Es de
temer que en este juicio te precipites con el príncipe de las tinieblas y sus ángeles
si aún no te has juzgado. Porque el hombre espiritual que juzga todas las cosas
no será juzgado por nadie. También por eso mismo el juicio comienza por la casa
de Dios a fin de que, llegado el juez, halle juzgados a los que le son
conocidos y nada le quede por juzgar cuando sean juzgados los que no pasan
fatigas humanas ni se afligen con ellos.
IX. El Jordán.
16.
¡Con qué alegría el Jordán recibe a los cristianos después de la gloria de haber
sido consagrado por el bautismo de Cristo! Seguramente, el leproso de Siria se alejó
mucho de la verdad cuando prefirió no sé qué aguas de Damasco a las de Israel, habiendo
dado, devoto, nuestro Jordán tantas pruebas de obediencia a las órdenes de Dios
cuando, deteniendo su curso por un milagro enteramente evidente, paró en seco para
dar libre paso ya al profeta Elías, ya a su discípulo Eliseo, ya, por decir
alguna cosa de tiempos más remostos, al gran capitán Josué y al pueblo que lo
acompañaba. En fin, ¿cuál de entre todos los ríos fue más ensalzado que éste,
que recibió una consagración particularísima por la presencia sensible y
manifiesta de la Santísima Trinidad? El Padre fue aquí escuchado, el Espíritu
Santo visto y el Hijo fue bautizado. Con gran razón pues, todos los cristianos
experimentan en sus almas, obedeciendo a Cristo, esta misma virtud que el sirio
Naamán, siguiendo el consejo del profeta, sintió en su cuerpo.
X. El lugar del
Calvario.
17. Al
salir de Jerusalén se va al lugar del Calvario, donde el verdadero Eliseo, después
de haber sido motivo de mofa para unos niños insensatos, mereció la dulce risa de
la gloria eterna para aquellos de quien dice: Miradme aquí y a los niños que
el Señor me dio. Niños enteramente buenos a quienes, en oposición a otros
maliciosos, el salmista invita a cantar los loores a Dios con estas palabras: Load,
niños, al Señor, load su santo Nombre, para que este loor sea perfecto en
la boca de los santos infantes y de aquellos niños de pecho, puesto que faltó
en la de los envidiosos ingratos, de los que se queja el Señor a través de
estas sentidas palabras del profeta: Alimenté hijos y los ensalcé, pero me
despreciaron. Subió, pues, a la cruz nuestro salvador y fue expuesto a la risa
del mundo para la salvación del mundo. Y, trabajando para borrar el pecado, el rostro
y la fuente fueron descubiertos, no tuvo dificultad en exponerse no sólo a la vergüenza,
sino también al suplicio de una muerte tan ignominiosa como cruel, para librarnos
del oprobio y restituirnos la gloria. Ni esto es sorprendente. Porque ¿de qué
se debería avergonzar quien de tal suerte nos ha lavado los pecados, quien ha
sido no como agua que diluye y conserva la suciedad, sino como un rayo de sol
que la deseca conservando su pureza? Así es la sabiduría de Dios, que alcanza a
todas partes con su pureza.
XI. El sepulcro.
18.
Entre estos santos y amables lugares, el sepulcro tiene, en cierta manera, la primacía
y se sienten no sé qué movimientos de mayor devoción en el lugar en el que nuestro
Señor reposó después de su muerte que en todos los otros en los que estuvo durante
su vida. Hasta la memoria de su muerte nos mueve, con más eficacia que la de su
vida, a los sentimientos de piedad y devoción. Juzgo que esto viene de la
dulzura que apareció en aquélla, mientras no se ve sino austeridad en ésta. De
la misma manera que el reposo del sueño es más agradable a la flaqueza humana
que el trabajo de una vida laboriosa, y la seguridad de una buena muerte, más
que la rectitud de la vida. La vida de Cristo me fue dada para modelo de la
mía, pero su muerte ha sido el rescate de la muerte que yo mereciera. Aquélla
instruyó mi vida. La vida de Cristo me fue dada para modelo de la mía, ésta
destruyó mi muerte. Su vida, en verdad, fue penosa, pero su muerte preciosa; y
una y otra me han sido necesarias por completo. En efecto, ¿de qué puede servir
la muerte de Cristo a quien tiene una mala vida, o su vida al que muere en estado
de condenación? ¿Pensáis que aún ahora la muerte de Cristo libra de la muerte eterna
a los que viven aquí abajo en pecado hasta la muerte? ¿O que la santidad de su vida
sacó de su cautiverio a los santos padres que murieron antes que Nuestro Señor?
