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miércoles, 5 de mayo de 2021

«Soy yo, el acusado, quien tendría que juzgaros» Mons. Marcel Lefebvre

 


PRIMERA PARTE DOCUMENTOS PONTIFICIOS SOBRE LA MASONERIA

 

CAPÍTULO 2

Encíclica Quo graviora

del Papa León XII

sobre la Masonería

(13 de marzo de 1826)

 

La encíclica Quo graviora, publicada por el Papa León XII el 13 de marzo de 1826 y que trata sobre la Masonería, tiene la particularidad de contener el texto completo de los documentos publicados por los Papas precedentes, principalmente la carta de Clemente XII (1738), la de Benedicto XIV (1751) y la de Pío VII (1821), con lo que vemos que desde 1738, es decir, desde hacía ya un siglo, los Papas ya habían denunciado las sociedades secretas y lo siguieron haciendo después de León XII. Este Papa quiso volver a poner estos textos ante los ojos de los obispos y fieles porque, por desgracia, no se había hecho bastante caso a las advertencias que contenían y estas sociedades se desarrollaban cada día más.

Quo graviora empieza así:

«Cuanto más graves son los males que aquejan a la grey de Jesucristo nuestro Dios y Salvador, tanto más deben cuidar de librarla de ellos los Pontífices romanos, a quienes, en la persona de Pedro príncipe de los Apóstoles, se confió la solicitud y el poder de apacentarla».

Recuerda, pues, la principal obligación que tiene el Papa, encargado de conducir el rebaño: señalarle los peligros que le rodean.

«Corresponde pues a los Pontífices, como a los que están puestos por primeros centinelas para seguridad de la Iglesia, observar desde más lejos los lazos con que los enemigos del nombre cristiano procuran exterminar la Iglesia de Jesucristo, a lo que nunca llegarán, e indicar estos lazos a fin de que los fieles se guarden de ellos y pueda la autoridad neutralizarlos y aniquilarlos».

Insisto: el Papa no vacila en decir: “¡Esas sectas amenazan a la Iglesia!”, es decir: “quieren la ruina completa de la Iglesia”. Y continúa:

«No sólo se encuentra esta solicitud de los Sumos Pontífices en los antiguos anales de la cristiandad, sino que brilla todavía en todo lo que en nuestro tiempo y en el de nuestros padres han estado haciendo constantemente para oponerse a las sectas clandestinas de los culpables, que en contradicción con Jesucristo, están prontos a toda clase de maldades».

En ese momento introduce la carta de Clemente XII:

«Cuando nuestro predecesor, Clemente XII, vio que echaba raíces y crecía diariamente la secta llamada de los francmasones, o con cualquier otro nombre, conoció por muchas razones que era sospechosa y completamente enemiga de la Iglesia católica, y la condenó con una elocuente consti-tución expedida el 28 de abril de 1738, la cual comienza: In eminenti ».

Clemente XII: excomunión de los masones

La carta de Clemente XII dice:

«Habiéndonos colocado la Divina Providencia, a pesar de nuestra indignidad, en la cátedra más elevada del Apostolado, para velar sin cesar por la seguridad del rebaño que Nos ha sido confiado, hemos dedicado todos nuestros cuidados, en lo que la ayuda de lo alto Nos ha permitido, y toda nuestra aplicación ha sido para oponer al vicio y al error una barrera que detenga su progreso, para conservar especialmente la integridad de la religión ortodoxa, y para alejar del Universo católico en estos tiempos tan difíciles, todo lo que pudiera ser para ellos motivo de perturbación».

¡Qué claros y sencillos eran en otro tiempo los Papas! Decían: “Somos los pastores y tenemos que

proteger al rebaño”. ¿Contra qué? “Contra los errores y contra los vicios; por esto, denunciamos los vicios y los errores, y proclamamos la verdad del Evangelio”. No podía ser más claro. Con tales pastores, que no tenían miedo en decir: “¡Cuidado! ¡Evitad tal o cual cosa! ¡Aquí hay peligro! ¡Seguid la verdad de la Iglesia!, etc.”, se sentía seguridad. Ahora, después del Papa Juan XXIII, ya no sentimos esto. Antes de él, en 1950, Pío XII había escrito la Humani generis, una encíclica fuerte y magnífica contra los errores de los tiempos modernos, pero desde entonces parece como si ya no hubiera errores o como si en los mismos errores hubiese elementos de verdad. Con esa porcioncita de verdad aparente, la gente se traga el error que la recubre y el rebaño se envenena… Volvamos a Clemente XII:

