PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
EL HUMANISMO CATÓLICO
HASTA QUAS PRIMAS
HASTA QUAS PRIMAS
1º
El humanismo y la separación de los poderes
Como el bautismo no sana completamente los desórdenes de la concupiscencia hasta
después de la muerte, el matrimonio entre el Ministerio apostólico y la Ciudad cristiana
no podía dejar de ser conflictivo114. Fue logrado con mucho sacrificio,
como lo muestra la larga lista de mártires entre los primeros Papas hasta la
conversión del primer emperador romano, y fue conservado del mismo modo, como
lo muestra la historia de los Papas medievales, en particular la de San
Gregorio VIL Pero mil años hicieron olvidar a los reyes cristianos la
revelación de Constantino: «In hoc signo vinces, con este signo
venceras»115, es decir, que el orden político sólo tenía fortaleza para
vencer a los enemigos en la medida en que pusiera en sus banderas el signo de
la Cruz de Cristo, sometiéndose al poder eclesiástico y poniendo la espada a su
servicio. Creyendo que su autoridad se sostenía por la naturaleza intrínseca de
la res publica, los príncipes cristianos fueron de los primeros en
abrazar la rebelión del humanismo contra la autoridad eclesiástica, celosos
hasta el hartazgo del poder que ésta tenía sobre sus propios súbditos. La
afrenta de Anagni, que acabó con la vida de Bonifacio VIII, marca el inicio del
fin de la Cristiandad (pues entonces los reyes se liberan del dominio del Papa)
y da comienzo a la modernidad Puede decirse que, si bien no hubo un divorcio
formal, los Papas y la autoridad política comenzaron a vivir separados bajo el
mismo techo de la que cada vez merecería menos el nombre de «Cristiandad». Los reyes,
en general, dejaron de promover la fe entre sus súbditos, por temor a la fuerza
del poder espiritual, y los Papas, en general, dejaron de buscar la obediencia
del poder político, por temor a que les pase lo de Bonifacio VIII. Y hasta
muchos de éstos también se contagiaron de humanismo.
2º La «línea media»
del humanismo católico
Como hemos dicho, ante los excesos de un humanismo que se vuelve
inevitablemente contra la Iglesia, hubo siempre una reacción conservadora de
«línea media» que trató de salvarlo del naufragio, reconciliándolo lo más
posible con la doctrina católica. En el siglo XIV podemos ver representada la
posición excesiva en el Defensor pacis de Marsilio de Padua y la
posición atenuada del humanismo que quiere permanecer católico en la Monarchia
de Dante Alighieri. Tanto Marsilio como Dante se han hartado de la intervención
eclesiástica en los asuntos políticos, no siempre bien llevada. Aquel,
entonces, declara la subordinación de la Iglesia al estado en el orden
temporal. Mientras que Dante, como buen católico, reconoce la superioridad del
orden eclesiástico sobre el político, pero como mejor humanista, los separa y
le otorga cierta autonomía al segundo. El resultado, a la larga, será el mismo
¿o peor? Porque los Papas tienen real poder sobre los estados en la medida en
que se mantiene viva la fe en Jesucristo Sacerdote y Rey, y los príncipes
políticos se ven obligados a respetarlos. Pero si esta fe se apaga, el poder
político no dejará de subyugar a la Iglesia. Y quizás la posición media sirvió
más para apagar la fe que la posición extrema, porque ésta le duele al
católico, pero aquella lo anestesia. Una fuerte llama se apaga mejor impidiendo
la renovación del aire que soplando sobre ella.
El
error con el que el Dante fundamenta su posición ya había servido a otros y
prestará servicios durante siglos, hasta abrir las puertas al Vaticano II.
Consiste en identificar el fin temporal del estado con un fin puramente natural.
Es sutil, porque la división cristiana de los poderes político y eclesiástico procede
de la distinción entre el orden natural y sobrenatural, pero que proceda de
ella no quiere decir que se identifique con ella. Es un error semejante
al que cometerían quienes, identificando la división entre cuerpo y alma con la
distinción entre lo animal y racional en el hombre, afirmaran que el cuerpo del
hombre tiene una finalidad puramente animal. Así como las funciones sensibles,
que en un bruto se ordenan a un fin puramente animal, en el hombre se elevan al
servicio de la razón; así también las funciones políticas, que en un orden de
naturaleza pura se habrían ordenado a un fin puramente natural, en el orden
sobrenatural en el que Cristo nos restableció, se deben elevar al servicio de
la Iglesia. Ni el hombre ni la sociedad pueden tener dos fines últimos: uno
natural y otro sobrenatural, sino que, habiendo podido tener sólo el natural, tienen
de hecho sólo el sobrenatural. El fin del orden político no es último, sino intermedio,
y está esencialmente subordinado al fin último, encomendado inmediatamente a la
potestad de la Iglesia. Esta salomónica división por la que se dejaba al estado
la naturaleza y la filosofía, reservando para la Iglesia la teología
y la gracia, agradó sobremanera a la «línea media», pues aplicando
el principio «gratia non tollit naturam, sed perficit, la gracia
no quita la naturaleza, sino que la perfecciona», parecía acabar con los
conflictos respetando la dignidad de los Papas y dejando en libertad a los
reyes:
•
Gratia non tollit naturam. Los Papas no debían pretender dominar, ni
menos quitar las coronas - siendo Bonifacio VIII el último en intentarlo,
porque éstas se gobiernan independientemente con la razón filosófica.
