Donald Trump y la
industria de la guerra: nada ha cambiado Durante
su campaña presidencial Donald Trump tuvo la osadía ¿bravuconada?, ¿estupidez
quizá?, ¿mal cálculo político?) de preguntarse si era conveniente continuar la
guerra en Siria y la tirantez con Rusia.
Probablemente
cruzó por su cabeza la idea de poner énfasis, en lo fundamental, en el impulso a
una alicaída economía doméstica, que paulatinamente va haciendo descender el
nivel de vida de los ciudadanos estadounidenses comunes. Sus afiebradas
promesas de hacer retornar a suelo patrio la industria deslocalizada
(trasladada a otros puntos del mundo con mano de obra más barata), no parecen
haber pasado de vano ofrecimiento. Unos pocos meses después, a menos de un año
de su administración, puede verse cómo la política exterior estadounidense
sigue siendo marcada por el todopoderoso complejo militar-industrial, y las
guerras se suceden interminables. Y el presidente es su principal y alegre
defensor.
A unos
pocos días de su asunción como primer mandatario, el 27 de enero emitió el
“Memorando Presidencial para Reconstruir las Fuerzas Armadas de Estados Unidos”,
una más que clara determinación de concederle poderes ilimitados a la
omnipotente industria militar de su país. En la Sección 1 de dicho documento,
titulada “Política”, puede constatarse que “Para alcanzar la paz por medio de
la fuerza, será política de los Estados Unidos reconstruir las Fuerzas
Armadas.” El mensaje no deja lugar a dudas. Casi inmediatamente después de la
firma de ese memorando, comienzan los grandes negocios de la industria bélica.
Empresas
fabricantes de ingenios militares como Lockheed Martin (especializada en
aviones de guerra como el F-16 y los helicópteros Black Hawk, la mayor
contratista del Pentágono), Boeing (productora los bombarderos B-52 y los
helicópteros Apache y Chinook), BAE Systems (vehículos aeroespaciales, buques
de guerra, municiones, sistemas de guerra terrestre), Northrop Grumman (primer
constructor de navíos de combate), Raytheon (fabricantes de los misiles
Tomahawk), General Dynamics (quien aporta tanques de combate y sistemas de
vigilancia), Honeywell (industria espacial), Dyncorp (monumental empresa que
presta servicios de logística y mantenimiento de equipos militares) –compañías
todas que para el año 2016 registraron ventas por casi un billón de dólares,
teniendo incrementos desde el 2010 de un 60% en sus ganancias– se sienten
favorecidos: la “guerra infinita” que iniciara algunos años atrás con la
“batalla contra el terrorismo”, no parece detenerse. La necesidad perpetua de
renovar equipos y toda la parafernalia militar asociada promete ingentes
ganancias. Todo indica que esa rama industrial sigue marcando el paso de la
política imperial.
No hay
dudas que la pujanza de la economía estadounidense no es hoy similar a lo que
fuera en la inmediata post guerra de 1945 y esos primeros años de triunfalismo
desbordado (hasta la crisis del petróleo en la década de los 70), cuando era la
superpotencia intocable. Ello no significa que está agotado el imperio
estadounidense, pero sí que comienza un lento declive. De ahí que la omnímoda
presencia militar en el mundo le puede asegurar el mantenimiento de su
supremacía como poder hegemónico al aparecer nuevos actores que le hacen sombra
(China, Rusia, Unión Europea, BRICS), al par que dinamizar muy profundamente su
propia economía (3.5% de su producto bruto interno lo aporta el complejo
militar-industrial, generando enormes cantidades de puestos de trabajo).
El 23
de febrero, un mes después de haber tomado posesión de su cargo en la Casa
Blanca, Donald Trump declaraba provocador –fiel a su estilo– que Estados Unidos
estaría reconstruyendo su arsenal atómico, dado que “se había quedado atrás” en
términos comparativos con Rusia, y “será el mejor de todos” para asegurar que
se colocaría “a la cabeza del club nuclear”.
Para
darle operatividad a sus altisonantes declaraciones propuso un aumento de casi
17% del presupuesto de las fuerzas armadas. Ello podrá hacerse sacrificando con
drásticas reducciones presupuestos sociales, tales como educación, medio
ambiente, inversión en investigación científica, cultura y cooperación internacional.
El
actual presupuesto para las fuerzas armadas es de 639,000 millones de dólares,
lo que representa un 9% más de lo destinado a gastos militares en el último
ejercicio fiscal del ex presidente Barack Obama. Esa monumental cifra está
destinada, básicamente, a la adquisición de nuevas armas estratégicas, a
renovar profundamente la marina de guerra y a la preparación de tropas.
