El
escrúpulo no es la delicadeza de conciencia, es tan sólo su falsificación. Una
conciencia delicada y bien formada no confunde la imperfección con el pecado,
ni el pecado venial con el mortal; juzga con sano juicio de todas las cosas, y
es tanto lo que ama a Dios, que en nada quiere desagradarle; tiene tanto celo
por la perfección, que quiere evitar hasta la menor falta: está, pues, formada
de luz, de amor y de generosidad. El escrúpulo, por el contrario, se funda en
la ignorancia, el error, o una desviación de juicio, es el fruto de un espíritu
turbado, y exagera las obligaciones y las faltas, viéndolas donde no las hay.
Por el contrario, le sucede con harta frecuencia desconocer las que realmente
existen, pudiendo darse el caso de ser escrupuloso en determinada materia hasta
lo ridículo, y ancho de conciencia en otra hasta la desedificación.
El
escrúpulo es el azote de la paz interior. El alma atacada de este mal es
esclava de un dueño intratable, y no habrá paz para ella. «Sus más ligeras
faltas -dice el P. Ambrosio de Lombez- serán crímenes, sus mejores acciones
estarán mal hechas, sus deberes no serán cumplidos; y, después que el alma
hubiere revuelto mil y mil veces todo esto, este tirano del reposo no estará
más satisfecho que la primera.» La perseguirá sin descanso en sus oraciones,
por el miedo a los malos pensamientos; en sus comuniones, por las arideces inseparables
de estos violentos combates; en la confesión, por el temor de haberse acusado
mal o de no haber tenido contrición; en todos sus ejercicios espirituales, por
el recelo de haberlos practicado mal; en las conversaciones, por el temor de
hablar del prójimo, y en la soledad, por hallarse allí sola sin consejo y sin
apoyo, sola con sus ideas, sola con su tirano.
«Los
escrupulosos temen a Dios, mas este temor constituye su suplicio; le aman, y
este amor no les da algún consuelo; le sirven, pero es a la manera de esclavos;
están como aplastados bajo el peso de su yugo, cuando éste es alivio y reposo
para los demás hijos.» En una palabra, son justos con frecuencia, envidiables
por su virtud, siempre dignos de lástima por sus sufrimientos.
El
escrúpulo es uno de los peores azotes de la virtud espiritual, pero en diversos
grados. Por de pronto impide la oración. Hay quien tiene la manía de volver
sobre sí mismo; examina, vuelve a examinar, examina otra vez, y durante este tiempo
ni adora ni da gracias, y ¿ha pensado siquiera en hacer un acto de contrición,
en pedir la gracia de corregirse? Está sobradamente ocupado de sí para tener
tiempo de hablar con Dios; y así no ora, o si lo hace es de una manera defectuosa,
porque el escrúpulo causa una agitación que impide el silencio interior y la
atención en la oración; sumergiendo al alma en la tristeza y el temor, ahoga la
confianza y el amor, y conduciría hasta huir de Dios, e impide al menos las
expansiones cordiales y efusivas y las alegrías de la intimidad. Llegará a
hacer penosas y quizá insoportables la confesión, la sagrada Comunión y la
oración, que constituyen la fuerza y las delicias de las almas piadosas.
Además
de la oración, la vida interior exige la vigilancia sobre sí mismo y la
continua aplicación a reprimir los movimientos de la naturaleza, a secundar los
de la gracia. Para este doble trabajo tan duro y tan delicado, el escrúpulo nos
coloca en mala situación, porque agita y deprime. El espíritu turbado no acierta
a ver con claridad, porque, demasiado preocupado de ciertos deberes, es capaz
de dejarse absorber de tal suerte por ellos que olvida los demás. La voluntad
fatigada con tantas luchas podrá aflojar, perder el ánimo y aun desistir de su empeño,
para ir a buscar con harta sinrazón el reposo y la tranquilidad en las cosas
criadas. Si el escrúpulo no paraliza al menos la obra, de ordinario la
retardará y siempre la dañará.
