Nota. “En tiempos críticos y angustiosos ha sido siempre el principal y solemne cuidado do los católicos refugiarse bajo la égida de María y ampararse a su maternal bondad” (S. S. León XIII) Tiempos muy críticos sin duda son los que pasamos en estos momentos muy próximos a la tan temida III Guerra mundial, pues ya estamos en la antesala de ella.
Lo confirman, por desgracia los
siguientes puntos muy calientes: Ucrania contra Rusia, China contra Taiwán, Irán
y Gaza contra Israel y la O. T. A. N. contra Rusia y China, entre otras
conflagraciones mundiales.
Aunque ya lo haya editado en otro
tiempo, vuelvo a hacerlo por la necesidad imperante de recurrir de nuevo a
Nuestra Señora por el bien de la Iglesia que padece un feroz acoso de la herejía
modernista culpable de todo cuanto acontece mundialmente, de las familias y de
nuestras almas, ¡Por favor recemos el santo rosario más que nunca!
EL apostolado
supremo que Nos está confiado y las circunstancias difíciles por que
atravesamos, Nos advierten a cada momento o imperiosamente Nos empujan a velar
con tanto más cuidado por la integridad de la Iglesia cuanto mayores son las
calamidades que la afligen.
Por esta
razón, a la vez que Nos esforzamos cuanto es posible en defender por todos los
medios los derechos de la Iglesia y en prevenir y rechazar los peligros que la
amenazan y asedian, empleamos la mayor diligencia en implorar la asistencia de Dios
divinos socorros, con cuya única ayuda pueden tener buen resultado Nuestros
afanes y cuidados.
Y creemos
que nada puede conducir más eficazmente a este fin como hacernos propicia con
la práctica de la religión y la
piedad a la gran Madre de Dios, la Virgen Mana, que es la que puede
alcanzarnos la paz y dispensarnos la gracia, colocada como está por su Divino
Hijo en la cúspide de la gloria y del poder, para ayudar con el socorro de su protección
a los hombres que en medio de fatigas y peligros se encaminan a la Ciudad
Eterna.
Por
esto, y próximo ya el solemne aniversario que recuerda los innumerables y
cuantiosos beneficios que ha reportado al pueblo cristiano la devoción del Santo
Rosario de María, Nos queremos que en el corriente año esta devoción sea objeto
de particular atención en el mundo católico a fin de que por la intercesión de
la Virgen Madre obtengamos de su Divino Hijo venturoso alivio y término a
nuestros males.
Por lo
mismo hemos pensado, Venerables Hermanos, dirigiros
estas
letras, a fin de que, conocido Nuestro propósito excitéis con vuestra autoridad
y con vuestro celo la piedad de los pueblos para que cumplan con él
esmeradamente.
En tiempos críticos
y angustiosos ha sido siempre el principal
y
solemne cuidado do los católicos refugiarse bajo la égida de María y ampararse a
su maternal bondad; lo cual demuestra que la Iglesia católica ha puesto
siempre y con razón en la Madre de Dios toda su confianza. En efecto, la Virgen,
exenta de la mancha original, escogida para ser Madre de Dios y asociada por lo
mismo a la obra de la salvación del género humano, goza cerca de su Hijo de un
favor y de un poder tan grande que nunca han podido ni podrán obtenerlo igual
ni los hombres ni los Ángeles. Así, pues, ya que les es sobremanera dulce y
agradable conceder su socorro y asistencia a cuantos la pidan, desde luego es
de esperar que acogerá cariñosa las preces que le dirija la Iglesia universal.
Mas esta
piedad, tan grande y tan llena de confianza en la Reina de los Cielos, nunca ha
brillado con más resplandor que cuando la violencia de los errores, el
desbordamiento de las costumbres, o los ataques de adversarios poderosos, han parecido
poner en peligro la Iglesia de Dios.
