CAPITULO V
EL AMOR INFINITO DE JESUS
A SU SANTA MADRE COLMO DE DOLORES
EN LA PASION, SU DIVINO CORAZON
Así como el Corazón adorable de nuestro Salvador estaba inflamado de amor infinito por su santa Madre, también fueron inconcebibles sus dolores al verla sumergida en un océano de tribulaciones en el momento de su pasión. Desde que la santa Virgen fue Madre de nuestro redentor libró un continuo combate de amor dentro de su Corazón. Porque, conociendo que era voluntad de Dios que su Hijo amadísimo sufriera y muriera por nuestra salvación, el amor ardentísimo que ella tenía a la divina Voluntad y a la salvación de los hombres la colocaba, por una parte, en total sumisión a las disposiciones divinas. Y por otra parte su amor incomparable de Madre hacia su amadísimo hijo le causaba dolores indecibles a la vista de los tormentos que debía padecer por la redención del mundo.
Los
santos juzgan que, al llegar el día de su pasión, dado el amor y la obediencia
con que se comportaba siempre con su santa Madre y según la bondad que tiene
para consolar a sus amigos en las aflicciones, antes de entrar en sus
sufrimientos, se despidió de su queridísima Madre. Y para hacerlo todo dentro
de la obediencia, tanto a la voluntad de su Padre como a la de su Madre, pues
no conocía otra distinta de la de ese divino Padre, le pidió licencia para
ejecutar lo ordenado por su Padre eterno; le comunicó que era voluntad de su
Padre que ella lo acompañara hasta el pie de la cruz y una vez muerto
envolviera su cuerpo en un lienzo para depositarlo en el sepulcro, y le dio
consignas sobre lo que debía hacer y dónde debía permanecer hasta que hubiera
resucitado.
Es
probable también que le hubiera dado a conocer lo que él iba a padecer para
prepararla y para disponerla a acompañarlo espiritual y corporalmente en sus
sufrimientos. Y, dado que los dolores interiores de ambos eran indecibles, no
se los declaraban recíprocamente mediante palabras, pero sus ojos y sus
corazones se entendían entre sí y se comunicaban mutuamente sus aflicciones.
Mas el amor perfectísimo de ambos y su total conformidad a la voluntad divina no permitía la menor imperfección en sus sentimientos naturales. Por un lado, el Salvador era el Hijo único de su amadísima Madre y sentía inmensamente sus dolores y, por otro, era su Dios y quería fortalecerla en la mayor desolación conocida. La consolaba con sus palabras que ella escuchaba y conservaba cuidadosamente en su corazón y con nuevas gracias que derramaba en su alma para que pudiera soportar y vencer los inmensos dolores que le estaban preparados. Eran éstos tan grandes que si hubiera podido sufrir en lugar de su queridísimo Hijo habría soportado más fácilmente sus propios tormentos que verlos padecer por él; le hubiera sido más llevadero dar su vida por él que verlo sufrir suplicios tan atroces. Pero como Dios dispuso las cosas de otra manera, ella ofrecía su Corazón y Jesús su cuerpo para que cada uno padeciese lo que Dios había dispuesto. María sufría los tormentos de su Hijo y los suyos propios en la parte más sensible que es el Corazón y Jesús sufría en su cuerpo sufrimientos inexplicables y en su Corazón los inconcebibles de su santa Madre.
El Salvador
se despidió de su santa Madre y fue a hundirse en el océano inmenso de sus
dolores. Su desolada Madre permanecía en continua oración y lo acompañaba
interiormente. Aquel tiste día comenzó para ella con plegarias, lágrimas,
agonías íntimas, en sumisión perfecta a la voluntad divina; ella decía con su
Hijo en el fondo de su Corazón lo que él dijo a su Padre en la agonía del
huerto de los Olivos: Padre, que no se haga mi voluntad sino la tuya.
La noche de la prisión de nuestro redentor en el huerto, los judíos lo llevaron atado, primero a casa de Anás, luego a la de Caifás; allí cansados de burlarse de él y de ultrajarlo de mil modos, se retiró cada uno a su casa. Jesús permaneció prisionero en la misma casa hasta que llegó el día. San Juan Evangelista salió de la casa de Caifás, sea por orden recibida de Nuestro Señor, sea por alguna inspiración divina y se dirigió a la casa de la santa Virgen para informarla de lo sucedido.
