X.- EL APÓSTOL PEDRO Y EL PAPADO.
Todo lo que puede parecer anormal en la
historia de la Iglesia pertenece a las especies humanas y no a la substancia
divina de la sociedad religiosa.
(De
hecho —habla un historiador crítico y racionalista—, en 196, los jefes elegidos
de las Iglesias intentaban constituir la unidad eclesiástica. Uno de ellos, el
jefe de la Iglesia de Roma, parecía atribuirse el papel de potestad ejecutiva en
el seno de la comunidad y arrogarse el oficio de soberano pontífice) (1).
Pero
no se trataba solamente del poder ejecutivo; el mismo escritor hace, algo más
adelante, la siguiente confesión: «Tertuliano y
Cipriano parecían saludar en la Iglesia de Roma a la Iglesia principal y, en
cierta medida, guardiana y reguladora de la fe y de las puras tradiciones»
(2). El poder monárquico de la Iglesia Universal era sólo un germen apenas
perceptible, pero lleno de vida, en el cristianismo primitivo. En el siglo n el
germen se ha desarrollado visiblemente, como atestiguan los actos del Papa
Víctor, así como en él ni los de los Papas Esteban y San Dionisio, y en el IV
los del Papa Julio I. En el siguiente siglo vemos ya a la autoridad suprema y
al poder monárquico de la Iglesia romana elevarse como vigoroso arbusto con el
Papa San León I. Y, finalmente, hacia el siglo IX, el papado es ya el árbol
majestuoso y potente que cubre el universo cristiano con la sombra de sus
ramas.
Este
es el gran hecho, el hecho principal, la manifestación y el cumplimiento
históricos de la palabra divina: “Tú eres Pedro, etc.” Este hecho general particulares
relativos a la transmisión del poder soberano, a la elección papal, etc.,
dependen del aspecto puramente humano de la Iglesia, y desde el punto de vista
religioso su interés es por completo secundario.
También
para esto puede procurarnos una comparación el Imperio romano, que en cierto
sentido prefiguraba a la iglesia romana.
Como
Roma era el centro indiscutible del Imperio, el hombre proclamado Emperador en
Roma era inmediatamente reconocido por el universo entero, que no preguntaba si
quienes lo habían llevado al poder supremo eran el Senado, los pretorianos o
los votos de la plebe. En casos excepcionales, cuando el Emperador era elegido
fuera de Roma por las legiones, su primer cuidado era trasladarse a la ciudad
imperial, sin cuya adhesión todo el mundo consideraba provisional su elección.
La Roma de los Papas vino a ser para la cristiandad universal lo que la Roma de
los Césares para el universo pagano. El obispo de Roma era, por su misma
calidad, soberano pastor y doctor de la Iglesia entera, y nadie tenía que
preocuparse por el modo de su elección, que dependía de las circunstancias y
del medro histórico. En general, no había más motivos para dudar de la
legitimidad de la elección en el caso del obispo de Roma que en el de cualquier
otro obispo. Y una vez reconocida la elección episcopal, el jefe de la Iglesia
central, ocupando la cátedra de San Pedro, poseía en ipso todos los derechos y
poderes otorgados por Cristo a la piedra de la Iglesia.
Hubo
casos excepcionales en que la elección podía ser dudosa; la historia ha
conocido antipapas. Los falsos Demetrios y Pedros III en nada disminuyen la autoridad
de la monarquía rusa. Tampoco los antipapas pueden procurar objeción alguna
contra el papado. Todo lo que puede parecer anormal en
la historia de la Iglesia pertenece a las especies humanas y no a la substancia
divina de la sociedad religiosa.
Si ha
podido ocurrir que se empleara vino falsificado y aun envenenado para el
sacramento de la eucaristía, ¿en qué ha afectado tal sacrilegio al mismo
sacramento? Al profesar que el obispo de Roma es el verdadero sucesor de San
Pedro y, como tal, la piedra inquebrantable de la Iglesia y el portero del
Reino de los Cielos, hacemos abstracción de si el príncipe de los apóstoles
estuvo corporalmente en Roma. Es éste un hecho atestiguado por la tradición de
la Iglesia, así la oriental como la occidental, y que, personalmente, no nos
ofrece duda alguna. Pero si existen cristianos de buena fe más sensibles que
nosotros a las aparentes razones de los sabios protestantes, no discutiremos el
punto con ello. Aun admitiendo que San Pedro nunca hubiera ido corporalmente a
Roma, desde el punto de vista religioso puede afirmarse la transmisión
espiritual y mística de su poder soberano al obispo de la ciudad eterna. La
historia del cristianismo primitivo nos ofrece un brillante ejemplo de otra
comunicación análoga. San Pablo no se vincula a Jesucristo en el orden natural,
no fue testigo de la vida terrestre del Señor ni recibió su misión en forma
visible o manifiesta, y, sin embargo, todos los cristianos lo reconocen como
uno de los más grandes apóstoles. Su apostolado era un ministerio público en la
Iglesia, y, sin embargo, el origen de este apostolado (la comunicación de Pablo
con Jesucristo) es un hecho místico y milagroso. Así como un fenómeno de orden
sobrenatural formó el lazo primordial entre Jesucristo y San Pablo e hizo de
éste e! vaso de elección y el apóstol de los gentiles, sin que su milagrosa
misión impidiera a la actividad ulterior del apóstol participar de las condiciones
naturales de la vida humana y de los acontecimientos históricos, de igual modo
el primer vínculo entre San Pedro y la cátedra de Roma —vínculo del que nació
el papado— pudo muy bien depender de un acto místico y trascendental, lo que no
quita en modo alguno al papado, una vez constituido, el carácter de institución
social regular que se desenvuelve en las condiciones ordinarias de la vida
terrestre.
