VIII,
14. También fue obra tuya para conmigo el que me persuadiesen irme a Roma y
allí enseñar lo que enseñaba en Cartago. Más no dejaré de confesarte el motivo
que me movió, porque aun en estas cosas se descubre la profundidad de tu
designio y merece ser meditada y ensalzada tu presentísima misericordia para,
con nosotros. Porque mi determinación de ir a Roma no fue por ganar más ni
alcanzar mayor gloria, como me prometían los amigos que me aconsejaban tal cosa
-aunque también estas cosas pesaban en mi ánimo entonces-, sino la causa máxima
y casi única era haber oído que los jóvenes de Roma eran más sosegados en las
clases, merced a la rigurosa disciplina a que estaban sujetos, y según la cual
no les era lícito entrar a menudo y turbulentamente en las aulas de los
maestros que no eran los suyos, ni siquiera entrar en ellas sin su permiso;
todo lo contrario de lo que sucedía en Cartago, donde es tan torpe e
intemperante la licencia de los escolares que entran desvergonzada y
furiosamente en las aulas y trastornan el orden establecido por los maestros
para provecho de los discípulos. Cometen además con increíble estupidez
multitud de insolencias, que deberían ser castigadas por las leyes, de no
patrocinarles la costumbre, la cual los muestra tanto más, miserables cuanto
cometen ya como lícito lo que no lo será nunca por tu ley eterna, y creen hacer
impunemente tales cosas, cuando la ceguedad con que las hacen es su mayor
castigo, padeciendo ellos incomparablemente mayores males de los que hacen.
(...) Porque los que perturbaban mi ocio con gran rabia eran ciegos, y los que
me invitaban a lo otro sabían a tierra, y yo, que detestaba en Cartago una
verdadera miseria, buscaba en Roma una falsa felicidad.
15.
Pero el verdadero porqué de salir yo de aquí e irme allí sólo tú lo sabías, oh
Dios, sin indicármelo a mí ni a mi madre, que lloró atrozmente mi partida y me
siguió hasta el mar. Mas hube de engañarla, porque me retenía por fuerza,
obligándome o a desistir de mi propósito o a llevarla conmigo, por lo que fingí
tener que despedir a un amigo al que no quería abandonar hasta que, soplando el
viento, se hiciese a la vela. Así engañé, a mi madre, y a tal madre, y me
escapé (..) Mas aquella misma noche me partí a hurtadillas sin ella, dejándola
orando y llorando. ¿Y qué era lo que te pedía, Dios mío, con tantas lágrimas,
sino que no me dejases navegar? Pero tú, mirando las cosas desde un punto más
alto y escuchando en el fondo su deseo, no cuidaste de lo que entonces te pedía
para hacerme tal como siempre te pedía.
X, 18.
(...) Todavía me parecía a mí que no éramos nosotros los que pecábamos, sino
que era no sé qué naturaleza extraña la que pecaba en nosotros, por lo que se
deleitaba mi soberbia en considerarme exento de culpa y no tener que confesar,
cuando había obrado mal mi pecado para que tú sanases mi alma, porque contra ti
era contra quien yo pecaba. Antes gustaba de excusarme y acusar a no sé qué ser
extraño que estaba conmigo, pero que no era yo. Mas, a la verdad, yo era todo
aquello, y mi impiedad me había dividido contra mí mismo. Y lo más incurable de
mi pecado era que no me tenía por pecador. (...) Esta era la razón por que alternaba
con los electos de los maniqueos. Mas, desesperando ya de poder hacer algún,
progreso en aquella falsa doctrina, y aun las mismas cosas que había
determinado conservar hasta no hallar algo mejor, profesábalas ya con tibieza y
negligencia.
19.
Por este tiempo se me vino también a la mente la idea de que los filósofos que
llaman académicos habían sido los más prudentes, por tener como principio que
se debe dudar de todas las cosas y que ninguna verdad puede ser comprendida por
el hombre. Así me pareció entonces que habían claramente sentido, según se cree
vulgarmente, por no haber todavía entendido su intención.
En
cuanto a mi huésped, no me recaté de llamarle la atención sobre la excesiva
credulidad que vi tenía en aquellas cosas fabulosas de que estaban llenos los
libros maniqueos. Con todo, usaba más familiarmente de la amistad de los que
eran de la secta que de los otros hombres que no pertenecían a ella. No
defendía ya ésta, es verdad, con el entusiasmo primitivo; mas su familiaridad
-en Roma había muchos de ellos ocultosme hacía extraordinariamente perezoso
para buscar otra cosa, sobre todo desesperando de hallar la verdad en tu
Iglesia, ¡oh Señor de cielos y tierra y creador de todas las cosas visibles e
invisibles! , de la cual aquéllos me apartaban, por parecerme cosa muy torpe
creer que tenías figura de carne humana y que estabas limitado por los
contornos corporales de nuestros miembros. Y porque cuando yo quería pensar en
mi Dios -no sabía imaginar sino masas corpóreas, pues no me parecía que pudiera
existir lo que no fuese tal, de ahí la causa principal y casi única de mi
inevitable error.
20.De
aquí nacía también mi creencia de que la sustancia del mal era propiamente tal
[corpórea] y de que era una mole negra y deforme; ya crasa, a la que llamaban
tierra; ya tenue y sutil, como el cuerpo del aire, la cual imaginaban como una
mente maligna que reptaba sobre la tierra. Y corno la piedad, por poca que
fuese, me obligaba a creer que un Dios bueno no podía crear naturaleza alguna
mala, imaginábalas como dos moles entre sí contrarias, ambas infinitas, aunque
menor la mala y mayor la buena; y de este principio pestilencial se me seguían
los otros sacrilegios. Porque intentando mi alma recurrir a la fe católica, era
rechazado, porque no era fe católica aquella que yo imaginaba. Y parecíame ser
más piadoso, ¡oh Dios!, a quien alaban en mí tus misericordias, en creerte
infinito por todas partes, a excepción de aquella porque se te oponía la masa
del mal, que no juzgarte limitado por todas partes por las formas del cuerpo
humano.
También
me parecía ser mejor creer que no habías creado ningún mal - el cual aparecía a
mi ignorancia no sólo como sustancia, sino como una sustancia corpórea, por no
poder imaginar al espíritu sino como un cuerpo sutil que se difunde por los
espacios - que creer que la naturaleza del mal, tal como yo la imaginaba,
procedía de ti.
Al
mismo tiempo, Salvador nuestro, tu Unigénito, de tal modo le juzgaba salido de
aquella masa lucidísima de tu mole para salud nuestra, que no creía de El sino
lo que mi vanidad me sugería. Y así juzgaba que una tal naturaleza como la suya
no podía nacer de la Virgen María sin mezclarse con la carne, ni veía cómo
podía mezclarse sin mancharse lo que yo imaginaba tal, y así temía creerle
nacido en la carne, por no verme obligado a creerle manchado con la carne.
Sin
duda que tus espirituales se reirán ahora blanda y amorosamente al leer estas
mis Confesiones; pero, realmente, así era yo.
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