¿Puede
ser perfecta la fe que cierra los ojos a las misericordias de Dios y no quiere
ver sino su justicia, al mismo tiempo que la desnaturaliza? ¿Será perfecta la
esperanza que, a pesar de la buena y más sincera voluntad, osa apenas esperar
el cielo y la gracia, tiembla siempre de espanto y jamás confía? ¿Puede ser
perfecta la caridad que, a pesar de amar a Dios, teme comparecer en su
presencia, no tiene una palabra amorosa, y no acierta sino a temer al Señor infinitamente
bueno? ¿Está bien ordenada la contrición que turba la inteligencia, abate el
ánimo y trastorna al alma de buena voluntad? ¿Es una verdadera virtud esa
humildad que destruye la confianza y degenera en pusilanimidad? No, de ninguna
manera; el escrúpulo no es la prueba de un amor ardiente, de una conciencia
delicada. ¿Será entonces sutil amor propio, un egoísmo espiritual demasiado
ocupado de sí mismo y no lo bastante de Dios? ¿Diremos que es una voluntad
buena y sincera, pero extraviada? Lo que de cierto podemos afirmar es que
constituye una verdadera enfermedad que amenaza' a la vida espiritual en su
existencia, y que perjudica terriblemente su ejercicio. Así, en tanto que los demás
marchan, corren, vuelan por los senderos de la perfección con el corazón
dilatado por la confianza y el alma rebosando paz, el pobre escrupuloso con no
menos generosidad, pero mal regulada, se fatiga en vano, apenas avanza, quizá
retrocede y sufre, porque «consume un tiempo precioso atormentándose por todos
sus deberes, pesando átomos, haciendo monstruos de las más pequeñas bagatelas»;
hace gemir a sus confesores, contrista al Espíritu Santo, arruina su salud,
fatiga la cabeza. No osa emprender cosa alguna, y apenas sabría ser útil a los
otros; podría hasta dañarlos comunicándoles su mal, o haciendo la piedad enfadosa
y ridícula. El escrúpulo, si se le da pábulo, es en mayor o menor escala un
verdadero azote de la vida espiritual.
Sin
duda alguna es la voluntad de Dios significada que nosotros le persigamos a
causa de sus desastrosos efectos.
Todos
los teólogos y los maestros de la vida espiritual están unánimes en este punto,
y señalan detalladamente el procedimiento que ha de seguirse. Bástenos decir
aquí que, para vencer este terrible enemigo, es necesario orar mucho, apartar
las causas voluntarias, y sobre todo practicar la obediencia ciega. El
escrupuloso puede ser instruido, experimentado, juicioso para todo lo demás,
pero en lo concerniente a sus escrúpulos es un enfermo cuyo espíritu divaga, y
obraría como un demente siguiendo su propio juicio.
Obedecer
con la docilidad de un niño a su confesor que diagnostica el mal y prescribe
los remedios, es para él la más alta sabiduría y la única esperanza de
curación, que es obra harto difícil. Por lo mismo, es imprescindible orar con
instancia para implorar la gracia de no adherirse a sus ideas, sino de obedecer
aun contra sus propios sentimientos; tiene la conciencia falseada, y la
enderezará conformándola con la de su confesor.
Es
también el beneplácito de Dios que soportemos con paciencia la pena del
escrúpulo por el tiempo que a El le agradare. Podemos siempre combatir este
mal, y a veces conseguiremos hacerlo desaparecer, otras atenuarlo solamente, y
se dará el caso de que, por permisión divina, persista a pesar de nuestros
esfuerzos. Hay, en efecto, muy diversas causas de las que unas dependen de
nuestra voluntad, otras no están sujetas a su dominio.
¿Es
acaso origen de este mal el exceso de trabajo y austeridades, la lectura de
libros demasiado rígidos, el trato frecuente con personas escrupulosas, la costumbre
de no ver a Dios sino como juez terrible, y no como Padre infinitamente bueno?
¿ Proviene por ventura de la ignorancia que exagera las obligaciones, que
confunde la tentación con el pecado, la impresión con el consentimiento? En
estos y otros semejantes casos está en nuestra mano el suprimir las causas y,
removido el principio, llegaremos más fácilmente a hacer desaparecer el mal. Más
la causa es con frecuencia un temperamento melancólico, un natural tímido y
suspicaz, la debilidad de la cabeza, o cierto estado particular de salud; cosas
todas que más dependen del divino beneplácito que de nuestra voluntad.
En
este caso suelen durar largo tiempo los escrúpulos, y hasta se manifiestan en
las ocupaciones de índole no religiosa.
