— ¿Ves
mi mano? Voy a estamparla en la pared.
La
doliente sombra se volvió al blanco muro y lo tocó apenas con la palma abierta,
y en el acto se derritió el revoque hasta la profundidad de un centímetro.
—
¡Infeliz de ti! —dijo el viejo con horror.
—Piensa
que todavía me hacen misericordia, y que si no me contuviera la Omnipotencia,
yo mismo, por el peso de mi propia obstinación, me hundiría en mares de fuego
que sólo conocerá el Anticristo.
— ¿No
puedo hacer nada por ti? —Pasó el tiempo en que yo pude hacerlo todo con sólo
una lágrima, y no quise. Y ahora nadie puede hacer nada; y si alguien pudiera,
yo no querría.
— ¿Me
permites que te pregunte algo? La sombra se inclinó.
—¡Pregunta!
—He
visto en la huerta...
—Ya
sé; la visión de Daniel.
— ¿Qué
naciones significan esas bestias?
—No
son naciones; son las cuatro doctrinas máximas que al fin del mundo se aliarán
para combatir al Infame.
— ¿Cuáles
son?
—Judaísmo,
islamismo, paganismo y racionalismo o, como se le llama ahora, liberalismo.
Esta última es la bestia de los diez cuernos, porque ha engendrado diez errores;
y el undécimo, que acabará con los otros diez y luchará contra el Infame, frente
a frente.
— ¿Cuál
es?
—La
más tenebrosa maquinación que hayan podido inventar los hombres bajo la inspiración
inmediata del diablo para ir preparando las vías del Anticristo... El racionalismo,
que yo engendré, a su vez engendró el ateísmo, del cual ha nacido la postrera
religión de este mundo: el satanismo... Dentro de diez años volveré.
La
sombra del réprobo desapareció con estas palabras.
Durante
muchos días en la cal de la pared se vio la marca negra de una mano huesuda;
pero nadie quiso creer en la señal.
Pensaban
que fray Plácido chocheaba, y algunos juraron haber visto esa mano desde hacía
mucho tiempo, desde que una vez restauraron la celda y un albañil se apoyó
distraídamente en el revoque fresco.
CAPÍTULO III
Los Jenízaros del Satanismo
En
tiempos de Solimán el Magnífico, que llevó los negros estandartes de Mahoma desde
el mar de la India hasta el estrecho de Gibraltar y dio de beber a sus caballos
en todos los ríos desde el Danubio hasta el Éufrates, disponían los musulmanes
de tropas jóvenes, especialmente adiestradas para hacer guerra sin cuartel a
los cristianos.
De un
valor ciego y cruel, aquellos soldados con entrañas de hiena eran hijos de cristianos.
Cautivos, arrebatados a sus hogares por los islamitas y conducidos a Constantinopla,
allí olvidaron su lengua y su religión y fueron la flor de los ejércitos del
sultán.
Una
educación ingeniosa y nefanda, que mezclaba los deleites orientales con los ejercicios
más viriles, logró transformar aquellas almas bautizadas en el nombre del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo, en los más implacables enemigos de la Cruz.
Los
llamaron Yeni-Cheri, o sea “milicia nueva”, especie de soldados que el mundo no
conocía; y de allí hemos sacado la palabra jenízaros, expresión brillante y dolorosa
para las imaginaciones cristianas.
Por
análogo modo, en Rusia, o mejor dicho en Satania, cuando el comunismo desapareció
desplazado por el sindiosismo, que sabía que el verdadero fondo de toda gran
revolución es una pasión religiosa, los jefes concibieron el diabólico plan de formar
batallones escogidos con las decenas de millares de niños españoles que sus corifeos,
durante la guerra civil en España, arrancaron a sus hogares católicos y enviaron
al extranjero, so pretexto de salvarlos de la muerte o del hambre, y en realidad
para vengarse de sus padres, que combatían en las filas nacionalistas.
El
diablo, en siglos de siglos, no ha podido inspirar un crimen más ruin y
perverso que aquella razzia de niños robados y desterrados de su patria.
Nunca
más sus desolados padres volvieron a verlos. Aquellos millares de niños, de
cuatro, cinco, seis años, fueron en Rusia objeto de la más tenebrosa
vivisección de almas que jamás se viera.
Muchachos
y muchachas, por cuya vida y educación nadie velaba, fueron cruzados,
seleccionados y educados con una disciplina mortal, pero con la rienda suelta
para todos los caprichos de la imaginación y de los sentidos, y acabaron por formar
una raza instintiva y ferozmente anticristiana.
El
infernal experimento fue discurrido por un fraile español a quien la guerra
civil sorprendió en un convento de Madrid, cuyas puertas no necesitaron abrirle
los milicianos porque las abrió él mismo y fue a ofrecerse al Gobierno para
servirle de Judas y vender de nuevo a su Maestro.
Desde
los primeros días trocó su nombre de religioso por el que le correspondía de abolengo.
