La oración humilde y perseverante nunca vuelve vacía de las puertas de Dios.
Hizo Pero Dios saber a los espíritus del cielo que
su voluntad era que el Hijo muriese; y que
aceptaba su oración en la que le decía que ejecutase su voluntad sin mirar su
deseo. Así, dijo el Padre Dios se cumpliría su justicia y su misericordia:
sería saldada la deuda por los pecados cometidos, y vendría la salvación a todo
el mundo. Todos los ángeles adoraron a Su Divina Majestad; conocieron un nuevo
aspecto de la infinita sabiduría e incomprensible bondad de Dios.
La oración humilde y perseverante
nunca vuelve vacía de las puertas de Dios. No se cambió la decisión tomada antes de todos los
siglos, de que Jesús muriese; pero envió Dios un ángel para que le consolase
(Le 22, 43). No sabemos con qué razones le podría consolar, pues el Señor sabía
todo lo que el ángel pudiera decirle. El ángel no podría darle un consuelo
mejor que el que había dado el mismo Jesús poco antes a sus apóstoles. Escuchó humildemente del ángel lo que Él sabía, y le consoló,
porque no importa saber las razones, lo que importa es sentirse querido.
En esto nos enseña el Señor que debemos ser
humildes y buscar el consuelo en los demás cuando estemos tristes, aunque el
que nos intenta consolar sea más ignorante que nosotros.
Terminada la oración, se levantó el Señor del suelo
(Le 22, 45). A pesar de haber sido avisados dos veces, los apóstoles estaban de
nuevo dormidos, de «puro cansancio y tristeza»
(Mt 2.6, 45). El Señor les despertó con una triste ironía: «Dormid ahora, y
descansad».
Como si dijera: Buen sitio y buen momento habéis elegido
para dormir: en la tierra y con los enemigos ya a la puerta para prenderme.
Dormid y descansad si podéis. Os había pedido que rezarais y estuvierais despiertos
conmigo, pero ahora, por mí, podéis ya dormir... de todos modos no podréis
ahora. Y luego, como no se despertaban ni se movían del suelo, les gritó: «¡Venga,
basta ya de dormir! ¡Fuera ese sueño!» (Me 14, 41). Ya no hay tiempo para
dormir, ha llegado el momento en que vaya ser apresado (Le 22,46).
Sintió el Salvador aquella injuria de su apóstol Judas,
que le vendía. Le dolía la maldad de todos aquellos que venían a prenderle,
pero más la de su amigo y compañero Judas, uno de los doce. Su amigo Judas le había
vendido por poca cosa: lo que le quisieron dar:
« ¿Qué me queréis dar y os lo
entregaré?» (Mt 26, 15). Y con lo que le dieron se conformó, y
no hubo necesidad de ajustar el precio ni tratar más el asunto. El Señor no
quiso ya disimular el daño que le hacía esa injuria de Judas, por eso dijo a los
apóstoles: « ¿Qué, seguís durmiendo? Pues el que me vende está ya muy cerca»
(Mt 26,46, y Me 14, 42), y no está durmiendo ni ha perdido el tiempo. [Venga,
levantaos ya, vamos! Salgamos al encuentro de los que vienen a buscarme,
En este comportamiento del Señor podemos advertir
dos cosas: que la oración siempre da buenos resultados y nunca se sale vacío de
la presencia de Dios porque, aunque no se consiga consuelo, como el Señor apenas
lo tuvo, sin embargo se saca fortaleza para vencer cualquier dificultad o
tentación. La segunda cosa es que si bien es necesario descubrir a Dios nuestra
tristeza y abrir del todo el corazón, como lo hizo el Señor, y como lo hacía
David cuando decía «Derramo ante El mi plegaria, y expongo ante El mi angustia»
(Sal 141,3), sin embargo, ante la dificultad, es necesario demostrar valentía y
hacer frente a los que nos persiguen.