No
pocas veces será el demonio la causa del mal. Se aprovecha de nuestras
imprudencias, explota nuestras predisposiciones, agita los sentidos y la
imaginación para excitar los escrúpulos o aumentarlos. Si encuentra un alma algún
tanto ancha de conciencia la excita a que lo sea más aún; pero si la ve algún
tanto tímida, busca cómo hacerla temerosa hasta el exceso, llenarla de
turbación y angustia, con la esperanza de que ha de abandonar a Dios, la
oración y los Sacramentos. El fin que persigue es hacer insoportable la virtud,
conducir a la tibieza, al desaliento, a la desesperación.
Dios
jamás será directamente el autor de los escrúpulos.
Estos
sólo pueden originarse de la naturaleza caída o del demonio, puesto que se
apoyan en el error, y constituyen una enfermedad del alma. Mas Dios los
permite, y a veces quiere hasta servirse de ellos como de un medio transitorio
de santificación; y en este caso, los regula y los dirige en su infinita
sabiduría, de suerte que consigamos el buen efecto de vida espiritual que de
ahí esperaba; llena el alma del temor al pecado a fin de que arroje por
completo de sí las faltas pasadas, y en lo sucesivo las evite con doblado celo.
La humilla de tal suerte que no se atreva ya a fiarse de su propio juicio y se
someta enteramente a su padre espiritual. Si se trata de un alma adelantada,
con este procedimiento la acaba de purificar, despegar, aniquilar para
disponerla a mayores gracias. Así es como los santos han pasado por esta
prueba, unos al tiempo de su conversión, como San Ignacio de Loyola; otros,
como San Alfonso, en la época de su más encumbrada santidad.
Puede,
pues, haber muchas causas inmediatas de los escrúpulos, y no hay más que una
causa suprema, sin que la naturaleza y el demonio nada podrían. Aun cuando
nosotros mismos fuésemos los autores de nuestra desdicha, requiérese por lo
menos la voluntad permisiva de Dios, y por lo mismo, es preciso ver en esto,
como en todo, la mano de la Providencia; y no es porque Ella quiera el desorden
de los escrúpulos, mas puede, sin embargo, querer que llevemos esa cruz. Su voluntad
significada nos invita en este caso a luchar contra el mal, y su beneplácito a
soportar la prueba. Nos convendrá, pues, por todo el tiempo que dure, combatir
con frecuencia, y ¡ojalá que sepamos hacerlo con un abandono lleno de confianza!
«Para terminar -dice San Alfonso- repito: obedeced; y, por favor, no continuéis
mirando a Dios como un cruel tirano. Es indudable que aborrece el pecado, mas
no puede aborrecer a un alma que detesta y llora sinceramente sus faltas.» «Tú
me buscas -decía el Señor a Santa Margarita de Cortona- pero Yo, tenlo bien
entendido, te busco a ti, más que tú a mí; y tus temores son los que te impiden
avanzar en el amor divino.» Atormentada por los escrúpulos, aunque siempre
sumisa, Santa Catalina de Bolonia temía acercarse a la sagrada mesa, pero
bastaba una señal de su confesor para que sobreponiéndose a sus temores, fuese
a comulgar. Para animarla a obedecer siempre, apareciósela un día Nuestro Señor
y la dijo: «regocíjate, hija mía, que muy agradable me es tu obediencia».
Aparecióse también a la Beata Estefanía de Soncino, dominica, y la dijo: «en
vista de que has puesto tu voluntad en manos de tu confesor como en las mías
propias, pídeme lo que quieras que te lo concederé». -«Señor, respondió ella,
sólo os quiero a Vos.» Al principio de su conversión San Ignacio de Loyola fue
asaltado de dudas e inquietudes sin poder hallar un momento de reposo. Mas, como
hombre de fe, lleno de confianza en la palabra del divino
Maestro:
el que a vosotros os escucha a mí me escucha, exclamó un día: «Señor, mostradme
el camino que debo seguir, que aunque no hubiera de tener sino a un perro por guía,
os prometo obedecer con toda fidelidad.» Y de hecho, supo obedecer con tanta
perfección, que se vio libre de sus escrúpulos y hasta llegó a ser un excelente
maestro de la vida espiritual... Una vez más os diré que obedezcáis en todo a vuestro
confesor, y que tengáis confianza en la obediencia.
«He
aquí -decía San Felipe de Neri- el medio más seguro para escapar de los lazos
del enemigo, así como no hay nada tampoco más dañoso que pretender conducirse
según su propio parecer.» En todas vuestras oraciones pedid, pues, la obedeciendo
os salvaréis ciertamente, y ciertamente os santificaréis.
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