«Nos hemos enterado, y el rumor público no nos ha permitido ponerlo en duda, que se han formado, y que se afirmaban de día en día, centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos, que bajo el nombre de Liberi Muratori o Francmasones o bajo otra denominación equivalente, según la diversidad de lengua, en las cuales eran admitidas indiferentemente personas de todas las religiones, y de todas las sectas, que con la apariencia exterior de una natural probidad, que allí se exige y se cumple, han establecido ciertas leyes, ciertos estatutos que las ligan entre sí, y que, en particular, les obligan bajo las penas más graves, en virtud del juramento prestado sobre las sagradas Escrituras, a guardar un secreto inviolable sobre todo cuanto sucede en sus asambleas».

Esta definición es maravillosa. Primeramente, son: hombres «de todas las religiones», con una «apariencia exterior de una natural probidad» —es decir de filantropía—, haciéndose pasar por amigos del pueblo, del progreso, de la sociedad… lo mismo que hoy. Entre ellos siempre hay un pacto secreto que les compromete, bajo penas graves —hasta la muerte, como después se supo— a un silencio inviolable. Es imposible saber exactamente qué se trama en estas sociedades; el secreto es absoluto. Los Papas insisten en este hecho: lo que se realiza de este modo sólo puede ser malo, pues si hicieran cosas buenas no habría motivos para no hacerlas a la luz del día.

Clemente XII enuncia luego las acusaciones de la Iglesia contra estas sociedades. En primer lugar, las sospechas que nacen en la mente de los fieles:

«Pero como tal es la naturaleza humana del crimen que se traiciona a sí mismo, y que las mismas precauciones que toma para ocultarse lo descubren por el escándalo que no puede contener, esta sociedad y sus asambleas han llegado a hacerse tan sospechosas a los fieles, que todo hombre de bien las considera hoy como un signo poco equívoco de perversión para cualquiera que las adopte. Si no hiciesen nada malo no sentirían ese odio por la luz».

El Papa se apoya en cierta opinión pública: los fieles prudentes y personas honradas juzgan que algo malo sucede en estas sociedades.

«Por ese motivo, desde hace largo tiempo, estas sociedades han sido sabiamente proscritas por numerosos príncipes en sus Estados, ya que han considerado a esta clase de gente como enemigos de la seguridad pública».

En aquel tiempo, por supuesto, los Estados eran católicos y los príncipes decidieron prohibir las sociedades secretas. Como vemos, el Papa funda su juicio en lo que sabe a través de personas que están en contacto con estas sociedades, y así proclama:

«Después de una madura reflexión sobre los grandes males que se originan habitualmente de esas asociaciones, siempre perjudiciales para la tranquilidad del Estado y la salud de las almas, y que, por esta causa, no pueden estar de acuerdo con las leyes civiles y canónicas; instruidos por otra parte, por la propia palabra de Dios, que en calidad de servidor prudente y fiel, elegido para gobernar el rebaño del Señor, debemos estar continuamente alerta contra la gente de esta especie, por miedo a que, a ejemplo de los ladrones, asalten nuestras casas, y al igual que los zorros se lancen sobre la viña y siembren por doquier la desolación, es decir, el temor a que seduzcan a la gente sencilla y hieran secretamente con sus flechas los corazones de los simples y de los inocentes.

Finalmente, queriendo detener los avances de esta perversión y prohibir una vía que daría lugar a dejarse ir impunemente a muchas iniquidades, y por otras varias razones de Nos conocidas, y que son igualmente justas y razonables; después de haber deliberado con nuestros venerables hermanos los cardenales de la santa Iglesia romana, y por consejo suyo, así como por nuestra propia iniciativa y conocimiento cierto, y en toda la plenitud de nuestra potencia apostólica, hemos resuelto condenar y prohibir, como de hecho condenamos y prohibimos, los susodichos centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos de francmasones o cualquiera que fuese el nombre con que se designen, por esta nuestra presente Constitución, valedera a perpetuidad.