Jesús es entregado
y preso
Cuando Judas salió del comedor donde habían cenado,
empezó a moverse y a ordenar las cosas para apresar a Jesucristo. Fue de casa
en casa hablando con los pontífices y los principales de la sinagoga, ofreciéndoles
inmediatamente el cumplimiento de la palabra que les había dado, les explicó
que la ocasión era oportuna, y les indicó lo que debían hacer para que no se les
escapase. Como Judas no creía en Jesús, sino que le tenía por engañador y
embustero, previno todo con exactitud para salirse con su intento. Consiguió
del presidente «una cohorte» de soldados de su guardia (Jn 18, 12). Y
pareciéndoles poca gente, los pontífices y fariseos mandaron que fuesen con
ellos sus criados. E incluso decidieron que se hallasen presentes algunos «sacerdotes
principales» (Le 22,52), que entre ellos eran considerados como personas de
mucha autoridad porque habían sido sumos sacerdotes en años anteriores.
Iban también, para dar más importancia al hecho, muchos
«magistrados del pueblo», que eran personas encargadas de la administración del
Templo. Todos iban bien armados (Mt 26,47), por lo que pudiera suceder: unos
con «espadas»; otros, que podían menos, con «palos» y bastones. Llevaban muchas
«hachas encendidas y linternas» (Jn 18,3), no sólo para no tropezar en la noche
sino por miedo a que el Señor se ocultase en la oscuridad. Para juntar tanta
gente y armar tanto alboroto, se puede suponer el interés que pondría Judas en que
todo saliera adelante. En la Ciudad no podía haber pasado inadvertido tanto
barullo y ruido. Se juntó un ejército de todo tipo de gente: judíos y gentiles,
siervos y libres, eclesiásticos y laicos, militares y paisanos: todos estaban
en esta noche para apresar al Señor, porque todos tenían que alcanzar la
libertad, gracias a Él.
Judas se hizo capitán de este ejército. San Lucas dice
que «uno de ellos, que se llamaba Judas, iba en primer lugar y delante de
ellos» (22, 47). Y en los Hechos de los Apóstoles se dice que Judas «fue el
capitán de los que prendieron a Jesús» (1, 16). Judas escogió la noche para
evitar la resistencia que pudieran oponer las gentes que de día acompañaban a
Jesús; con esto satisfizo en algo el temor de los pontífices, que por temor
a la gente que seguía al Señor querían dilatar el
prendimiento para después de la Pascua. Judas escogió el momento en que Jesús
estaba fuera de la Ciudad; en el campo, para que estuviera más solo, y lejos de
quien le pudiese ayudar: porque «bien sabía el traidor aquel lugar, ya que muchas veces
solía el Señor ir allí con sus discípulos» (Jn 18, 20). Judas proveyó
a sus soldados de linternas y hachas, ¡tanto se escondió la Eterna Luz en
nuestra carne mortal, que el poder de las tinieblas tuvo que ir a buscarle con
linternas y hachas encendidas! Las armas que llevaban eran, es evidente, para
asustar a quienes se les resistieran, y para pelear y conseguir apresar a Jesús
si hacía falta usar la violencia. Judas les dio una señal, para que conocieran
a la persona del Salvador, y para que, al hacerla, se lanzaran encima de Él
para prenderle; y esto es propio de quien hace de capitán. La señal que les dio
fue el saludo habitual que se usaba entre amigos, que era besarle en la cara. Y fue además una
señal propia de un traidor, porque como hombre falso y con doblez, quiso conseguir
dos cosas a un tiempo: entregarles al preso y quedar a cubierto ante su Maestro
como si, al entrar en el huerto y darle un beso, fuera allí como un apóstol más
sin tener nada que ver con el asunto. Y, además, Judas les avisó
diciendo: «Aquel
a quien yo bese, ése es, cogedle y lleváoslo preso» (Mt 26, 48 y Me 14, 44).
Como si dijera: Como es de noche, y muchos entre vosotros no le conocéis, no me
extrañaría que os engañara y se os escapara; por eso, que nadie se mueva hasta
que yo dé la señal. Al que yo bese, ése es; cogedle en seguida y apresadle, y
sujetadle bien, no sea que se os escape o que alguien le defienda y os lo
quite. De esta manera prepararía Judas su traición, mientras los demás apóstoles
dormían. Con lo que se ve que si los que siguen al Señor no son muy buenos,
llegan a ser, como Judas, los peores de todos.
