CAPÍTULO II
DIOS REÚNE SUS INSTRUMENTOS (continuación)
Penney jadeaba intensamente al recordar el episodio; pero al fin se quedó
tranquilo, diciendo para sí:
«¡Gracias
a Dios que los policías encontraron una bala en el suelo!»
Se
incorporó, pensando:
«¿No
podía mi abogado apoyar en esto mi defensa? Cierto que yo estaba allí. Cierto
que participé en el robo. Cierto que la pistola del 38 era mía. Todo ello es
innegable. Pero también es evidente que yo no cometí el asesinato. La única
bala de mi pistola, la única bala del 38 que se encontró, estaba en el suelo, y
no en uno de los cuerpos.»
Con
los codos en las rodillas y la cabeza en las manos, se asombraba de que Bob
Anderson no quisiera comprenderlo. Los peritos del Servicio de Investigación
Criminal habían dictaminado que los proyectiles encontrados en los cuerpos y en
el lecho de la señora Miley pertenecían a la pistola del
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Bob. Y, a pesar de ello, Anderson insistía en su inocencia, y negaba su participación
en el crimen.
¡Ese
mamarracho es un iceberg o un chalado! —susurró Penney ferozmente, pisoteando
la ceniza gris en el suelo—. Yo le acusé. Baxter le acusó. Las pistolas le
acusan, y, finalmente, le acusan las balas. ¡Ya puede negar cuanto le dé la
gana! No sé qué espera conseguir con ello. ¡Como no sea gastar dinero y
palabras, lo que es otra cosa!...»
Se
echó otra vez sobre el camastro, preguntándose si realmente no había
traicionado a su compinche. Apretó los dientes, pensando en lo ocurrido. Una señal
luminosa de tráfico... Una señal fatídica, iba a costar tres vidas
probablemente...
Fue en
Fort Worth, Texas. Había estado el coche viajando durante diez días por todo el
Sur sin que ocurriera nada de particular. Estuvo en Florida, volvió a través de
Georgia y Alabama, cruzó Misisipi y Arkansas sin el menor obstáculo. Telegrafió
una tarde a Anderson pidiéndole más dinero, y lo recibió al cabo de unas horas.
Y en seguida, allá abajo, en Texas, una señal luminosa se volvió contra él...
Aquella luz podía significar nada menos que la silla eléctrica.
Pero
bruscamente se levantó como movido por un resorte. Entornó sus ojos, de un gris
azulado, y un reflejo tan frío como el acero brilló en ellos.
«¿Traición?—pensó—.
¿No fue Anderson quien me traicionó a mí al difundir que le habíamos robado su
coche después de dejármelo para que me escabullera? De no ser por eso, aquellos
«polis» de Fort Worth nunca me habrían atrapado. ¡Como vuelva a echarle la
vista encima a ese pájaro...! »
Los
tres días y dos noches de incesante interrogatorio de los policías de Fort
Worth no lograron abatirle. Las comisuras de sus labios se fruncían ahora
despectivas al recordar cuánto le molestaron, le amenazaron y le golpearon en
infructuosos esfuerzos para arrancarle una confesión. Si sólo se hubiera
enfrentado con ellos, todavía estaría en libertad. Pero el inspector Price
llegó a Texas desde Kentucky..., y las cosas cambiaron.
Tom
Penney se volvió a sentar pensativo como si se enfrentara con un rompecabezas.
Sabía que odiaba a Price con todas las fuerzas de su alma;
pero
por grande que fuera su odio, no podía por menos de reconocer que era todo un
caballero. Le había hablado como se habla a un ser humano; le había tratado
como se debe tratar a un hombre. Más de cuatro horas permanecieron juntos aquel
domingo sin que el inspector alzara la voz.
Tranquilamente,
con toda consideración y suavidad, formulaba pregunta tras pregunta, anotando
sus respuestas con idéntica serenidad. Recordando la escena, Penney oía la voz
pausada de Price, que le decía:
—Se
está usted contradiciendo, Tom.
Y
asimismo oía con la misma claridad su propia voz —no tan
tranquila,
sino más bien ronca y falsamente fanfarrona— tratando de aparentar confianza:
—
¿Cree usted que voy a confesarme autor de un doble asesinato?
Al
percibirla ahora como un eco lejano con su experto oído de reo, Tom se
estremeció.
«¡Allí
fue donde me equivoqué! —se dijo—. Si me hubiera callado en lugar de
preguntar...»
Se
encogió de hombros, consolándose con pensar que, de todas maneras, el final
habría sido el mismo, pues no había hombre capaz de resistir el tormento de las
preguntas del inspector Price sin caer en sus redes.
Arrojó
al suelo la colilla y la aplastó con el pie, mientras llegaba a la conclusión
de que no había traicionado a Bob, pero sí caído en una trampa.
Claro
que, como el hecho de su detención era culpa de Anderson, éste no podía echarle
en cara estar comiendo también el rancho de la cárcel. ¡Si no se hubiese
chivado en lo del coche!...