El
potente espíritu de San Pedro, dirigido por la voluntad omnipotente de su
Maestro, para perpetuar el centro de la unidad eclesiástica bien podía
radicarse en el centro de la unidad política preformado por la Providencia y
hacer al obispo de Roma heredero de su primado. En esta hipótesis (que, no lo
olvidemos, sólo sería necesaria si quedara positivamente demostrado que San
Pedro no estuvo en Roma), el Papa debería ser considerado como sucesor de San
Pedro en el mismo sentido espiritual, pero plenamente real en que (mutatis
mutandis) debe reconocerse a San Pablo como verdadero apóstol elegido y enviado
por Jesucristo, a quien, sin embargo, sólo conoció en una visión milagrosa.
El
apostolado de San Pablo está atestiguado en los Hechos de los Apóstoles y
consta de las mismas Epístolas de San Pablo. El primado romano, como sucesión
de San Pedro, está atestiguado por la tradición constante de la Iglesia
Universal. Para un cristiano ortodoxo esta última prueba no es substancialmente
inferior a la primera.
Podemos,
sin duda, ignorar cómo fue transportada de Palestina a Italia la piedra
fundamental de la Iglesia; pero que haya sido en verdad trasladada y fijada en
Roma, es un hecho inamovible que no puede ser desechado sin negar la tradición
sagrada y la misma historia del Cristianismo.
Este
punto de vista que subordina el hecho al principio y que atiende más a una
verdad general que a la exterior certeza de los fenómenos materiales, no nos es
personal en modo alguno; es la opinión de la misma Iglesia ortodoxa. Citemos un
ejemplo para aclarar nuestro pensamiento. Es históricamente cierto que el
primer concilio ecuménico de Nicea fue convocado por el Emperador Constantino y
no por el Papa San Silvestre. La Iglesia grecorrusa, empero, en el oficio del 2
de enero con que celebra la memoria de San Silvestre, le discierne especiales
alabanzas por haber convocado los 318 Padres de Nicea y por haber promulgado el
dogma de la fe verdadera contra el impío Arrio. No se trata de un error
histórico, porque la historia del primer concilio era muy conocida en la
Iglesia oriental, sino la manifestación de una verdad general que, para la
conciencia religiosa de la Iglesia, era mucho más importante que la exactitud
material.
Toda
vez que el primado de los Papas era reconocido en principio, se consideraba
natural referir a cada Papa todo hecho eclesiástico que tuviera lugar bajo su
pontificado. Y así, tomando en cuenta la regla general y constitutiva de la
vida eclesiástica y no los detalles históricos del caso particular, se atribuyó
al Papa San Silvestre los honores y funciones que le pertenecían según el
espíritu y no según la letra de la historia cristiana. Y se obró con razón al hacerlo, si es
cierto que la letra mata y el espíritu vivifica.
(1) B. Aubé. Les chrétiens dans l'Empire Romain, de la fin des
Anlonins au mi.lip.it du Ule. siecle, p. 69.
(2) Ibid., p. 146.
X.- EL APÓSTOL PEDRO Y EL PAPADO.
El
apóstol San Pedro tiene el primado de poder; pero ¿por qué ha de sucederlo en
el primado el Papa de Roma? Debemos confesar que no entendemos en absoluto el
verdadero alcance de la cuestión así planteada. Desde el momento en que se admite,
en la Iglesia Universal, un poder fundamental y soberano establecido por Cristo
en la persona de San Pedro, debe igualmente admitirse que ese poder existe en
alguna parte. Y la imposibilidad evidente de hallarlo fuera de Roma es ya,
creemos, motivo suficiente para adherir a la tesis católica.
Puesto
que ni el patriarca de Constantinopla, ni el Sínodo de San Petersburgo, tienen
ni pueden tener la pretensión de representar la Piedra de la Iglesia Universal,
es decir, la unidad real y fundamental del poder eclesiástico, es necesario, o
bien renunciar a la unidad y aceptar el estado de división, de desorden y servidumbre
como estado normal de la Iglesia, o bien reconocer los derechos y el valor real
del único y exclusivo poder existente que siempre se ha manifestado como centro
de unidad eclesiástica.
"...EL SANTO PADRE CONSAGRARA RUSIA A MI INMACULADO CORAZÓN...
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