Antes
de entrar en religión llamábase Naboth Santana. Pero este apellido no tenía en
su familia más de cuatro siglos. Su lejano abuelo llamábase Dan, y fue un rico mercader
israelita que prestó dinero a Fernando el Católico para la reconquista de Granada
y acabó simulando una conversión al catolicismo, como Maimónides, que se hizo
musulmán para conservar su fortuna y sus cargos en la corte del emperador Saladino.
A
fines del siglo XV, Dan, su mujer y sus hijos se hicieron católicos, y uno de
sus lejanos descendientes, a raíz de un contratiempo sentimental, profesó de
fraile.
Tal
vez ni él mismo sospechó, en un principio, lo endeble de una vocación engendrada
por la vanidad. Tenaz, inteligente y empeñoso, no tardó en distinguirse en los
estudios y en la predicación. Celebró misa, llegó a ser superior y fue confesor
de religiosos en varios conventos de hombres y de mujeres, ministerio el más
arduo y peligroso que pueda haber; tan sutiles y alambicados son los venenos
con que el diablo trabaja las almas consagradas.
Tenía
cuarenta y cinco años cuando estalló la guerra civil. Hacía ya varios que sentía
el peso muerto de una cruz que solamente la humildad y la oración hacen gustosa;
y vivía en sacrilegio celebrando misas inválidas e impartiendo sacramentos que
abominaba.
Para
colgar los hábitos sólo aguardaba una oportunidad, y se la proporcionó la guerra;
a él y a muchos otros cuya vocación él mismo socavara. Así halló manera de vengarse
de los que lo habían reprendido y de satisfacer ampliamente sus pasiones. Y desde
ese día el diablo lo poseyó.
En la
matanza de religiosos con que los milicianos respondían a cada victoria de los
nacionalistas, las manos de Naboth Dan tuvieron parte principal.
¡Ay!
Aquella sangre de mártires en que se bañaron copiosamente no fue capaz de lavar
en ellas el indeleble carácter de la consagración con que el obispo las
ungiera.
Él lo
sabía, y de allí su rencor y el frenesí con que al frente de sus secuaces, que formaban
un tribunal popular, penetraba en los conventos de monjas y elegía sus víctimas
entre las que fueron sus penitentes; unas para el martirio, otras para el cautiverio
de los milicianos, cuya horrenda historia es todavía secreto de Dios.
Pero
cuando las tropas del general Franco llegaron a las puertas de Madrid, tuvo miedo
de ser fusilado y huyó en compañía de muchos otros jefes cargados de crímenes y
de dinero.
Pero,
¿en qué país refugiarse, para seguir combatiendo contra Cristo? Las
circunstancias volvieron a ayudarlo. El agónico gobierno del doctor Negrín, en
combinación con el soviet ruso, había empezado a reunir como inocentes
corderos, en campos y ciudades, los millares de niños que se enviarían a Rusia.
Naboth
Dan se hizo nombrar director general de la criminal empresa; y desde ese momento
fue el tutor de aquellos que el doctor Negrín presentaba al mundo como huérfanos
de la guerra, pero cuyos padres estaban en las filas de Franco y cuyas madres
los lloraban en Madrid, Bilbao, Barcelona, en cien pueblos más, de los que aún
no habían sido conquistados por los nacionalistas.
La
imaginación se resiste a seguir a esas tiernas victimas en ese cautiverio del
que no ha habido otro ejemplo en la historia.
¿Qué
padre, qué madre, qué embajador, qué cónsul reclamaría de Stalin lo que habían
consentido los gobernantes de la España republicana, ávidos de vengar en los indefensos
hijos las victorias militares de sus invencibles padres?
Antes
de partir, Naboth Dan se hizo confiar decenas de millones de pesetas en oro del
Banco de España.
Aquel
oro depositado en bancos extranjeros a nombre de testaferros, aguardaba del
otro lado de la frontera la inevitable fuga de los jefes, mientras los soldados
seguían haciéndose matar en las trincheras de Madrid, de Bilbao o del Ebro.
Rico y
poderoso, con carta blanca de la policía soviética para hacer en los niños españoles
todos los experimentos imaginables, y ayudado por hombres y especialmente mujeres
jóvenes que se trajo de Madrid, el ex fraile instaló su colonia en el Cáucaso,
no lejos del mar Negro, casi en las orillas del río Suban; y empezó su tarea.
Lo
primero de todo fue borrar de las memorias infantiles el idioma natal.
La
naturaleza había concedido a Naboth Dan, como a muchos de su raza, gran facilidad
para aprender lenguas. Costóle poco agregar el ruso a las que ya poseía; pero
no quiso que en su campamento se hablara sino un idioma artificial, para mejor aislarlo
del mundo.
Eligió
el esperanto y lo impuso con todo rigor.
Los
pobres niños eran despiadadamente castigados si para darse a entender se valían
de otra lengua que aquélla, cuyo penoso aprendizaje emprendieron todos, aun sus
propios dirigentes.
Durante
meses y meses y casi años en el campamento de Dan se paralizaron las conversaciones;
chiquillos de cinco o seis años, no sabiendo cómo expresar un deseo o una
necesidad, preferían sufrir y morir callados, antes de exponerse a tremendos castigos
por haber hablado en español.
