Capítulo III. Cuán imprudentes
fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron guardar a
Troya, les habían de aprovechar a ellos
Y ved
aquí demostrado a qué especie de dioses encomendaron los romanos la
conservación de su ciudad: ¡oh error sobremanera lastimoso! Enójanse con
nosotros porque referimos la inútil protección que les prestan sus dioses, y no
se irritan de sus escritores (autores de tantas patrañas), que, para
entenderlos y comprenderlos, aprontaron su dinero, teniendo a aquellos que se
los leían por muy dignos de ser honrados con salario público y otros honores.
Digo, pues, que en Virgilio, donde estudian los niños, se hallan todas estas
ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como sabio, en los primeros años de la
pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la sentencia de
Horacio, <que el olor que una vez se
pega a una vasija nueva le dura después para siempre>. Introduce pues,
Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que dice a Eolo, rey de
los vientos, procurando irritarle contra ellos: <Una gente enemiga mía va navegando por el mar Tirreno, y lleva
consigo a Italia Troya y sus dioses vencidos>; ¿y es posible que unos
hombres prudentes y circunspectos encomendasen la guarda de su ciudad de Roma a
estos dioses vencidos, sólo con el objeto de que ella jamás fuese entrada de
sus enemigos? Pero a esta objeción terminante contestarán alegando que expresiones
tan enérgicas y coléricas las dijo Juno como mujer airada y resentida, no
sabiendo lo que raciocinaba. Sin embargo, oigamos al mismo Eneas, a quien
frecuentemente llama piadoso, y atendamos con reflexión a su sentimiento: <Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar,
y de Febo, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto
suyo de la mano que, corriendo despavorido, se acerca hacia mi puerta.>
No dice que los mismos dioses (a quienes no duda llamar vencidos) se los
encomendaron a su defensa, sino que no encargó la suya a estas deidades, pues
le dice Héctor <en tus manos
encomienda Troya su religión y sus domésticos dioses.> Si Virgilio,
pues, a estos falsos dioses los confiesa vencidos y ultrajados, y asegura que
su conservación fue encargada a un hombre para que lo librase de la muerte
huyendo con ellos, ¿no es locura imaginar que se obró prudentemente cuando a
Roma se dieron semejantes patronos, y que, si no los perdiera esta ínclita
ciudad, no podría ser tomada ni destruida? Más claro: reverenciar y dar culto a
unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a quienes tienen por sus
tutelares, ¿qué otra cosa es que tener, no buenos dioses, sino malos demonios?
Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás experimentaría este estrago,
si ellos no se perdieran primero, sino que mucho antes se hubieran perdido, si
Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado? Porque, ¿quién habrá que, si
quiere reflexionar un instante, no advierta que fue presunción ilusoria el
persuadirse que no pudo ser tomada Roma bajo el amparo de unos defensores
vencidos, y que al fin sufrió su ruina porque perdió los dioses que la
custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el haber querido
tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados fácilmente, sin
que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían tales patrañas de
sus dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a hombres sensatos,
estando en su cabal juicio, les hizo fuerza la verdad para decirla y confesarla
sinceramente. Pero de esta materia trataremos copiosamente y con más
oportunidad en otro lugar. Ahora únicamente declararé, del mejor modo que me
sea posible, cuanto habla empezado a decir sobre los ingratos moradores de la
saqueada Roma. Estos, blasfemando y profiriendo execrables expresiones, imputan
a Jesucristo las calamidades que ellos justamente padecen por la perversidad de
su vida y sus detestables crímenes, y al mismo tiempo no advierten que se les
perdona la vida por reverencia a nuestro Redentor, llegando su desvergüenza a
impugnar el santo nombre de este gran Dios con las mismas palabras con que
falsa y cautelosamente usurparon tan glorioso dictado para librar su vida, o,
por mejor decir, aquellas lenguas que de miedo refrenaron en los lugares
consagrados a su divinidad, para poder estar allí seguros, y adonde por respeto
a él lo estuvieron de sus enemigos; desde allí, libres de la persecución, las
sacaron alevemente, para disparar contra él malignas imprecaciones y
maldiciones escandalosas.
