Debería, para nosotros,
significar lo mismo y unirnos con gran espíritu magnánimo y generoso a esta pasión
de Nuestro Señor Jesucristo. Con este fin de incentivar nuestras almas para tan
gran acontecimiento, que pude ser el ultimo para alguno de nosotros, es que
desde este primer domingo del gran tiempo de pasión empezare a mandarles cada día
una reflexión sobre el tema sacado de los comentarios a la suma teológica de
Santo Tomas que corresponde a la tercera parte de la suma, más concretamente
los artículos 46 a 50 que explayan la pasión de nuestro Salvador.
l.
De la
pasión de
Cristo en la Sagrada Escritura, (a.1-3)
Cuando leemos en el Antiguo Testamento los oráculos
proféticos sobre el Mesías, echamos de ver que siempre nos lo presentan como un
monarca glorioso, que defiende la causa de los humildes contra la violencia de
los poderosos, que recibe los homenajes de los pueblos y de los reyes. Esta concepción
no podía menos de halagar al pueblo israelita, que acaba por ver en el reino
mesiánico una idealización del reino de David, De aquí viene que el pueblo
expresara su fe en la dignidad mesiánica de Jesús llamándole Hijo de David y aclarándole
en su entrada en Jerusalén con las voces de «Bendito el reino de David, nuestro padre, que llega»
(Mc, 11,10). Por esto los apóstoles no entendían las palabras del Salvador
cuando les anunciaba su pasión en Jerusalén (Mt. 6,22 s), y los judíos se
mostraban desconcertados cuando oían que Jesús les habla de su exaltación de la
tierra (lo. 8,32ss).
Sin embargo, no podía ser que el Antiguo Testamento
dejase de vaticinar el gran misterio de, la pasión redentora del Hijo de Dios.
San Lucas nos cuenta que el Salvador resucitado, al aparecerse a los dos
discípulos, que caminaban hacia Emaús, les dijo: iOh hombres sin inteligencia y tardos de
corazón para creer todo Lo que vaticinaron Los profetas! ¿No era preciso que el
Mesías padeciese esto y entrase en su gloria? Y comenzando por Moisés y por
todos los profetas, les fue declarando cuanto a Él se refería en todas Las Escrituras
(Lc. 24,25-27).
Pues éste es el programa que nos proponemos
desarrollar en esta introducción.
Para conseguirlo tenemos necesidad de recordar que
la exégesis judía admitía en la Sagrada Escritura, además del sentido literal
histórico, un sentido literal más hondo, que, hoy suelen llamar sentido pleno,
y luego el sentido típico. Esto sin contar el sentido acomodado, del que usaban
y abusaban los doctores de la Ley. Todos estos sentidos, sin excluir el
acomodado, que no es sentido de la Escritura, sino del intérprete de ella, los
podemos hallar en los escritos del Nuevo Testamento.
LOS SACRIFICIOS
Entre las fiestas que celebraba el pueblo israelita,
ocupa un lugar destacado la Pascua. El día 10 de Nisán, cada familia separará
del rebaño un cordero o un cabrito; el 14, al atardecer, lo sacrificarán y lo
comerán al ser de noche, asado con panes ácimos y lechugas silvestres.
Sólo a los circuncidados será permitido participar
de este banquete.
Este es el sacrificio de la Pascua de Yavé, que pasó
de largo por las casas de los hijos de Israel cuando ario a Egipto, salvando
nuestras rosas (Ex. 12,27).
La Pascua recuerda la liberación de Israel en virtud de las promesas hechas a
los patriarcas, confirmadas luego con el pacto del Sinaí. A esas promesas hace,
sin duda, referencia el Apóstol cuando dice de Moisés que por la fe celebro la Pascua
y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocase a los primogénitos
de Israel; (Hebr. II, 28). La consumación de esta Pascua nos la declara San
Pablo escribiendo a los Coriritios: alejad la vieja levadura para ser masa
nueva, como sois ácimos, porque Cristo, nuestra Pascua, ya ha sido inmolada (1
Cor. 5,7). El sacrificio pascual, conmemorativo de la liberación de Israel, es,
pues, el tipo del sacrificio de Cristo, con que se realizó la liberación del
género humano. Por esto San Juan, declarando por qué al Salvador no quebraron
las piernas como a los ladrones, trae las palabras del Éxodo en que se mandó no
quebrar hueso al cordero pascual (lo. 19,36; Ex. 12,46).