Por todo ello, prohibimos muy expresamente y en virtud de la santa obediencia, a todos los fieles, sean laicos o clérigos, seculares o regulares… que entren por cualquier causa y bajo ningún pretexto en tales centros, reuniones, agrupaciones, agregaciones o conventículos antes mencionados, ni favorecer su progreso, recibirlos u ocultarlos en sus casas, ni tampoco asociarse a los mismos, ni asistir, ni facilitar sus asambleas, ni proporcionarles nada, ni ayudarles con consejos, ni prestarles ayuda o favores en público o en secreto, ni obrar directa o indirectamente por sí mismo o por otra persona, ni exhortar, solicitar, inducir ni comprometerse con nadie para hacerse adoptar en estas sociedades, asistir a ellas ni prestarles ninguna clase de ayuda o fomentarlas; les ordenamos, por el contrario, abstenerse completamente de estas asociaciones o asambleas, bajo la pena de excomunión…»

Tal es el primer documento. Clemente XII se inquietaba por las acciones secretas que llevaban a cabo estas sociedades, y por eso excomulgó a los que asistían a sus reuniones.

Sin embargo, esta carta —podemos decir esta bula— de 1738, no fue suficiente:

«Muchos decían que no habiendo confirmado expresamente Benedicto XIV las letras de Clemente XII, muerto pocos años antes, no subsistía ya la pena de excomunión».

Esto le hizo decir a León XII:

«No parecieron suficientes todas estas precauciones a Benedicto XIV, también predecesor nuestro de venerable memoria».

Benedicto XIV: luchar contra el indiferentismo

«Era seguramente absurdo pretender que se reducían a nada las leyes de los Pontífices anteriores, al no ser expresamente aprobadas por los sucesores; por otra parte era manifiesto que la Constitución de Clemente XII había sido confirmada por Benedicto XIV diferentes veces. Con todo eso, pensó Benedicto XIV que debía privar a los sectarios de tal argucia mediante la nueva Constitución expedida el 18 de mayo de 1751… y que comienza Providas».

León XII se refiere a este segundo documento. Primeramente, Benedicto XIV explica por qué ha juzgado oportuno confirmar el acto de su predecesor:

«Nuestro predecesor, Clemente XII, de gloriosa memoria… en 1738, el octavo de su Pontifica-do… ha condenado y prohibido a perpetuidad ciertas sociedades llamadas comúnmente de los Francmasones… prohibiendo a todos los fieles de Jesucristo, y a cada uno en particular, bajo pena de excomunión, que se incurre en el mismo acto y sin otra declaración, de la cual nadie puede ser absuelto a no ser por el Sumo Pontífice… Pero como se ha visto, y Nos hemos sabido, que no exis-te temor de asegurar y publicar que la mencionada pena de excomunión dada por nuestro predece-sor, no tiene ya vigencia… y como también algunos hombres piadosos y temerosos de Dios Nos han insinuado que, para quitarle toda clase de subterfugios a los calumniadores y para poner de manifiesto la uniformidad de Nuestra intención con la voluntad de Nuestro Predecesor, es necesario acompañar el sufragio de Nuestra confirmación a la Constitución de Nuestro mencionado predece-sor…»

Vemos cómo el Papa confirma con claridad lo que había dicho Clemente XII, aunque luego da al-gunas razones suplementarias que hay que estudiar, puesto que las precisa con mucha claridad. En la primera, repite con fuerza lo que ya había advertido Clemente XII: «...que, en esta clase de sociedades, se reúnen hombres de todas las religiones y de toda clase de sectas...»

Y Benedicto XIV añade:

«...de lo que puede resultar evidentemente cualquier clase de males para la pureza de la religión católica».

Hay que recordar que los Papas han luchado siempre contra el indiferentismo: el error que consiste en decir que todas las religiones son buenas, que cada persona puede tener la suya y que no hay que poner la católica por encima de las demás. Esto contradice a la verdad católica. Un católico no lo puede aceptar. Por esto los Papas han luchado siempre contra estas reuniones denominadas “interconfesionales”, sindicatos o congresos en los que se da la impresión de que todas las religiones son iguales y que ninguna tiene más valor que las demás. Es algo absolutamente contrario a nuestra fe.

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