•
Gratia perficit naturam. Los reyes debían favorecer a la Iglesia, pues
perfecciona la moral de las personas. Pero - algo había que sacrificar - con
este naturalismo político se daba muerte a la Cristiandad que había
engendrado la Iglesia, la que terminaría de agonizar dos siglos después, con la
fractura de la reforma.
En
el siglo XVI, el humanismo protestante cae en mayores excesos. Marsilio de
Padua se pretende aristotélico y le deja un lugar a la Iglesia. Lutero, en
cambio, rechaza la Iglesia y la misma razón filosófica, refugiándose en la
subjetividad. En el nuevo combate que se entabla, el adalid de la «línea media»
fue el gran humanista católico Francisco de Vitoria. Su posición se funda en el
mismo error del Dante, pero ahora -como le ocurre al punto medio con una posición
cada vez más distante la reducción del orden político al derecho natural ya no
aparece como una concesión que los teólogos innovadores le arrancan a la
Iglesia, sino como la gran tesis que los teólogos conservadores deben defender
ante las nuevas negaciones. Consecuentemente, será el primero en hablar de
un filosófico «ius gentium» o «derecho internacional», función que la Cristiandad
le había reconocido al Papa, como Vicario de Cristo en la tierra. Y por última consecuencia,
va a negar que Cristo sea Rey de reyes. Vitoria va a hacer escuela, y a través
de Francisco Suárez, esta posición reducida pasará a considerarse casi doctrina
común entre los teólogos católicos. Esta concepción ya decididamente moderna de
la relación del orden político al eclesiástico, va a animar una expresión que,
como dijimos, puede entenderse bien pero es ambigua: la «subordinación indirecta».
Habíamos dicho que la expresión es legítima entendida de las jurisdicciones,
porque los reyes la reciben inmediatamente de Cristo y no del Papa; pero ahora
se entiende de los fines, porque el fin natural, conocido a través de la razón
filosófica, no puede considerarse esencialmente subordinado al fin sobrenatural,
que es gratuito. Como tampoco la filosofía puede considerarse directamente
subordinada a la teología cristiana, sino sólo por manera indirecta. De ahora
en más, los hombres cristianos que asumen el gobierno de los estados, gobiernan
a los demás en cuanto hombres por la razón filosófica, buscando el fin
natural para sus reinos, sin tener que pedir ningún nihil obstat al magisterio
de la Iglesia. Y se gobiernan a sí mismo en cuanto cristianos por la
razón teológica, buscando el fin sobrenatural de la salvación, en dócil
atención al magisterio eclesiástico. Éste, entonces, no deja de tener cierta indirecta
influencia sobre sus gobiernos a través de un cristianismo limitado, de
ahora en más, por la racionalidad de sus pretensiones.
De
esta manera, la inteligencia católica abandona el combate propiamente teológico
por el reinado social de Nuestro Señor, y retrocede a una trinchera que se
pretende apologética: habiendo aceptado el principio que la política se
mueve en un orden puramente natural, los teólogos católicos van a enfocar los asuntos
políticos y sociales desde un punto de vista puramente apologético, destacando
la obligación en que la razón filosófica se halla de aceptar la fe cristiana y
reconocer la bondad de la Iglesia. Pero esta apologética renga, animada por un
principio teológico falso, se halla viciada de incoherencia en su misma
raíz, porque si bien no deja de sostener que los gobernantes deben declararse
públicamente cristianos y rendir culto público al Creador según las leyes de la
Iglesia, sin embargo reconocía que en sus funciones políticas debían guiarse
solamente por la filosofía. ¿Deberían llevar los pueblos a Misa y adorar la
Eucaristía sólo porque es razonable ser religioso a la manera católica?
La coherencia pide una de dos cosas: si un gobernante debe adorar la Eucaristía
en su condición de tal, es porque no puede conducirse como puro filósofo; y si
debe gobernar como filósofo, no puede adorar la Eucaristía más que como persona
privada. El
humanismo agresivo se sentirá feliz de hacer la guerra a los católicos en esta
nueva posición. ¿Se van a defender con la sola fuerza de la razón? Bien, ahora
los atacará con el principio subjetivista que anima el protestantismo:
la razón depende demasiado del sujeto como para quitarle la libertad de
opinión, sobre todo en asuntos espirituales, por lo que no puede decirse que es
obligatorio creer; los gobiernos, entonces, no tienen por qué privilegiar la
forma católica de la religión.
3º «Quas primas»
Después
de Bonifacio VIII, León XIII será el primero de los Papas que se atreva a
presentar de nuevo la doctrina de la Iglesia sobre la relación con los estados
(¡seis siglos de silencio!). Por motivos que no intentamos determinar, juzgó
más prudente seguir la tendencia de los teólogos antiliberales del momento y darle
a la doctrina política y social un enfoque decididamente apologético. Pero lo
hizo con una apologética mejor, pues nunca concedió que el bien común temporal
que el Estado persigue sea puramente natural. Además, siguiendo el impulso del
Vaticano I, ofreció combate contra el subjetivismo moderno alentando fuertemente
el regreso de los teólogos a Santo Tomás. Creemos que el fruto más precioso de
la renovación del tomismo entre los teólogos, ha sido la encíclica Quas
primas, de Pío XI, dada el 11 de diciembre de 1925, junto con la
institución de la fiesta de Cristo Rey. Tenemos en ella la recuperación entera
y valiente de la verdadera doctrina de la Iglesia sobre el orden político: “Es
evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Cristo como hombre
el título y la potestad de Rey”. Quas primas es la Carta Magna de la
política católica.
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