El acto principal del culto es el sacrificio. Los
patriarcas, dondequiera que fijaban sus tiendas, levantaban un altar y ofrecían
sacrificios al Señor: La víctima sacrificada era el substituto del oferente,
que en aquélla se ofrecía y sacrificaba. La oblación de la sangre representaba
el alma del que la ofrecía. Por eso, cuando faltaba en el oferente la devoción,
por la que se incorporaba a la víctima, el sacrificio no era grato al Señor, y,
en cambio, la devoción como quiera que se manifestase, constituía un sacrificio
grato al Señor. Mas ya se ve que sola la perfectísima devoción del Hijo de Dios
podía ser grata al Padre celestial, y la de los otros, por cuanto participasen
de ella.
En el Levítico se nos dan a conocer las diversas clases
de sacrificios admitidos por el ritual mosaico: el holocausto, el sacrificio
pacífico y el doble sacrificio expiatorio de los pecados (Lev. 1-5). De éstos
era mirado como más perfecto el holocausto, porque en él toda la víctima se
consumía en obsequio de Dios, sin que ni el oferente ni el sacerdote se
reservasen parte alguna. Del sacrificio pacífico se ofrecían a Dios la sangre y
las vísceras; las carnes se las repartían el sacerdote y el oferente, que
debían comer las en el santuario, en banquete de comunión, ofrecido por Dios
mismo, que lo había santificado. Los sacrificios expiatorios se ordenaban a la
expiación de los pecados y purificación de las almas. Los sacerdotes solos
recibían una porción de ellos, por lo cual se decía que comían los pecados del pueblo:
Sola la fe y la devoción hacían gratos todos estos sacrificios, que del
sacrificio de Cristo recibían la virtud de agradar a Dios y expiar los pecados.
En esto se halla la razón de tipo que
todos ellos tienen para figurar el sacrificio del Calvario
Entre los sacrificios expiatorios ocupan lugar
preferente los que se ofrecía allá del mes séptimo en la fiesta de la
expiación, que muy detalladamente se nos describen en el capítulo 16 del
Levítico y que en la Epístola a los Hebreos es declarada en su sentido típico
(9-10). Mediante estos sacrificios, el pueblo se creía purificado de sus
pecados y plenamente reconciliado con su Dios. Dos cosas hay que distinguir en
la virtud de esta fiesta, como en la de los otros ritos mosaicos: la
purificación de las impurezas legales, que tenían su origen en la ley misma, y
la purificación de los pecados o infracciones de la ley de Dios. Las primeras
eran quitadas por los ritos de la misma ley que las ponía; pero las segundas
sólo se quitaban por la devoción y la fe en el sacrificio de Jesucristo, por lo
cual es tan ponderada esta fe de los patriarcas en la Epístola a los Hebreos
(II, 1-40)
Todo esto aparecerá más claro en el sacrificio de
Isaac, que la tradición exegética ha mirado siempre como tipo el más expresivo
del sacrificio de Jesucristo. Los sacrificios humanos ofrecidos a los dioses
falsos eran frecuentes en Canaán, Los padres ofrecían a sus divinidades aquel
que más amaban, sus propios hijos. Con , esto pensaban merecer sus gracias ...
Que esta bárbara costumbre se introdujo en Israel, nos lo prueba el caso de Jefté,
que ofreció su hija a Dios después de la victoria sobre los amonitas ... La
intención del autor sagrado al referir el sacrificio de Isaac es, sin duda,
mostrar qué es lo que en los sacrificios agrada al Señor… Para entender el
sentido de este relato hay que comenzar por hacerse cargo de lo que era Isaac
para su padre: el hijo tan deseado, el heredero de las promesas divinas. Pues
el Señor se lo exige a Abrahán, y el patriarca se dispone a realizar el
sacrificio y, cuando estaba para consumarlo, Dios le revela su voluntad y cómo
estaba satisfecho de su obediencia. Abrahán era, a la vez, el sacerdote y la
víctima. Al descargar el golpe mortal sobre su hijo, lo descarga sobre su
propio corazón.
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