Capítulo IV. Cómo el asilo de
Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró a
ninguno de la furia de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles
ampararon del furor de los bárbaros todos los que se acogieron a ellos
La
misma Troya, como dije, madre del pueblo romano, en los lugares consagrados a
sus dioses no pudo amparar a los suyos ni librarlos del fuego y cuchillo de los
griegos, siendo así que era nación que adoraba unos mismos dioses; por el
contrario, <pusieron en el asilo y templo de Juno a Phenix, y al bravo
Ulises para guarda del botín; Aquí depositaban las preciosas alhajas de Troya,
que conducían de todas partes, las que extraían de los templos que incendiaron,
las mesas de los dioses, los tazones de oro macizo y las ropas que robaban;
alrededor estaban los niños y sus medrosas madres, en una prolongada fila,
observando el rigor del saqueo. En efecto: eligieron un templo consagrado a la
deidad de Juno, no con el ánimo de que de él no se pudiesen extraer los cautivos,
sino para que dentro de él fuesen encerrados con mayor seguridad. Compara,
pues, ahora aquel asilo y lugar privilegiado, no ya dedicado a un dios
ordinario o de la turba común, sino consagrado a la hermana y mujer del mismo
Júpiter y reina de todas las deidades, con las iglesias de nuestros Santos
Apóstoles, y observa si puede formarse paralelo entre unos y otros asilos. En
Troya los vencedores conducían como en triunfo los despojos y presas que habían
robado de los templos: abrasados y de las estatuas y tesoros de los dioses, con
ánimo de distribuir el botín entre todos y no de comunicarlo o restituirlo a
los miserables vencidos; pero en Roma volvían con reverencia y decoro las
alhajas, que, hurtadas en diversos lugares, averiguaban pertenecer a los templos
y santas capillas. En Troya los vencidos: perdían la libertad, y en Roma la
conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá prendían, encerraban y
cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente el cautiverio. En
Troya encerraban y aprisionaban los vencedores a los que estaban señalados para
esclavos, y en Roma conducían piadosamente a los godos a sus respectivos
hogares a los que habían de ser rescatados y puestos en libertad. Finalmente,
allá la arrogancia y ambición de los inconstantes griegos escogió para sus usos
y quiméricas supersticiones el templo de Juno; acá la misericordia y respeto de
los godos (a pesar de ser nación bárbara e indisciplinada) escogió las iglesias
de Cristo para asilo y amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir que los
griegos, en su victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no
atreviéndose a matar ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos
que a ellos se acogían. Y concebido esto, diremos que Virgilio fingió aquellos
sucesos conforme al estilo de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó
con los más bellos coloridos la práctica que suelen observar los enemigos
cuando saquean y destruyen las ciudades.
Capítulo V. Lo que sintió Julio
César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando entran por
fuerza en las ciudades
Julio
César, en el dictamen que dio en el Senado sobre los conjurados, insertó
elegantemente aquella norma que regularmente siguen los vencedores en las
ciudades conquistadas, según lo refiere Salustio, historiador tan verídico como
sabio. <Es ordinario, dice, en la
guerra, el forzar las doncellas, robar los muchachos, arrancar los tiernos
hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de
familia, y practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los
vencedores; saquear los templos y casas, llevándolo todo a sangre y fuego, y,
finalmente, ver las calles, las plazas... todo lleno de armas, cuerpos muertos,
sangre vertida, confusión y lamentos.> Si César no mencionara en este
lugar los templos, acaso pensaríamos que los enemigos solían respetar los
lugares sagrados. Esta profanación temían los templos romanos les había de
sobrevenir, causada, no por mano de enemigos, sino por la de Catilina y sus
aliados, nobilísimos senadores y ciudadanos romanos; pero, ¿qué podía esperarse
de una gente infiel y parricida?
Capítulo VI. Que ni los mismos
romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los
vencidos, que se guarecían en los templos
Pero
¿qué necesidad hay de discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles
guerras entre sí, las que no perdonaron a los vencidos que se acogieron al
sagrado de sus templos? Observemos a los mismos romanos, recorramos el dilatado
campo de su conducta, y examinemos a fondo sus prendas, en cuya especial
alabanza se dijo: <que tenían por blasón perdonar a los rendidos y abatir a
los soberbios; y que siendo ofendidos quisieron más perdonar a sus enemigos que
ejecutar en sus cervices la venganza. Pero, supuesto que esta nación
avasalladora conquistó y saqueó un crecido número de ciudades que abrazan casi
el ámbito de la tierra, con sólo el designio de extender y dilatar su
dominación e imperio, dígannos si en alguna historia se lee que hayan
exceptuado de sus rigores los templos donde librasen sus cuellos los que se
acogían a su sagrado. ¿Diremos, acaso, que así lo practicaron, y que sus
historiadores pasaron en silencio una particularidad tan esencial? ¿Cómo es
posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para atribuírselas a
esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los lugares y tiempos,
hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir, es el rasgo
característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De Marco
Marcelo, famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se
refiere que la lloró viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar
la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de
la honestidad, queriendo se observase rigurosamente este precepto, a pesar de
ser los siracusanos sus enemigos. Y para que todo esto se ejecutase como
apetecía, antes que como vencedor mandase acometer y dar el asalto a la ciudad,
hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza a todo
el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al estilo de la
guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y
clemente como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en tal o
cual templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco
se pasaron en silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en
los reales a favor de la honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la
ciudad de Tarento, es celebrado porque no permitió se saqueasen ni maltratasen
las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de que, consultándole su
secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los dioses, de
las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos,
manifestó su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y
respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que
estaban armadas, dijo con donaire: <Dejémosles
a los tarentinos sus dioses airados.> Pero, supuesto que los
historiadores romanos no pudieron dejar de contar las lágrimas de Marcelo, ni
el donaire de Fabio, ni la honesta clemencia de aquél y la graciosa moderación
de éste, ¿cómo lo omitieran si ambos hubiesen perdonado alguna persona por
reverencia a alguno de sus dioses, mandando que no se diese muerte ni cautivase
a los que se refugiasen en el templo?
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