La
historia, antigua y moderna y los fastos más memorables de la Iglesia recuerdan
las preces públicas y privadas dirigidas a la Virgen Santísima, como los
auxilios concedidos por Ella; e igualmente en muchas circunstancias la paz y
tranquilidad pública, obtenidas por su intercesión. De ahí esos excelentes
títulos de Auxiliadora, Bienhechora y Consoladora de los cristianos; Reina de
los ejércitos y Dispensadora de la Vitoria y de la paz, con que se la ha
saludado.
Entre
todos títulos es muy especialmente digno de mención el del Santísimo Rosario,
por el cual han sido consagrados perpetuamente los insignes beneficios que le
debe la cristiandad.
Ninguno
do vosotros ignoráis, Venerables Hermanos, cuántos sinsabores y amarguras
causaron a la Santa Iglesia de Dios a fines del siglo XII los heréticos Albigenses, que, nacidos de la secta de los
últimos Maniqueos, llenaron de sus perniciosos
errores el Mediodía de Francia, y todos los demás países del mundo latino, y
llevando a todas partes el terror de sus armas, extendían por doquiera su
dominio con el exterminio y la muerte.
Contra
tan terribles enemigos, Dios suscitó en su misericordia al insigne Padre y
fundador de la Orden de los Dominicos.
Este
héroe, grande por la integridad de su doctrina, por el ejemplo de sus virtudes
y por sus trabajos apostólicos, se esforzó en pelear contra los enemigos de la
Iglesia católica, no con la fuerza ni con las armas, sino con la más acendrada
fe en la devoción del Santo Rosario, que él fue el primero en propagar, y que
sus hijos han llevado a los cuatro ángulos del mundo. Preveía, en efecto, por inspiración divina, que esa devoción pondría en
fuga, como poderosa máquina de guerra, a los enemigos, y confundiría su audacia
y su loca impiedad. Así lo justificaron los hechos. Gracias a este modo do
orar, aceptado, regularizado y puesto en práctica por la Orden de Santo
Domingo, principiaron a arraigarse la piedad, la fe y la concordia, y quedaron
destruidos los proyectos y artificios de los herejes; muchos extraviados volvieron
al recto camino y el furor de los impíos fue refrenado por las armas católicas
empuñadas para resistirles.
La
eficacia y el poder de esa oración se experimentaron en el siglo XVI, cuando
los innumerables ejércitos de los turcos estaban en vísperas de imponer el yugo
de la superstición y de la barbarie a casi toda Europa. Con este motivo el
Soberano Pontífice Pío V, después de reanimar en todos los Príncipes cristianos
el sentimiento de la común defensa, trató en cuanto estaba a su alcance de
hacer propicia a los cristianos a la Todopoderosa Madre de Dios y de atraer
sobre ellos su auxilio, invocándola por medio del Santísimo Rosario. Este noble
ejemplo que en aquellos días se ofreció a tierra y cielo, unió todos los ánimos
y persuadió a todos los corazones; de suerte que los fieles cristianos
decídalos a derramar su sangre y a sacrificar su vida para salvar a la religión
y a la patria, marchaban sin tener en cuenta su número al encuentro de las fuerzas
enemigas reunidas no lejos del golfo de Corinto: mientras los que no eran aptos
para empuñar las armas, cual piadoso ejemplo de suplicantes, imploraban y
saludaban a María, repitiendo las formulas del Rosario y pedían el triunfo de
los combatientes.
La
Soberana Señora así rogada, oyó muy luego sus preces, pues, empeñado el combate
naval en las islas Echinadas, la escuadra de los cristianos, reportó, sin
experimentar grandes bajas, una insigne victoria y aniquiló á las fuerzas
enemigas.
Por este
motivo, el mismo Santo Pontífice, en agradecimiento a tan señalado beneficio,
quiso que se consagrase con una fiesta en honor de María de las Victorias en recuerdo de ese memorable combate, y después
Gregorio XIII sancionó dicha festividad con el nombre del Santo Rosario.