La
otra cosa que hubo que olvidar fue la religión.
En
Rusia reinaba el sindiosismo, ateísmo militante que Stalin quiso difundir en el
mundo mediante la revolución. La primera nación sindiosista después de Rusia
debió ser España, dentro de los planes del Soviet, mas la victoria nacionalista
la salvó y acorraló al sindiosismo en Rusia.
—Todavía
no ha llegado mi hora —se dijo Stalin pocos años después, al beber la copa de
champaña con que el hijo de Yagoda lo envenenó.
— ¡Ya
ha pasado tu hora! —exclamó su matador, que sobre su cadáver se erigió en su
heredero.
El
envenenador, que vengaba a Yagoda, su padre, sacrificado en 1938 por Stalin, conocía
y compartía los planes de Naboth Dan.
Ya no
era tampoco la hora del comunismo, ni siquiera del sindiosismo. El mundo, trabajado
por dos mil años de cristianismo, necesitaba para disgregarse y dar camino a
las fuerzas de la Revolución un veneno mucho más activo, y Dan lo empezó a preparar
en su campamento del Cáucaso.
Ni el
comunismo, ni el sindiosismo, transformaciones brutales del materialismo, podían
llenar el corazón humano y cautivar un alma que tiende al misticismo hasta cuando
blasfema, porque el alma tiene una cuarta dimensión de que carecen las cosas materiales,
y es la irresistible vocación a lo sobrenatural.
Naboth
Dan sabia esto por la teología católica, y en su campamento impuso una religión:
el satanismo.
¿Qué
padre, qué madre, qué embajador, qué cónsul reclamaría de Stalin lo que habían
consentido los gobernantes de la España republicana, ávidos de vengar en los indefensos
hijos las victorias militares de sus invencibles padres?
Antes
de partir, Naboth Dan se hizo confiar decenas de millones de pesetas en oro del
Banco de España.
Aquel
oro depositado en bancos extranjeros a nombre de testaferros, aguardaba del
otro lado de la frontera la inevitable fuga de los jefes, mientras los soldados
seguían haciéndose matar en las trincheras de Madrid, de Bilbao o del Ebro.
Rico y
poderoso, con carta blanca de la policía soviética para hacer en los niños españoles
todos los experimentos imaginables, y ayudado por hombres y especialmente mujeres
jóvenes que se trajo de Madrid, el ex fraile instaló su colonia en el Cáucaso,
no lejos del mar Negro, casi en las orillas del río Suban; y empezó su tarea.
Lo
primero de todo fue borrar de las memorias infantiles el idioma natal.
La
naturaleza había concedido a Naboth Dan, como a muchos de su raza, gran facilidad
para aprender lenguas. Costóle poco agregar el ruso a las que ya poseía; pero
no quiso que en su campamento se hablara sino un idioma artificial, para mejor aislarlo
del mundo.
Eligió
el esperanto y lo impuso con todo rigor.
Los
pobres niños eran despiadadamente castigados si para darse a entender se valían
de otra lengua que aquélla, cuyo penoso aprendizaje emprendieron todos, aun sus
propios dirigentes.
Durante
meses y meses y casi años en el campamento de Dan se paralizaron las conversaciones;
chiquillos de cinco o seis años, no sabiendo cómo expresar un deseo o una
necesidad, preferían sufrir y morir callados, antes de exponerse a tremendos castigos
por haber hablado en español.
La
otra cosa que hubo que olvidar fue la religión.
En
Rusia reinaba el sindiosismo, ateísmo militante que Stalin quiso difundir en el
mundo mediante la revolución. La primera nación sindiosista después de Rusia
debió ser España, dentro de los planes del Soviet, mas la victoria nacionalista
la salvó y acorraló al sindiosismo en Rusia.
—Todavía
no ha llegado mi hora —se dijo Stalin pocos años después, al beber la copa de
champaña con que el hijo de Yagoda lo envenenó.
— ¡Ya
ha pasado tu hora! —exclamó su matador, que sobre su cadáver se erigió en su
heredero.
El
envenenador, que vengaba a Yagoda, su padre, sacrificado en 1938 por Stalin, conocía
y compartía los planes de Naboth Dan.
Ya no
era tampoco la hora del comunismo, ni siquiera del sindiosismo. El mundo, trabajado
por dos mil años de cristianismo, necesitaba para disgregarse y dar camino a
las fuerzas de la Revolución un veneno mucho más activo, y Dan lo empezó a preparar
en su campamento del Cáucaso.
Ni el
comunismo, ni el sindiosismo, transformaciones brutales del materialismo, podían
llenar el corazón humano y cautivar un alma que tiende al misticismo hasta cuando
blasfema, porque el alma tiene una cuarta dimensión de que carecen las cosas materiales,
y es la irresistible vocación a lo sobrenatural.
Naboth
Dan sabia esto por la teología católica, y en su campamento impuso una religión:
el satanismo.
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