En una
palabra, todos los santos han practicado el perfecto
abandono, pero unos han deseado la muerte a la vida, otros prefirieron
no tener ningún deseo.
Por
dicha nuestra, no estamos obligados a hacer una elección y a formar peticiones
en consecuencia, puesto que se trata de asuntos cuya decisión se ha reservado
Dios. De igual modo, en cuanto al tiempo, el lugar y demás condiciones de nuestra
muerte, tenemos el derecho de exponer filialmente a Dios nuestros deseos, o de
dejarle el cuidado de ordenarlo todo según su beneplácito, en conformidad con
sus intereses, que son también los nuestros.
Mas
hemos de pedir con instancia la gracia de recibir los Sacramentos en pleno
conocimiento, y de tener en nuestros últimos momentos las oraciones de la
Comunidad; pues entonces, a la vez de deberes que cumplir, hay preciosas ayudas
que utilizar. Sin embargo, si nosotros nos hallamos realmente dispuestos, esta
petición, por justa que sea, ha de quedar subordinada al beneplácito divino.
Nuestro Padre San Bernardo, ausente a causa del servicio de la Iglesia,
escribía a sus religiosos: «¿Será, pues, necesario, oh buen Jesús, que mi vida
entera transcurra en el dolor y mis años en los gemidos? Valdría más morir,
pero morir en medio de mis hermanos, de mis hijos, de mis amados. La muerte en
estas condiciones es más dulce y más segura. Y hasta va en ello vuestra bondad,
Señor; concededme este consuelo antes que abandone para siempre este mundo. No
soy digno de llevar el nombre de Padre, mas dignaos permitir a los hijos cerrar
los ojos de su padre, de ver su fin y alegrar su tránsito; de acompañar con sus
plegarias a su alma al reposo de los bienaventurados, si Vos la juzgáis digna
de él, y de enterrar sus restos mortales junto a los de aquellos con quienes compartió
la pobreza. Esto, Señor, si he hallado gracia en vuestros ojos, deseo de todo
corazón alcanzar por las oraciones y méritos de mis hermanos. Sin embargo,
hágase vuestra voluntad y no la mía, pues no quiero vivir ni morir para mí.»
Santa Gertrudis, cuando caminaba por una pendiente abrupta, resbaló y fue
rodando hasta el valle. Sus compañeras la preguntaron si no había temido morir
sin Sacramentos, y la santa respondió: «Mucho deseo no estar privada de los auxilios
de la Religión en mi última hora, pero aún deseo mucho más lo que Dios quiere,
persuadida como estoy de que la mejor disposición que se puede tener para morir
bien es someterse a la voluntad de Dios.»
Finalmente,
lo esencial es una santa muerte preparada por una vida santa, ya que de esto
depende la eternidad. He aquí lo que hemos de desear sobre todo y solicitar de
manera absoluta. Esperando el día señalado por la Providencia, sea nuestro
cuidado de cada instante hacer plenamente fructuoso para la eternidad el tiempo
que Ella nos deja; y cuando nuestro fin parezca próximo, sea nuestra única
preocupación conformar y aun uniformar nuestra voluntad con la de Dios, ya en
la muerte, ya en todas las circunstancias, hasta las más humillantes, pues nada
es más capaz de hacerla santa y apacible.
Artículo 4º.- La desigual distribución de los dones naturales
Es
necesario que cada cual esté contento con los dones y talentos con que la
Providencia le haya dotado, y no se entregue a la murmuración porque no haya
recibido tanta inteligencia y habilidad como otro, ni porque haya ido a menos en
sus recursos personales, por excesivo trabajo, por la vejez o la enfermedad.
Este aviso es de utilidad general; pues los más favorecidos tienen siempre
algunos defectos que les obligan a practicar la resignación y la humildad. Y
será tanto más peligroso dejar sin defensa este lado, cuanto que por ahí ataca
el demonio a gran número de almas: incítalas a compararse con lo que fueron en
otro tiempo, con lo que son otros, a fin de hacer nacer en ellas todo género de
malos sentimientos, así como un orgulloso desprecio del prójimo,
una
necia infatuación de sí mismos, y una envidia no exenta de malignidad
juntamente con el desprecio, y quizá también el desaliento.