Asimismo,
en el siglo último alcanzáronse importantes victorias sobre los turcos en Tenesvar,
Hungría y Corfú, las cuales se obtuvieron en días consagrados a la Santísima Virgen,
y terminadas las preces públicas del Santísimo Rosario. Esto inclinó a Nuestro
predecesor Clemente XI a decretar para la Iglesia universal la festividad del
Santísimo Rosario.
Así,
pues, una vez demostrado que esta fórmula do orar es agradable a la Santísima
Virgen y tan propia para la defensa de la Iglesia y del pueblo cristiano, como
para atraer toda suerte de beneficios públicos y particulares, no es de admirar
que varios de Nuestros predecesores se hayan dedicado a fomentarla y
recomendarla con especiales elogios.
Urbano
IV aseguró que
el Rosario proporcionaba todos los días ventajas al pueblo cristiano; Sixto V dijo que este modo de orar cede en mayor honra y
gloria de Dios, y que es muy conveniente para conjurar los peligros
que, amenazan al mundo; León X declaró que se había instituido contra los heresiarcas y las
perniciosas herejías, y Julio III le apellidó loor de la Iglesia.
San Pío V dijo también del Rosario que con la propagación de estas preces los fieles principiaron a enfervorizarse
en la oración y que llegaron a ser hombres distintos de lo que antes eran; que
las tinieblas de la herejía, se disiparon, y que la luz de la fe brilló en su
esplendor. Por último, Gregorio XIII declaró que Santo Domingo había
instituido el Rosario para
apaciguar la cólera de Dios e implorar la intercesión de la bienaventurada
Virgen María.
Inspirado
Nos en este pensamiento y en los ejemplos de Nuestros predecesores hemos creído
oportuno establecer preces solemnes, elevándolas a la Santísima Virgen en su Santo
Rosario, para obtener de Jesucristo igual socorro contra los peligros que nos
amenazan. Ya veis, Venerables Hermanos, las difíciles pruebas a que todos los días
está expuesta la Iglesia; la piedad cristiana, la moralidad pública, la fe
misma, que es el bien supremo y el principio de todas las virtudes, todo está amenazado
cada día de los mayores peligros.
No sólo
sabéis cuán difícil es esta situación y cuánto sufrimos por olla, sino que
también vuestra piedad os hace experimentar con Nos amarguras; pues es muy
doloroso y lamentable ver a tantas almas rescatadas por Jesucristo, arrancadas a
la salvación por el torbellino de un siglo extraviado y precipitadas en el
abismo y en la muerte eterna.
En
nuestros tiempos tenemos tanta necesidad del auxilio divino como en la época en
que el gran Domingo levantó el estandarte del Rosario de María, a fin de curar
los males de su época. Ese gran Santo, iluminado por la luz celestial, entrevió
claramente que, para curar a su siglo, ningún remedio podía ser tan eficaz como
el atraer a los hombres a Jesucristo, que es el
camino, la verdad y la vida, impulsándoles a dirigirse a la Virgen, a
quien está concedido el poder de destruir todas las
herejías.
La
fórmula del Santo Rosario la compuso de tal manera Santo Domingo, que en ella se
recuerdan por su orden sucesivo los misterios de nuestra salvación, y en este
asunto de meditación está mezclada y como entrelazada con la Salutación angélica
una oración jaculatoria a Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Nos, que
buscamos un remedio a males parecidos, tenemos derecho a creer que, valiéndonos
de la misma oración que sirvió a Santo Domingo para hacer tanto bien, podremos
ver desaparecer asimismo las calamidades que afligen a nuestra época.