¿No está escrito: Qué hombre vivirá sin verla muerte y quién librará su alma
de la garra del infierno? Pero como ambas cosas nos son igualmente
necesarias, es decir, vivir piadosamente y morir con la seguridad de nuestra
salvación, nos ha enseñado a vivir con su vida y a morir con seguridad con su
muerte, dado que murió para resucitar y dio a los que mueren una esperanza
verdadera de su resurrección. Pero añadió un tercer beneficio, sin el cual
todos los otros no servirían de nada, al perdonar los pecados. Pues, por lo que
toca a la verdadera y soberana bienaventuranza, ¿qué premio conseguiría la vida
más recta y longeva de cualquiera aún estando sólo manchado del pecado original? El pecado precedió
para que la muerte lo siguiese; si el hombre lo hubiese evitado, jamás habría
experimentado la muerte.
19. Pecando, pues,
perdió la vida y encontró la muerte, porque no sólo Dios lo predijera así, sino
que era una cosa muy justa que el hombre muriese si pecaba. Porque ¿qué
cosa más conforme a justicia que la pena del talión? Pues, siendo Dios la vida
del alma, como ésta es la vida del cuerpo, es justo que, queriendo perder el
principio de su vida pecando mortalmente, perdiese también, a su pesar, el
poder dar la vida a su cuerpo. Voluntariamente desechó la vida no queriendo
vivir más; es justo pues, que no pudiese darla más a quien quisiera ni de la
manera en que quisiera. El alma no se quiso dejar gobernar por la bondad de
Dios; su cuerpo, pues, no sea gobernado más por ella.
Si
ella no obedeció a su superior, ¿por qué va a mandar a su inferior? Puesto que
el Creador encuentra a su criatura en rebelión, también es justo que el alma
encuentre resistencia en la carne, que no está sino para servirla. Habiendo el
hombre transgredido la ley de Dios, es justo que merezca encontrar entre sus
miembros una ley que resista a la ley de su espíritu y que lo reduzca a la
servidumbre bajo la ley del pecado. El pecado, como dice la Escritura, pone
separación entre Dios y nosotros; haga la muerte, por tanto, separación
entre nuestro cuerpo y nosotros. Lo mismo que el alma no pudo haber sido
separada de Dios más que por el pecado, tampoco el cuerpo puede ser separado de
ella más que por la muerte. ¿Por qué se queja del rigor del castigo, puesto que
no sufre su servidor sino quien ha osado emprender contra su Señor? En verdad,
nada era más congruente que producir la muerte otra muerte, la espiritual
generar la corporal; la criminal, la penal; la voluntaria, la necesaria.
20.
Así, habiendo sido condenado el hombre a esa doble muerte en referencia a su
doble naturaleza, una espiritual y voluntaria y otra corporal y necesaria, el
Dios-hombre, por su benignidad y por su poder, trajo remedio para ambas con una
única muerte corporal y voluntaria anulando nuestras dos muertes. Y esto se
hizo. Así tenía que ser porque, habiendo sido una de estas muertes el castigo
del pecado y la otra la pena, Cristo, asumiendo el castigo sin haber cometido
el pecado, nos merece justamente la vida y la santidad sólo por la muerte que
quiso sufrir corporalmente. En efecto, si no hubiese padecido corporalmente, no
habría satisfecho nuestra deuda; y si no muriera voluntariamente, ningún merito
habría tenido su muerte pues, como ya hemos dicho, si el pecado es fruto de la
muerte, y la muerte la deuda del pecado, remitiéndonos Cristo al pecado y
muriendo por los pecadores ya no existe la culpa y su deuda queda saldada.
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