¡Oh
Dios! ¿Quién podría expresar las tristezas, dolores y lamentaciones que se
cruzaron entre la Madre de Jesús y su discípulo amado, cuando éste le refería
lo hasta entonces acontecido? Ciertamente los sentimientos y angustias de ambos
fueron indescriptibles. Se hablaba más con el corazón que con los labios, y con
las lágrimas más que con palabras. en especial la santa Virgen porque, como su
inmensa modestia no le permitía palabras ofuscadas, su Corazón sufría lo
inimaginable.
Luego.
viendo llegado el momento de ir a buscar y acompañar a su Hijo único en sus
tormentos, salió de su casa al despuntar el día. imitando al divino Cordero en
el silencio, como oveja muda, bañando el camino con sus lágrimas y enviando al
cielo los ardientes suspiros de su Corazón. Que los devotos de esta Virgen
desolada caminen en adelante por ese camino y la acompañen doloridos en sus
pesares.
Los judíos llevan al Salvador a la casa de Pilatos y de Herodes entre ultrajes y baldones; la afligida Madre no pudo contemplar al Hijo a causa de la multitud y la algazara de la plebe, hasta el momento en que Pilato lo mostró al pueblo, flagelado y coronado de espinas. Fue entonces cuando al oír los gritos del populacho, el tumulto de la ciudad, las injurias y blasfemias de los judíos contra su Hijo, su Corazón padeció dolores inmensos y sus ojos derramaron fervientes lágrimas 1; como ella había puesto en él todo su amor, aunque la presencia de su Hijo era lo que más la afligía, la deseaba por encima de todo. Y es que el amor conoce tales excesos cuando soporta menos la ausencia del ser amado que el dolor, por grande que sea, que le causa su presencia.
Entre
semejantes amarguras y angustias esta santa oveja suspiraba por ver a su divino
Cordero. Finalmente lo vio desgarrado, de la cabeza a los pies, por los
latigazos, con su cabeza traspasada por crueles espinas, con el rostro
amoratado, hinchado, cubierto de sangre y salivazos, con una cuerda al cuello,
las manos atadas. Un cetro de caña en la mano y vestido con un manto de burla.
Él sabía que su Madre estaba allí y ella sabía que su divina Majestad leía los
sentimientos de su corazón, traspasado de dolores no menos inmensos que los que
él llevaba en su cuerpo.
Allí oyó
los falsos testimonios que esgrimían contra él y cómo lo posponían al ladrón y
homicida Barrabás. Allí escuchó millones de voces furibundas que gritaban: ¡Fuera, fuera, crucifícalo!
2. Allí conoció la sentencia de muerte pronunciada contra el autor de la
vida. Ahí vio la cruz en que iba a ser crucificado y cómo, con ella sobre las
espaldas. empezó a caminar hacia el Calvario. Ella, siguiendo sus huellas sangrientas,
banaba el camino con tantas lágrimas como sangre vertía Jesús; también ella,
cargaba con la cruz dolorosísima que sufría en su corazón. como él la llevaba
en sus hombros.
Finalmente
llegó ella al Calvario, acompañada de las santas mujeres que se esforzaban por
consolarla. Pero ella callaba, a imitación del manso Cordero y sufría dolores
inconcebibles al oír los martillazos de los verdugos sobre los clavos que
fijaban a su Hijo en la cruz. Y como estaba tan débil por haber pasado en vela
y llorando toda la noche y por no haber tomado alimento para sostenerse, cuando
vio a aquel que amaba infinitamente más que a sí misma, levantado y clavado en
la cruz, con tan crueles dolores, sin poder prestarle ningún alivio, se desmayó
entre los brazos de quienes la acompañaban como acontece habitualmente en los
excesivos dolores. Sus lágrimas se detuvieron, quedó sin color y temblorosa.
hasta que su Hijo le dio nuevas fuerzas para que lo acompañara hasta la muerte.