Por lo
cual no sólo excitamos vivamente todos los cristianos a dedicarse pública o
privadamente y en el seno de sus familias a recitar el Santo Rosario y a perseverar
en este santo ejercicio, sino que queremos que el mes de octubre de este año
se consagre enteramente a la Reina del Rosario. Decretamos
por lo mismo y ordenamos que en todo el orbe católico se celebre solemnemente
en el ano comente con esplendor y con pompa la festividad del Rosario, y que desde
el primer día del mes de octubre próximo hasta el segundo día del mes de
Noviembre se rece en todas las Iglesias curiales y si los ordinarios juzgan
oportuno, en otras iglesias y capillas a la Santísima Virgen, al menos cinco
misterios del Rosario, añadiendo las letanías lauretanas. Deseo, así mismo que
el pueblo concurra a estos ejercicios piadosos, y que, o se celebre en ellos el
santo sacrificio de la Misa, o se exponga el Santísimo Sacramento a la
adoración de los fieles, y se dé luego la bendición con el mismo. Será también
de Nuestro agrado que las cofradías del Santísimo Rosario de María lo canten procesionalmente
por las calles conforme a la antigua costumbre.
Y donde
por razón de las circunstancias esto no fuere posible, procúrese substituir con
la mayor frecuencia a los templos y con el aumento de las virtudes cristianas.
En
gracia de los que practicaren lo que queda dispuesto, y para animar a todos,
abrimos los tesoros de la Iglesia, y a cuantos asistieren en el tiempo antes
designado a la recitación pública del Rosario y las Letanías, y oraren conforme
a nuestra intención, concedemos siete altos y siete cuarentenas de indulgencias
por cada vez. Y de la misma gracia queremos
que gocen los que legítimamente impedidos de hacer en público dichas preces,
los hicieren privadamente.
Y a
aquellos que en el tiempo prefijado practicaren al menos diez veces en
público, o en secreto si públicamente por justa causa, no pudieren, las
indicadas preces, y purificada debidamente su alma, se acercaren a la Sagrada
Comunión, les
dejamos
libres de toda expiación y de fodapena en forma de indulgencia plenaria.
Concedemos
también plenísima remisión de sus pecados a aquellos que, sea en el día de la
fiesta del Santísimo Rosario, sea en los ocho días siguientes, purificada su
alma por medio de la confesión se acercaren a la Sagrada Mesa y rogaren en
algún templo, según nuestra intención, a Dios y a la Santísima Virgen, por las
necesidades de la Iglesia.
¡Obrad,
pues, Venerables Hermanos! Cuanto más os intereséis por honrar a María y por
salvar a la sociedad humana, más debéis dedicaros a alentar la piedad de los fieles
hacía la Virgen Santísima, aumentando su confianza en ella.
Nos
consideramos que entra en los designios providenciales el que en estos tiempos
de prueba p a r a la Iglesia florezca más que nunca en la inmensa mayoría del
pueblo cristiano el culto de la Santísima Virgen.
Quiera
Dios que excitadas por nuestras exhortaciones é inflamadas por vuestros
llamamientos las naciones cristianas, busquen, con ardor cada día mayor, la
protección de María: que se acostumbren cada vez más al rezo del Rosario, a este
culto que nuestros antepasados tenían el hábito de practicar, no sólo como
remedio siempre presente a sus necesidades, sino como noble adorno de la piedad
cristiana. La celestial Patrona del género humano escuchará osas preces y
concederá fácilmente a los buenos el favor de ver acrecentarse sus virtudes, y a
los descarriados el de volver al bien y entrar de nuevo en el camino de
salvación. Ella obtendrá que el Dios vengador de los crímenes, inclinándose á la
clemencia y a la misericordia, restituya al orbe cristiano y a la sociedad,
después do. desviado para lo sucesivo todo peligro, el tan apetecible sosiego.
Alentado
por esta esperanza Nos suplicamos a Dios por la intercesión de Aquella en quien
ha puesto la plenitud de todo bien, y le rogamos con todas nuestras fuerzas,
que derrame abundantemente sobre vosotros, Venerables Hermanos, sus celestiales
favores. Y como prenda de nuestra benevolencia, os damos de todo corazón, a
vosotros, a vuestro clero y a los pueblos confiados a vuestros cuidados la
bendición apostólica.
Dado en
San Pedro de Roma, el 1." De septiembre de 1883,
año
sexto de Nuestro Pontificado.
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