Tom
Penney se levantó y se estiró, diciéndose que tanto pensar no era bueno. Era
como gritar porque se ha vertido la leche, cuando lo mejor es dejar que el gato
venga a lamerla.
Ya de
noche, y cuando se iba a acostar, Penney oyó que le llamaban.
Se
levantó, y vio a los detectives Harrigan y Gravitt a la puerta de su celda.
—
¡Basta de interrogatorios!—exclamó— ¡Ya les he dicho todo lo que sé! ¡Ya he
dicho todo cuanto tenía que decir!
No se
ponga así, Penney. Esta vez se trata de una visita amistosa.
—
¡Amistosa!—dijo Penney, sarcástico—. ¡El oficial Harrigan quiere hablarme con
cariñosa amistad!... ¡Siempre empiezan ustedes lo mismo!
—No,
no, Tom —replicó Gravitt—. Esta vez se equivoca.
— ¿Que
me equivoco?... ¡Conozco sus tretas desde que era niño!
—Bueno...
Si no quiere aceptar nuestras palabras, acepte, al menos, nuestros cigarrillos.
El
preso miró primero al paquete alargado que el detective le ofrecía, y luego,
recelosamente, a los dos hombres.
—Son
suyos, Tom—aseguró Gravitt—. Joe y yo los hemos visto en el torno cuando
entrábamos, y hemos venido a traérselos. ¿Qué tal ha pasado el día?
Penney
tomó el cartón que le tendía Harrigan, leyó el remite puesto en el ángulo
superior izquierdo, sonrió y lo arrojó sobre la cama, mientras contestaba a la
pregunta de Gravitt:
—
¡Psch! No del todo mal. He comido bien. He dormido bien. He leído los
periódicos de la mañana y de la noche, y hasta he tenido algunas visitas. Un
día perfecto, si ustedes no vienen a freírme a preguntas esta noche.
Joe
Harrigan encendió el cigarro.
—No
hay preguntas esta noche. El jefe ha ordenado que se le deje solo y tranquilo.
Al parecer, le tiene afecto, Penney. Me alegro que haya pasado un buen día, y
le deseo también una buena noche. ¡Hasta la vista!
Tom
sonrió mientras los dos hombres se alejaban por la galería. Cogió el cartón de
cigarrillos y volvió a leer el remite. Sacó un lápiz del bolsillo, y en una
hoja de papel trazó unas líneas agradeciendo a sus primos el obsequio. Cinco
minutos después cerraba el sobre, lo ponía entre los barrotes de la reja, y
tomando otra hoja de papel, escribía: «Lexington, Ky., 22 de octubre de 1941.
Querido
jefe: Nunca podrá imaginarse lo mucho que he agradecido la visita de esta
tarde. Antes de ahora no sabía que un oficial de la ley pudiera ser tan humano.
¡Lástima que uno aprenda algunas cosas demasiado tarde y que le cueste tan caro
el aprenderlas! No es sólo en mí en quien pienso. Lo
que yo
sufro no es nada comparado con lo que sufrirán mi madre, mis hermanas y
hermanos y todos mis amigos.
¡Qué
pena tan grande pensar lo que podía yo haber sido si hubiera seguido el camino
recto en lugar de escoger el del mal! Si yo pudiera hacer el relato de mi vida,
estoy seguro de que podría hacer mejores a muchos.
Jefe:
honradamente le he dicho todo cuanto sé, y es verdad. La otra noche dije que
deseaba manifestar algo a usted, pero me contestaron que estaba usted cansado y
que se lo expusiera a ellos. Todos han sido amables y considerados conmigo, y
aunque sé que usted, señor Price, nada puede hacer por mí, tengo la seguridad
de que lo siente sinceramente, por lo que quiero que sepa que yo no guardo
rencor a nadie en el mundo, y que siento el más profundo respeto por usted y
sus subordinados. También creo que los
señores
Maupin, Harrigan y Gravitt son muy dignos de estimación en este caso. Han
trabajado bien y sin desmayo hasta el fin. No les elogio por ganarme sus
simpatías, sino porque me sale del corazón. Precisamente para demostrar cuánto
aprecio las amabilidades de ustedes, quiero decirle que
estoy
arrepentido de las cosas desagradables que haya podido decir o pensar de los
agentes de la autoridad. Muy arrepentido, pues ahora lo veo todo de un modo
diferente.
Si
usted teme... ¡Oh, no sé cómo expresarme!... Si usted teme haberme hecho algún
mal descubriendo este caso, deseche ese temor. Yo sé que era su deber.
Señor
Price, me gustaría mucho saber los nombres de las monjas que vinieron hoy con
usted. Dios las bendiga. Siempre son lo mismo de cariñosas y simpáticas. No sé
por qué, siempre he sentido una especie de seguridad en su presencia.
Bueno,
jefe; no quiero abusar más de su tiempo. Trate de no pensar demasiado mal de
mí, y crea en la absoluta sinceridad de cuanto le he dicho.
Para
usted y los suyos desea respetuosamente la mayor salud y buena suerte, Tom
Penney.»
