PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO
DE UNA HERMENÉUTICA
DEL
CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
D. LA
GRACIA,
LIBERADORA DE LA NATURALEZA
1º El naturalismo humanista
LIBERADORA DE LA NATURALEZA
1º El naturalismo humanista
La vida cristiana está
marcada por tres grandes verdades: Dios nos creó ordenados a un fin
sobrenatural, la naturaleza humana fue herida por el pecado original, y fuimos
redimidos por la Cruz de Cristo. De allí que quede revestida de negatividad: “Si alguno quiere venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo” (Lc 9,23). La Edad Media emprendió este camino con fe y
generosidad, pero en el umbral de la santidad, la mayoría se espantó y miró
para atrás, extrañando las cebollas de Egipto. Así nació el humanismo. El
humanismo -dijimos- es el monje secularizado que, vacilando en su fe, juzgó
irracional despreciar de ese modo los valores humanos. No implica
necesariamente la apostasía -aunque termina en ella-, pero sí implica la
revancha de la naturaleza sobre las exigencias de la gracia. El humanismo, como
su nombre lo da a entender con sinceridad, es primera e inmediatamente un
«naturalismo». Aunque lo es sólo en primer lugar, porque, como hemos mostrado
al hablar del subjetivismo, no puede quedarse allí: la sabiduría cristiana no
se lo permite. Por eso, en la defensa de sus posiciones, se irá viendo obligado
a renunciar a sus posesiones naturales, comenzando por la certeza de su
conocimiento y terminando en la contranatural de la homosexualidad.
2º
El naturalismo conciliar
El nuevo humanismo
conciliar es un intento de retorno a sus principios, tratando de reforzar la
dosis de catolicismo. El Concilio dice a los humanistas viejos: Nolite
timere, que el mismo Santo Tomás reconoce que la gracia no niega la naturaleza sino que la perfecciona: “Cum enim gratia
non tollat naturam, sed perficiat...”. Esta verdad, que cabría destacar
desde un punto de vista apologético para justificar la aparentemente negativa
espiritualidad cristiana, pasa a ser, en el pensamiento conciliar, la esencia misma
del orden de la gracia: Dios nos da su gracia para hacernos perfectos hombres,
en particular para perfeccionar nuestra libertad. El orden de gracia estaría
ordenado, por su misma finalidad, a la perfección de la naturaleza. Ya no habría
que llamarlo orden sobrenatural, sino subnatural (aunque no hemos
encontrado este sincero término en los documentos conciliares). Demos una
mirada a Gaudium et spes, carta magna del humanismo conciliar, y podremos
comprobarlo. En el n. 16 se enseña que la dignidad del hombre consiste en la
conciencia: “Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en
cuya obediencia consiste la dignidad humana” (n. 16). Pero ¿no habría que decir
que la dignidad humana consiste en haber sido elevados a la participación de la
naturaleza divina? Claro que sí, pero esto se dice en el punto siguiente. ¿Qué
es lo más propio de la naturaleza divina? La autonomía. Por eso el hombre
participa de la divinidad al seguir la ley de la conciencia en libertad: “La verdadera
libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. [...] La dignidad
humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre
elección” (n. 17). Sin embargo, hay un riesgo para la dignidad humana, porque
“la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado”
(n. 16). De allí la necesidad de la gracia: “La libertad humana, herida por el
pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios [la de la propia
conciencia], ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios” (n. 17). En
esta primera mención de la gracia que hace la Constitución, queda claro que su
función es la de reparar y sostener la libertad. En perfecta coherencia, nos
dice el Concilio que la Revelación no consiste, como creíamos, en darnos a
conocer el misterio de la naturaleza divina en su vida trinitaria, sino en dar
a conocer el misterio de la naturaleza humana. Porque como “todo hombre resulta
para sí mismo un problema no resuelto, percibido con cierta oscuridad” (n. 21), “Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (n. 22). Parece haber sido
ésta la gran finalidad de la Encarnación: “El misterio del hombre sólo se
esclarece en el misterio del Verbo encarnado. [...] Este es el gran misterio
del hombre que la Revelación cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en
Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos
envuelve en absoluta oscuridad” (n. 22).
E.
CONCLUSIÓN
El humanismo moderno -¡no
el integral, por favor!- sostiene la dignidad de un hombre cuyo valor supremo
es la libertad, cuya inteligencia está liberada de la tiranía de la realidad
por el relativismo subjetivista, cuya moral está regida por la ley suprema de
su propia conciencia. Es un hombre que no reconoce nada que esté por encima de su
propia naturaleza, que se ha vuelto ateo, al menos de hecho, por haber renunciado
- como reconocía Pablo VI - a la trascendencia de las cosas supremas. Prometeo,
es decir, el Concilio, le sale al encuentro y le propone un «humanismo nuevo»,
en el cual no sólo no perderá ninguna de sus costosas conquistas, sino que se
verá enriquecido con el fuego divino: la herencia de la Iglesia. Que se acuerde
que de Ella tomó sus riquezas y que advierta que sólo Ella las conserva:
• En la libertad está
ciertamente -concede el Concilio- la dignidad suprema del hombre, pero por ella
trascendemos la condición de puras creaturas y nos elevamos a la condición de
imagen del Creador. La libertad es participación de la naturaleza divina. Véase
cómo la libertad aparece más bella considerada en su trascendencia.
• Es cierto -concede el
Concilio- que nuestras fórmulas conceptuales dependen de nuestra subjetividad y
no están sometidas a la tiranía de un único sistema doctrinal, pero la inteligencia
puede trascender lo puramente fenoménico y tener la experiencia de la Verdad en
el misterio de Dios. Y que el hombre no tema, porque en el misterio de Dios no hallará
otra cosa que la revelación de su propio misterio: así como Dios se ve a sí
mismo en el hombre, hecho a su imagen, el hombre se ve a sí mismo en Dios.
• La conciencia -concede
el Concilio- es ciertamente la ley suprema de la moralidad, pero como las humanas
tendencias del corazón son ley natural, participación de la ley eterna del
Creador, todo hombre de buena voluntad cumple espontáneamente con la voluntad
de Dios. No temamos, entonces, que la voluntad de Dios es que seamos libres de
hacer lo que bien nos parezca.
• Es cierto -concede por
último el Concilio- que más de un teólogo ha presentado la gracia divina como
un fuego que consume al hombre como incienso para gloria de Dios, pero en
realidad la gracia, participación de la naturaleza divina, no es otra cosa que
la plenitud de la libertad de los hijos de Dios. Pero la experiencia muestra
que el hábito del pecado reduce la libertad (un solo pecadito es poca
cosa), pues el que fuma ya no puede dejar de fumar. Pues bien, la gracia de
Dios nos ayuda a liberarnos de estas estructuras esclavizadoras del pecado. Razón
tenía Pablo VI para declarar que entre el humanismo ateo y el humanismo nuevo
del Concilio no había ningún conflicto. La única diferencia está en que el
primero anda huérfano y el segundo tiene a Dios y a la Iglesia a su servicio.
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