Tenemos
el deber de conformarnos en esto como en todo lo demás con la voluntad de Dios,
de contentarnos con los talentos que El nos ha dado, con la condición en que
nos ha colocado, y no hemos de querer ser más sabios, más hábiles, más
considerados que lo que Dios quiere. Si tenemos menos dotes que algunos otros,
o algún defecto natural de cuerpo o de espíritu, una presencia exterior menos
ventajosa, un miembro estropeado, una salud débil, una memoria infiel, una inteligencia
tarda, un juicio menos firme, poca aptitud para tal o cual empleo, no hemos de
lamentarnos y murmurar a causa de las perfecciones que nos faltan, ni envidiar
a los que las tienen. Tendría muy poca gracia que un hombre se ofendiese de que
el regalo que se le hace por un puro favor no es tan bueno y rico como hubiera
deseado. ¿Estaba Dios obligado a otorgarnos un espíritu más elevado, un cuerpo
mejor dispuesto? ¿No podía habernos criado en condiciones aún menos favorables,
o dejarnos en la nada? ¿Hemos siquiera merecido esto que nos ha dado? Todo es
puro efecto de su bondad a la que somos deudores. Hagamos callar a este
orgullo
miserable que nos hace ingratos, reconozcamos humildemente los bienes que el
Señor se ha dignado concedernos.
En la
distribución de los talentos naturales no está Dios obligado a conformarse a
nuestros falsos principios de igualdad. No debiendo nada a nadie, El es Dueño
absoluto de sus bienes, y no comete injusticia dando a unos más y a otros menos,
perteneciendo, por otra parte, a su sabiduría que cada cual reciba según la
misión que determina confiarle. «Un obrero forja sus instrumentos de tamaño,
espesor y forma en relación con la obra que se propone ejecutar; de igual
manera Dios nos distribuye el espíritu y los talentos en conformidad con los
designios que sobre nosotros tiene para su servicio, y la medida de gloria que
de ellos quiere sacar.» A cada uno exige el cumplimiento de los deberes que la
vida cristiana impone; nos destina además un empleo particular en su casa: a
unos el sacerdocio o la vida religiosa, a otros la vida secular, en tal o cual
condición; y en consecuencia, nos distribuye los dones de naturaleza y de
gracia. Busca ante todo el bien de nuestra alma, o mejor aún, su solo y único
objeto final es procurar su gloria santificándonos. Como El, nosotros no hemos
de ver en los dones de naturaleza y en los de gracia, sino medios de
glorificarle por nuestra santificación.
Porque,
«¿quién sabe -dice San Alfonso- si con más talento, con una salud más robusta,
con un exterior más agradable, no llegaríamos a perdernos? ¿Cuántos hay, para quienes
la ciencia y los talentos, la fuerza o la hermosura, han sido ocasión de eterna
ruina, inspirándoles sentimientos de vanidad y de desprecio de los demás, y
hasta conduciéndolos a precipitarse en mil infamias? ¿Cuántos, por el
contrario, deben su salvación a la pobreza, enfermedad o a la falta de hermosura,
los cuales, si hubieran sido ricos, vigorosos o bien formados, se hubieran
condenado? No es necesario tener hermoso rostro, ni buena salud, ni mucho
talento; sólo una cosa es necesaria: salvar el alma». Tal vez se nos ocurra la idea
de que necesitamos cierto grado de aptitudes para desempeñar nuestro cargo, y
que con más recursos naturales pudiéramos hacer mayor bien. Mas, como hace
notar con razón el P. Saint-Jure: «Es una verdadera dicha para muchos y muy
importante para su salvación no tener agudo ingenio, ni memoria, ni talentos
naturales; la abundancia los perdería, y la medida que Dios les ha otorgado les
salvará. Los árboles no se hallan mejor por estar plantados en lugares
elevados, pues en los valles se encontrarían más abrigados. Una memoria prodigiosa
que lo retiene todo, un espíritu vivo y penetrante en todas las ciencias, una
rara erudición, un gran brillo y un glorioso renombre, no sirven frecuentemente
sino para alimentar la vanidad, y se convierten en ocasión de ruina.»
Hasta
es posible hallar alguna pobre alma bastante infatuada de sus méritos, que desea
ser colocada en el candelero, que envidia a los que poseen cargos, que les
denigra y hasta trabaja por perderlos. ¿Qué sería de nosotros si tuviésemos mayores
talentos? Sólo Dios lo sabe. En vista de ello, ¿hay partido más prudente que el
de confiarle nuestra suerte y entregarnos a Él?
¿No
está permitido al menos desear estos bienes naturales y pedirlos? Ciertamente,
y a condición de que se haga con intención recta y humilde sumisión. En otra
parte hemos hablado de las riquezas y de la salud; dejemos a un lado la hermosura,
que el Espíritu Santo llama llana y engañosa.
Nosotros
podemos necesitar de tal o cual aptitud, y hay ciertos dones que parecen
particularmente preciosos y deseables, como una fiel memoria, una inteligencia
penetrante, un juicio recto, corazón generoso, voluntad firme. Es, pues,
legitimo pedirlos. El bienaventurado Alberto Magno obtuvo por sus oraciones una
maravillosa facilidad para aprender, mas el piadoso Obispo de Ginebra, fiel a
su invariable doctrina, «no quiere que se desee tener mejor ingenio, mejor
juicio»; según él, «estos deseos son frívolos y ocupan el lugar del que todos debemos
tener: procurar cultivar cada uno el suyo y tal cual es».
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