Entonces,
vertiendo nuevos torrentes de lágrimas empezó a padecer otro martirio de
dolores a la vista de su Hijo colgado en la cruz. Ello no le impedía ejercer su oficio de mediadora ante
Dios en favor de los pecadores, cooperando a su salvación con su redentor y
ofreciendo por ellos al Padre eterno su sangre, sus sufrimientos y su muerte
con el deseo ardiente de su felicidad eterna. El amor indecible por su
amado Hijo, le hacía temer verlo expirar y morir y, al tiempo, la llenaba de
dolor ver como se prolongaban sus tormentos que no terminarían sino con la
muerte.
También ella deseaba que el Padre celestial suavizara el rigor de su suplicio y asimismo quería conformarse totalmente a las disposiciones de ese Padre adorable. Y así el amor divino hacía nacer en su Corazón un combate en tan contrapuestos deseos y sentimientos que por provenir de ese mismo amor le causaban dolores inexplicables.
La sacratísima Oveja y el divino Cordero se miraban y se entendían el uno al otro y se comunicaban sus dolores que eran tales que sólo podían comprenderlos los corazones del Hijo y de la Madre. Por amarse perfectamente sufrían juntos esos crueles tormentos porque el amor mutuo que se profesaban era la medida de sus dolores. Quienes los consideren no los podrán entender si están lejos de comprender el amor de tal Hijo por su Madre y de tal Madre por su Hijo.
Los pesares de la santa Virgen crecían y se renovaban continuamente con los nuevos ultrajes y tormentos que la rabia de los judíos descargaba sobre su Hijo. ¿Qué dolor sentía al oírle gritar aquellas palabras: ¿Dios mío? Dios mío. porque me has abandonado? l. ¡Qué amargura cuando vio que le daban hiel y vinagre en el ardor de su sed! ¡Oh congoja cuando vio que le traspasaban el Corazón con una lanzada! ¡Qué pesadumbre al recibirlo muerto entre sus brazos! una vez bajado de la cruz! ¡Qué tristeza cuando le arrebataron su santo cuerpo para encerrarlo en el sepulcro! ¡Con qué pesar se retiraría a su casa a esperar la resurrección! ¡Ciertamente esta divina Virgen hubiera preferido sufrir todos los dolores de su Hijo antes que ver cómo padecía! El amor perfecto obra en los corazones que se esfuerzan por imitar a su divino Padre y a su buena Madre el hacerles soportar con gusto sus propias aflicciones y sentir vivamente las del prójimo de manera que les es más fácil sobrellevarlas personalmente que mirar cómo las sufren los demás. Esto hizo nuestro Salvador durante su vida y particularmente en el día de su pasión. Porque sabiendo que Judas lo había vendido demostró mayor tristeza por su condenación (cuando dijo que le hubiera valido mejor no haber nacido) que por los tormentos que iba a sufrir por causa de su traición.
También hizo ver a las mujeres que iban llorando detrás de él cuando llevaba su cruz cómo le eran más sensibles las tribulaciones que ellas y la ciudad de Jerusalén iban a sufrir que todo lo que él padecía. Hijas de Jerusalén -les decía- no lloréis por mí; llorad por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegara el momento en que se diga: Dichosas las estériles, y los vientres que no han dado a luz y los senos que no hall amamantado 2. En el momento mismo en que estaba clavado en la cruz, olvidado de sus propios suplicios, demostró que las necesidades de los pecadores le eran más sensibles que sus propios sufrimientos, cuando pidió a su Padre que los perdonara. El amor que él tiene por sus criaturas le hacía sentir sus males más que los suyos propios. Por eso uno de los mayores tormentos de nuestro Salvador en la cruz, más sensible que sus propios dolores físicos, era ver sumergida en un mar de amarguras a su santa Madre. Tenía por ella más amor que por todas las criaturas juntas. Era ella la mejor de todas las madres, la compañera fidelísima de sus viajes y trabajos. Y por ser inocentísima no merecía esos padecimientos.
Era una Madre que estaba más llena de amor por su Hijo que los corazones de todos los ángeles y santos y la veía padecer tormentos nunca antes conocidos. ¡Cuál no sería la aflicción de ¡esta Madre que tenía ante sus ojos semejante Hijo tan injustamente atormentado y sumergido en un océano de padecimientos sin poder prestarle el menor alivio! Ciertamente es una cruz tan pesada que no hay espíritu capaz de comprenderla. Es una cruz reservada a la gracia, al amor y a las virtudes heroicas de una Madre de Dios.
Una gran verdad.
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