el
centro de sus inteligencias, de sus voluntades, de sus corazones, se unan a
Nuestro Señor por medio de una fe viva, una caridad profunda, una devoción sin
límites, y pidan como San Pablo que se rece por ellos, para que avancen en la
ciencia y en la sabiduría del “Mysterium Christi”, en el que
descubrirán todos los tesoros divinos; obispos católicos, que se preparen a
predicar a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado, “opportune et
importune...”.
¡Seamos cristianos!
Aun las mismas ciencias humanas y racionales sin excepción, han de ser ilustradas
por la luz de Cristo, que es la Luz del mundo y que, cuando viene al mundo, da
a cada hombre su inteligencia.
El mal del Concilio
es la ignorancia de Jesucristo y de su Reino. Es el mal de los ángeles malos,
el mal que encamina al infierno.
Justamente por haber
tenido una ciencia excepcional del Misterio de Cristo, Santo Tomás ha sido
proclamado por la Iglesia como su Doctor. Amemos leer y repasar las encíclicas
de los Papas sobre Santo Tomás y sobre la necesidad de seguirlo en la formación
de los sacerdotes, a fin de no dudar ni un instante de la riqueza de sus
escritos, y sobre todo de su Suma Teológica, para comunicarnos una fe inmutable
y el medio más seguro de llegar, en la oración y en la contemplación, a las
riberas celestiales, que nuestras almas abrasadas del espíritu de Jesús ya no
dejarán nunca, pese a todas las vicisitudes de esta vida terrenal.
+ Marcel LEFEBVRE
Nota. Oficialmente
en abril de 2012 los Obispos de la Congregación fundada por este gran Arzobispo
comenzó los arreglos con la Roma modernista ¡Que paradoja! Y que pesadilla para
los católicos que queremos seguir las huellas de este gran hombre de Dios,
amante de la Iglesia instituida por Nuestro Señor Jesucristo y su tierno amor a
la Santísima Virgen María. Es una verdadera desgracia para el orbe católico, la
acción tan triste y lamentable que no solo va contra el espíritu del fundador
sino contra el mismo Corazón de Nuestro señor Jesucristo sumo y eterno
Sacerdote, contra la misma Institución de la Iglesia y contra el Corazón Inmaculado
de la Santísima Virgen María.
Pena y dolor y a la
vez una gran impotencia invade mi alma al leer y escribir la presente nota
porque tuve la gracia no solo de conocerle sino y ante todo de recibir todas
las ordenes menores y mayores propias del sacerdocio católico y la gracia de
recibir este hermoso sacramento del sacerdocio de sus manos, de tratar con él
familiarmente y sentirme uno de sus amados discípulos. Monseñor Marcel Lefebvre
no he traicionado, gracias a Dios y su Santísima Madre, el JURAMENTO
ANTIMODERNISTA impuesto por su Santidad San Pío X. desde mi nada y mi miseria y
con vuestra valiosísima ayuda seguiré siempre firme a este juramento hasta el último
aliento de mi vida. Padre Arturo Vargas Me
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