El
prisionero releyó su carta. Por un momento estuvo tentado de romperla, pues la
encontraba algo rastrera. Deseaba dar gracias a Price; pero había algo en
aquellas líneas que no iba bien con la gratitud que quería expresar. Primero en
Fort Worth y luego en Lexington, había pronunciado feroces invectivas contra
Price, Maupin, Harrigan y Gravitt. Debía una
explicación
a cada uno y, sobre todo, debía agradecer a Price su actitud.
Pero
aquella carta sonaba a falsa... Entonces sus ojos llegaron al párrafo referente
a las monjas.
¿Serían
aquellas frases la verdadera razón de la extensa carta?... ¿Qué habían dicho
ellas?... ¿Que rezaban por él?,.. Y ¿por qué? ¿No era un delincuente contrito y
confeso, cuyo historial se había hecho público?... Si se libraba de la silla
eléctrica, pasaría en presidio el resto de su vida. ¿Por qué iban a rezar por
él las monjas? ¿Por qué?...
Por
fin, resolvió sus dudas metiendo el pliego en un sobre y escribiendo en él la
dirección del jefe. Si, por lo menos, conseguía saber los nombres de las
monjas, les escribiría para averiguar la razón de por qué rezaban por él.
«Seguro
que no es por mi vida —se dijo Penney, empezando a desnudarse—. Y yo sé que
tampoco van a rezar por mi muerte.»
Pocos
momentos después, al meterse en la cama y tirar de las sábanas hasta cubrirse
con ellas la barbilla, admitió que posiblemente las monjas rezaban por su
muerte. Como no había vivido de buena manera, las hermanas del Hospital de San
José podían muy bien rezar para pedir una buena muerte para él.
Esta
idea le llenó de inquietud. ¿Qué podría hacer para disiparla? Recordaba bien la
ira que se apoderó de él cuando los policías de Fort Worth le reconocieron por
la larga cicatriz que cruzaba su rostro y le detuvieron, Estuvo tentado de resistirles,
e incluso de sacar la pistola y matar al conductor del coche. Ahora no podría
decir por qué contuvo ese impulso que le habría evitado muchas amarguras: los
interrogatorios, la publicidad, el largo viaje de regreso, la ignominia de
entrar esposado en su ciudad natal, las duras semanas del proceso que le
aguardaban... ¿Por qué no lo hizo? Porque había otras personas en el coche: Leo
Gaddys y aquella mujer que habían recogido en la calle... Siempre había sido
estúpidamente caballeroso con todas las mujeres, sin importarle que fueran o no
merecedoras de ello. Mientras se volvía al otro lado de la cama, se dijo que la
verdadera razón de no haber obligado a los policías a liarse a tiros con él fue
una prostituta flaca y fea.
Al
quedar frente al ventanillo, sus ojos vieron brillar una estrella solitaria en
el cielo. Tom Penney se extrañó que no hubiera habido entonces algo más que
aquella falsa caballerosidad. De pronto se dio cuenta de que en cada una de las
cartas que había escrito desde la cárcel del Condado figuraba un Dios le
bendiga o te bendiga.
En la
última, que acababa de escribir a Price, estampó un Dios las bendiga,
refiriéndose a las monjas. Y, sin embargo, días antes, en Fort Worth se había
reído en las narices de uno de sus interrogadores que le preguntó si Dios
significaba algo para él.
—
¿Dios?—respondió con una risotada—. Para mí, Dios es tan sólo una palabra
compuesta de cuatro letras. Y para cualquier efecto práctico, esas cuatro
letras tienen el mismo valor que si fuesen w, x, y y z.
Entonces...
¿Por qué había nombrado a Dios, a su madre, a sus primos y ahora mismo al
inspector?
Aquella
noche, las estrellas caminaban muy despacio a través del cielo de Lexington.
Brillaban majestuosamente tranquilas y plácidas, bañando de plata las rejas de
la prisión del Condado. Pero Tom Penney dormía bajo ellas con un sueño ligero e
inquieto, sin sospechar que la misma mano que regía el curso maravilloso de
aquellos astros había estado también reuniendo sus instrumentos susceptibles de
atraerle a la órbita trazada por ella para el hombre. El interrogador de Fort
Worth, con su pregunta sobre Dios, había sido un pequeño instrumento, lo mismo
que la curiosidad de Jackie Regan por ver las celdas y los presos. Pero sólo
cuando Penney se durmió profundamente, Dios reunió sus cuatro instrumentos
principales: dos monjas en el Hospital de San José y dos hombres que en casa de
Austin Price discutían acerca de otro, que pronto estaría convicto y confeso de
un asesinato.
—Sé
que le condenarán a muerte por este crimen. Por eso deseo que vaya a verle
—insistía, tenaz, el señor Price.
—
¡Okey, jefe! Iré. Pero usted pídale a Dios que cuando vaya le diga las cosas
que debo decirle —contestó el Padre Jorge Donnelly, sonriendo, al vislumbrar
una expresión de alivio en los ojos de su interlocutor.
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