NOTA. Esta hermosa carta de San Bernardo enaltece a la orden templaria en su noble misión de defender los lugares santos de los sarracenos o musulmanes y, a la vez, es un testimonio contra sus detractores tanto de aquel tiempo como del actual.
Pero ahora
esta carta puede ir dirigida a nosotros católicos del siglo XXI que, en medio
de la gran confusión, vivimos el misterio de iniquidad en carne propia y,
quienes queremos ser conformes a la doctrina de Nuestro Señor Jesucristo,
fieles defensores de la fe, de la Iglesia fundada por nuestro Señor Jesucristo
y fieles devotos de su Santísima Madre, debamos tomar las palabras de San
Bernardo como dirigidas a nosotros o la “pusilus grex” en medio de esta
vergonzosa apostasía general.
Que las exhortaciones
del Santo Abad caigan como aceite divino e impregnen nuestra adolorida alma y
alegren nuestros alicaídos corazones tan deprimidos por los tiempos actuales
que no son para nada buenos.
Libro a los caballeros
templarios
Elogio de la nueva milicia
Prólogo
Bernardo, abad de Claraval, pero sólo
de nombre, a Hugo, caballero de Jesucristo y gran maestre de la milicia de
Cristo: que pueda librar una buena batalla.
Me pediste una, dos y hasta tres veces,
si no me engaño, querido Hugo, que escribiera un sermón exhortatorio para ti y
tus caballeros. Como no me era permitido servirme de la lanza contra los
insultos de los enemigos, deseaste, al menos, que blandiese mi lengua y mi
ingenio contra ellos, asegurándome que te proporcionaría una no pequeña ayuda
si animaba con mi pluma a los que no podía animar por el ejercicio de las
armas. Tardé un poco en responder, no porque tuviese poco respeto hacia el
encargo que me habías hecho, sino por el temor a que me acusasen de
precipitación y ligereza si emprendía, con mi impericia acostumbrada, lo que
otro más ilustrado que yo podría cumplir con mayor éxito, y que no debía entrometerme
en un asunto de tanto interés y tan vital, para que al final saliese algo mucho
menos provechoso. Pero después de esperar en vano tanto tiempo, resuelvo hacer
lo que pueda, temiendo crean que me falta voluntad más que incapacidad: el
lector juzgará si adelanto o no en la empresa. Si lo que he escrito no agrada o
no es suficiente para alguien, no tiene importancia, pues, en el ámbito de mi
conocimiento, hice lo que pude para satisfacer tus deseos.
I. Sermón exhortatorio a los caballeros
templarios.
1. Corre por el mundo la noticia de que
no hace mucho nació un nuevo género de caballeros en aquella región en la que
el Oriente que nace de lo alto, hecho visible en la carne, honró con su
presencia, para exterminar, en el mismo lugar donde lo puso Él, con la fuerza
de su brazo, a los príncipes de las tinieblas, a sus infelices ministros, que
son hijos de la infidelidad, disipándolos por el valor de estos bravos
caballeros, realizando aun hoy en día la redención de su pueblo y suscitándonos
una fuerza de salvación en la casa de David, su siervo. Éste es, vuelvo a
decir, el nuevo género de milicia no conocido en siglos pasados; en el cual se
dan a un mismo tiempo dos combates con un valor invencible: contra la
carne y la sangre y contra los espíritus de la malicia que están esparcidos por
el aire. La verdad, creo que no es original ni excepcional resistir
generosamente a un enemigo terrenal sólo con la fuerza de las armas, como
tampoco es extraordinario, aunque sea loable, hacer la guerra a los vicios o a los
demonios con la virtud del espíritu, pues se ve todo el mundo lleno de monjes
que están continuamente en ese ejercicio. Pero, ¿quién no se asombrará
por cosa tan admirable y tan poco usual como ver a uno y otro hombre ciñéndose
cada uno la espada y noblemente revestido con el cíngulo? Ciertamente,
este soldado es intrépido y está seguro por todas partes; su espíritu
está armado con la armadura de la fe, igual que su cuerpo de coraza de hierro. Estando
fortalecido con estas dos clases de armas, no teme ni a los demonios ni a los
hombres. Yo digo más, no teme la muerte porque desea morir.