Salió el ejército guiado por Judas fuera de la Ciudad
hasta el Monte de los Olivos. Iban los soldados de la cohorte y su tribuno con
ellos (Jn 18, 12), y muchos pontífices y magistrados del Templo, y ancianos, y
gente importante, acompañados de sus criados y siervos que les seguían. Las
armas brillaban a la luz de la inexactitud para salirse con su intento. Consiguió
del presidente «una cohorte» de soldados de su guardia (Jn 18, 12). Y
pareciéndoles poca gente, los pontífices y fariseos mandaron que fuesen con
ellos sus criados. E incluso decidieron que se hallasen presentes algunos «sacerdotes
principales» (Le 22,52), que entre ellos eran considerados como personas de
mucha autoridad porque habían sido sumos sacerdotes en años anteriores.
Iban también, para dar más importancia al hecho, muchos
«magistrados del pueblo», que eran personas encargadas de la administración del
Templo. Todos iban bien armados (Mt 26,47), por lo que pudiera suceder: unos
con «espadas»; otros, que podían menos, con «palos» y bastones. Llevaban muchas
«hachas encendidas y linternas» (Jn 18,3), no sólo para no tropezar en la noche
sino por miedo a que el Señor se ocultase en la oscuridad. Para juntar tanta
gente y armar tanto alboroto, se puede suponer el interés que pondría Judas en que
todo saliera adelante. En la Ciudad no podía haber pasado inadvertido tanto
barullo y ruido. Se juntó un ejército de todo tipo de gente: judíos y gentiles,
siervos y libres, eclesiásticos y laicos, militares y paisanos: todos estaban
en esta noche para apresar al Señor, porque todos tenían que alcanzar la libertad,
gracias a Él.
Judas se hizo capitán de este ejército. San Lucas dice
que «uno de ellos, que se llamaba Judas, iba en primer lugar y delante de
ellos» (22, 47). Y en los Hechos de los Apóstoles se dice que Judas «fue el
capitán de los que prendieron a Jesús» (1, 16). Judas escogió la noche para
evitar la resistencia que pudieran oponer las gentes que de día acompañaban a
Jesús; con esto satisfizo en algo el temor de los pontífices, que por temor
a la gente que seguía al Señor querían dilatar el
prendimiento para después de la Pascua. Judas escogió el momento en que Jesús
estaba fuera de la Ciudad; en el campo, para que estuviera más solo, y lejos de
quien le pudiese ayudar: porque «bien sabía el traidor aquel lugar, ya que
muchas veces solía el Señor ir allí con sus discípulos» (Jn 18, 20). Judas proveyó
a sus soldados de linternas y hachas, ¡tanto se escondió la Eterna Luz en
nuestra carne mortal, que el poder de las tinieblas tuvo que ir a buscarle con
linternas y hachas encendidas! Las armas que llevaban eran, es evidente, para
asustar a quienes se les resistieran, y para pelear y conseguir apresar a Jesús
si hacía falta usar la violencia. Judas les dio una señal, para que conocieran
a la persona del Salvador, y para que, al hacerla, se lanzaran encima de Él
para prenderle; y esto es propio de quien hace de capitán. La señal que les dio
fue el saludo habitual que se usaba entre amigos, que era besarle en la cara.
Y fue además una señal propia de un traidor, porque como hombre falso y con
doblez, quiso conseguir dos cosas a un tiempo: entregarles al preso y quedar a
cubierto ante su Maestro como si, al entrar en el huerto y darle un beso, fuera
allí como un apóstol más sin tener nada que ver con el asunto. Y, además, Judas
les avisó diciendo: «Aquel a quien yo bese, ése es, cogedle y lleváoslo preso»
(Mt 26, 48 y Me 14, 44). Como si dijera: Como es de noche, y muchos entre vosotros
no le conocéis, no me extrañaría que os engañara y se os escapara; por eso, que
nadie se mueva hasta que yo dé la señal. Al que yo bese, ése es; cogedle en
seguida y apresadle, y sujetadle bien, no sea que se os escape o que alguien le
defienda y os lo quite. De esta manera prepararía Judas su traición, mientras
los demás apóstoles dormían. Con lo que se ve que si los que siguen al Señor no
son muy buenos, llegan a ser, como Judas, los peores de todos.
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