Paralelo
a esta presencia de la industria bélica en los planes estratégicos de la
presidencia, es digno de mencionarse cómo determinados personeros militares han
ido ocupando puestos determinantes en toda la administración de Trump. Su jefe
de despacho es John Kelly, general de los marines; el asesor de Seguridad
Nacional es el general Herbert McMaster, veterano de las guerras de Irak y de
Afganistán, muy respetado dentro de la jerarquía militar del Pentágono; el
Secretario de Defensa es el general Jim Mattis, igualmente otro marine,
conocido por su nada amigable apodo de “Perro loco”, polémico comandante de las
tristemente célebres operaciones en Irak y Afganistán, entre las que está la
masacre de Faluya, en Irak, en el año 2004 (un virtual criminal de guerra).
Junto
a esta presencia determinante de la casta militar, Donald Trump ha dado lugar
al ingreso masivo de altos ejecutivos del complejo militar-industrial en
puestos claves de su gobierno. Así, por ejemplo, puede mencionarse a la actual
Secretaria de Educación, la multimillonaria Betsy Devos, hermana del ex militar
y fundador de la empresa contratista de guerra Blackwater, Erik Prince. En
otros términos: los generales y los fabricantes de la muerte son quienes fijan
la geoestratégica de la principal potencia mundial. La destrucción,
patéticamente, es buen negocio (¡para unos pocos!, claro está).
La
militarización y la entrada triunfal de la industria bélica es pieza clave de
la política del actual presidente de Estados Unidos. Ello puede apreciarse,
además, en la estrategia de seguridad interna, por cuanto Trump rescindió un
decreto ejecutivo de la presidencia de Barack Obama que prohibía el
equipamiento militar a las policías locales. De este modo, el complejo
militar-industrial podrá producir y vender a los cuerpos policiales armas de
alto calibre, vehículos artillados y lanzagranadas. El negocio, sin dudas,
marcha viento en popa.
Si en
algún momento se pudo haber pensado que la llegada de Trump con su idea de
revitalizar la economía doméstica detendría en alguna medida el papel de hiper
agente militar y gendarme mundial de Estados Unidos –lo que sí impulsaba la
candidata Hillary Clinton–, la realidad mostró otra cosa. Dos fueron los hechos
que, de una vez y terminantemente, evidenciaron quién manda realmente: el
innecesario bombardeo a un base aérea en Siria –el 7 de abril– (operación
militar absolutamente propagandística, sin ningún efecto práctico real en
términos de operativo bélico), y unos días más tarde –el 13 de abril– el
lanzamiento de la “madre de todas las bombas”, la GBU-43/B, el más potente de
todos los explosivos no nucleares del arsenal estadounidense, en territorio de
Afganistán (supuesto escondite del Estado islámico, igualmente operación más
mediática que militar, sin ninguna consecuencia real en términos de operativo
castrense).
Es más
que evidente que en esta fase de capitalismo global e imperialismo desenfrenado,
la estrategia hiper militarista garantiza a la clase dominante de Estados
Unidos una vida que la economía productiva ya no le puede asegurar. Los nuevos
enemigos se van inventando, ahora que la Guerra Fría y el fantasma del
comunismo desaparecieron. Ahí están entonces, a la orden del día, “la lucha
contra el terrorismo”, “la lucha contra el narcotráfico”, y seguramente en un
futuro cercano “la lucha contra el crimen organizado”. Como dijera en el 2014
el por ese entonces Secretario de Defensa en la presidencia de Barack Obama,
León Panetta: “La guerra contra el terrorismo durará no menos de 30 años.”
El
guión ya está trazado. No importa quién sea el ocupante de la Casa Blanca: los
planes deben cumplirse. Si en algún momento el errático Donald Trump pudo haber
hecho pensar que no era “un buen muchacho” que seguía lo establecido, la tozuda
realidad (léase: los intereses inamovibles de quienes dirigen el mundo) lo
pusieron en cintura.
¿Habrá
guerra para rato entonces? De todos nosotros depende que ello no sea así. El
llamado Reloj del Juicio Final, elaborado por el Boletín de Cientistas Atómicos
de Estados Unidos, fue adelantado medio minuto para indicar que estamos a dos
minutos y medio (en términos metafóricos) de un posible holocausto termonuclear
si se sigue jugando a la guerra. El complejo militar-industrial estadounidense
se siente omnipotente: juega a ser dios, juega con nuestras vidas, juega con el
mundo. Pero un pequeño error puede producir la catástrofe. En nombre de la
supervivencia de la especie humana y del planeta Tierra debemos luchar
tenazmente contra esta demencial política. Lo cual es decir, en definitiva,
luchar contra el sistema capitalista. Es evidente que dentro de estos marcos es
más fácil el exterminio de toda forma de vida que el encontrarle solución a los
ancestrales problemas de la humanidad. En ese sentido, entonces, son hoy más
premonitorias que nunca las palabras de Rosa Luxemburgo: “socialismo o
barbarie”.
Donald
Abelson, Universidad de Ontario.
Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista del blog.
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