Y, en efecto, ¿qué puede hacer
temer, sea viviendo o muriendo, a quien encuentra su vida en Jesucristo y su
recompensa en la muerte? Es cierto que combate con confianza y con
ardor por Jesucristo; pero aún desea más morir y estar con Jesucristo, porque
esto es la cosa mejor. Marchad, pues, valerosos caballeros, firmes y con coraje
intrépido cargad contra los enemigos de la cruz de Cristo, seguros de que ni la
muerte ni la vida os podrán separar del amor de Dios, que está Cristo Jesús; y
en el momento del peligro repetid en vuestro interior: Vivamos o muramos, somos
de Dios. ¡Con cuánta gloria vuelven los que vencieron en una batalla! ¡Qué
felices mueren estos mártires en el combate! Regocíjate, gallardo atleta, de
vivir y de vencer en el Señor; pero regocíjate aún más si mueres y te unes
íntimamente al Señor. Sin duda, tu vida es fecunda y gloriosa tu
victoria; pero una santa muerte debe ser considerada más noble. Porque, “si los
que mueren en el Señor son bienaventurados”, ¿cuánto más lo serán los que
mueren por el Señor? 2. La verdad, de cualquier modo, que se muera, sea en el
lecho, sean en la guerra, la muerte de los santos será siempre preciosa delante
de Dios; pero la que ocurre en la guerra es tanto más preciosa cuanto mayor es
la gloria que la acompaña. ¡Qué seguridad hay en la vida con la conciencia
pura! ¡Qué seguridad, repito, hay en la vida que aguarda la muerte sin temor
alguno, que la desea con dulce tranquilidad y la acepta con devoción! Santa y
firme es esta milicia porque está exenta de este doble peligro en el que se
encuentra el género humano que no tiene a Cristo por fin de sus combates.
Tantas veces como entras en la pelea,
tu, que combates en las filas de una milicia profana, debes temer matar a tu
enemigo corporalmente y a ti mismo espiritualmente o quizás que él te pueda
matar a ti en cuerpo y alma. La derrota o la victoria del cristiano se debe
valorar no por la fortuna en el combate, sino por los sentimientos del corazón.
Si el motivo por el cual se combate es
justo, el resultado de la batalla no puede ser malo; pero tampoco se puede
considerar como un éxito su resultado final cuando no está precedido de una
buena causa y una justa intención. Si, con la voluntad de matar a tu enemigo,
tú mismo quedas tendido, mueres como si fueras un homicida; y, si quedas
vencedor y matas a alguien por desear triunfar o por venganza, vives homicida.
Pues, mueras o vivas, victorioso o vencido, de ningún modo es ventajoso ser
homicida.
Desgraciada victoria la que te hace
sucumbir al pecado al mismo tiempo que vencer a un hombre. En vano presumes de
haber vencido a tu enemigo cuando la ira y el orgullo te vencieron a ti. Hay
otros que matan a un hombre no por el ansia de la venganza ni por la arrogancia
del triunfo, sino sólo por librarse del peligro. Pero ni en este caso le
llamaría yo una buena victoria, porque de dos males, es más leve morir en el
cuerpo que en el alma. No porque el cuerpo perezca muere el alma; al contrario,
sólo el alma que peca morirá.
Cruz templaria
3. ¿Cuál es el fin y el fruto, no digo
de esta milicia, sino de esta malicia del siglo, cuando aquel que mata peca
mortalmente y aquel que muere perece por una eternidad? Por servirme de
palabras del Apóstol: Aquel que trabaja, debe trabajar en la esperanza
de la recolección, y aquel que siembra grano, debe hacerlo en la esperanza de
gozar de su fruto. Decidme, soldados: ¿qué ilusión espantosa es esta y
que insoportable furor combatir con tantas fatigas y gastos sin otro jornal que
el de la muerte o del crimen? Cubrís los caballos de bellas ropas de seda,
forráis las corazas con ricas telas que cuelgan de ellas, pintáis las picas,
los escudos y las guardas, lleváis las bridas de los caballos y las espuelas
cubiertas de oro, de plata y de pedrería, y con toda esa pompa brillante os
precipitáis a la muerte con vergonzoso furor y con una estupidez que no tiene
el menor miramiento. ¿Son estos arreos militares, o puros adornos
femeninos? ¿O pensáis que la espada del enemigo se va a amedrentar por
el oro que lleváis, que os preservará la pedrería y que no será capaz de
traspasar esas telas de seda? En fin, yo juzgo, y sin duda vosotros lo
experimentaréis con bastante frecuencia, que hay tres cosas que son enteramente
necesarias a un combatiente: que el soldado sea fuerte, hábil y
precavido para defenderse, que tenga total libertad de movimientos en su cuerpo
para poder desplazarse por todos los lados, y decisión para cargar. Vosotros,
por contra, mimáis la cabeza como las damas, lleváis grandes cabelleras que
constituyen un obstáculo para la vista; embarazáis las piernas con vuestros
largos vestidos, envolvéis vuestras tiernas y delicadas manos con grandes
manoplas. Pero, sobre todo, y es lo que debe turbar más la conciencia de un
soldado, es que las razones por las que se emprenden guerras tan peligrosas son
ligeras y fútiles. Porque lo que suscita los combates y las querellas entre
vosotros no es, en la mayor parte de las veces, sino una cólera irrefrenable, un
afán de vanagloria o la avaricia de poseer cualquier territorio. Por motivos de
tal género no vale la pena matar o exponerse a ser vencido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario