SI HAY CERTEZA
DE LA CONDENACIÓN DE ALGUNO
A QUIEN SE VE MORIR MAL
DE LA CONDENACIÓN DE ALGUNO
A QUIEN SE VE MORIR MAL
No; es un secreto de Dios.
Algunos envían a todo el mundo al infierno, como otros remiten a todos al
cielo. Imaginase los primeros ser justos, y los segundos se creen caritativos.
Unos y otros se engañan, y su primer error está en querer juzgar de cosas que no
es dado al hombre conocer en este mundo.
Al ver morir mal a alguno,
débese temblar sin duda y no disimularse la horrible probabilidad de una
reprobación eterna. En París, algunos años ha, una desgraciada madre, al saber
la repentina muerte de su hijo en espantosas circunstancias, permaneció dos
días de rodillas, arrastrándose por el suelo, dando gritos de desesperación y
repitiendo sin cesar: "¡Hijo mío! ¡pobre hijo mío!... ¡en el fuego!.. ¡Quemarse,
quemarse eternamente!” Era cosa horrible verlo y oírlo. Y sin embargo, por probable,
por cierta que pueda parecer la pérdida eterna de alguno, queda siempre en
impenetrable misterio lo que pasa entre el alma y Dios en el momento supremo, del
cual no hay que desesperar. ¿Quién dirá lo que pasa en el fondo de las almas,
aun las más culpables, en aquel instante único en que el Dios de bondad que ha
creado por amor a todos los hombres, que los ha redimido con su sangre y que
quiere la salvación de todos, hace necesariamente para salvar a cada uno de
ellos su último esfuerzo de gracia y de misericordia? ¡Necesita la voluntad tan
poco tiempo para volverse hacia su Dios!
Por esto la Iglesia no
tolera que se pronuncie como cierta la condenación de quienquiera que sea,
porque sería usurpar el lugar de Dios. A excepción de Judas algunos otros, cuya reprobación está más o
menos explícitamente revelada por Dios mismo en la Sagrada Escritura, no es absolutamente
cierta la condenación de nadie. La Santa Sede nos ha dado no hace mucho tiempo,
una curiosa prueba de esto con ocasión del proceso de beatificación de un gran siervo
de Dios, el Padre Palotta, que vivió y murió en Roma en olor de una admirable
santidad, bajo el pontificado de Gregorio XVI. Un día el santo sacerdote
acompañaba al suplicio a un asesino del peor género, que rehusaba
obstinadamente arrepentirse, se mofaba de Dios y blasfemaba hasta en el
cadalso. El P. Palotta había agotado todos los medios de conversión: estaba en
el tablado al lado de aquel miserable; bañado de lágrimas el rostro, se había
echado a sus pies suplicándole que aceptase el perdón de sus crímenes,
mostrándole el anchuroso abismo en que iba a caer. A todo esto, el monstruo
había respondido con un insulto y una blasfemia, y su cabeza acababa de caer al
golpe de la fatal cuchilla. En la exaltación de su fe, de su dolor e
indignación, y también para que aquel horrible escándalo se trocase para la
muchedumbre de los asistentes en saludable lección, el piadoso eclesiástico se
levanta, toma por los cabellos la ensangrentada cabeza del ajusticiado, y presentándola
a la multitud: —“¡Mirad! —exclamó con voz atronadora—; ¡mirad bien; he aquí la
cara de un condenado!” Se comprende perfectamente este rasgo de fe, en cierto
sentido muy admirable; dícese, empero, que bastó para retardar el proceso de
beatificación del venerable P. Palotta; hasta tal punto la Iglesia es Madre de
misericordia, y tanto es lo que espera, aun contra toda esperanza, cuando se
trata de la salvación eterna de un alma. Esta idea puede dejar alguna esperanza
y llevar algún consuelo a los verdaderos cristianos, ante ciertas muertes
espantosas, repentinas e imprevistas, al parecer positivamente malas. A juzgar
tan sólo por las apariencias, aquellas pobres almas están evidentemente perdidas:
¡hacía tantos años que aquel anciano vivía apartado de los sacramentos, se
burlaba de la Religión, hacía alarde de su incredulidad! ¡Aquel pobre joven,
muerto sin poder confesarse, se portaba tan mal y eran tan deplorables sus
costumbres! ¡Aquel hombre, aquella mujer, han sido sorprendidos por la muerte
en tan mala ocasión, y parece tan cierto que no han tenido tiempo de volver
sobre sí! No importa: nosotros no debemos, no podemos decir de una manera
absoluta que estén condenados: sin dejar de atender los derechos de la santidad
y de la justicia de Dios, no perdamos nunca de vista los de su misericordia. Recuerdo,
a este propósito un hecho muy extraordinario, al par que consolador, siendo para
mí garantía segura-de autenticidad el origen de donde me ha venido. En uno de
los mejores, conventos de París vive aún hoy día una religiosa de origen judío,
tan notable por sus altas virtudes como por su inteligencia. Sus padres eran
israelitas, y no sé cómo a la edad de unos veinte años se convirtió ella y
recibió el bautismo. Su madre era una verdadera judía; tomaba en serio su
religión, y por otra parte practicaba todas las virtudes de una buena madre de
familia, y amaba con pasión a su hija. Cuando supo su conversión, se enfureció por
completo, y desde aquel día empezó una serie no interrumpida de amenazas y
astucias de toda clase para volver a la apóstata, como ella la llamaba, a la
religión de sus padres. Por su parte la joven cristiana, llena de fervor, oraba
sin cesar y practicaba cuanto podía para alcanzar la conversión de su madre. Viendo
la inutilidad de sus esfuerzos, y pensando que con un gran sacrificio más que
con las oraciones, obtendría la gracia que solicitaba, resolvió entregarse del
todo a Jesucristo y hacerse religiosa, lo cual ejecutó valerosamente. Tenía
entonces cerca de veinticinco años. La desgraciada madre se exasperó así más
contra su hija y contra la Religión cristiana; lo que no hacía más que aumentar
el ardor de la nueva religiosa para conquistar a Dios un alma tan querida. Así
continuó durante veinte años: viendo de cuando en cuando a su madre, habíase
renovado un poco el afecto materno, pero ningún progreso se notaba, a lo menos
en apariencia, con respecto al alma. Un día al pobre religiosa recibe una carta
notificándole que una muerte repentina le había arrebatado a su madre, quien
fue hallada muerta en la cama. Describir la desesperación de la religiosa, sería
imposible. Casi loca de dolor, no sabiendo lo que hacía, ni lo que decía, corre
con la carta en la mano a echarse a los pies del Santísimo Sacramento, y cuando
le permitieron sus sollozos pensar y hablar, dijo, o más bien, gritó a Nuestro
Señor: “¡Dios mío! ¿es así cómo habéis atendido a mis súplicas, a mis lágrimas,
a todo cuanto he hecho por espacio de veinte años?” Y le enumeraba, por decirlo
así, sus sacrificios de todo género, añadiendo con indecible amargura: "¡Y
pensar que a pesar de todo esto mi madre, mi pobre madre está condenada!” No
había aún concluido, cuando una voz salida del tabernáculo le dice con severo
acento: “¿Qué sabes tú?” Espantada la pobre hermana, quedó inmóvil. “Sabe,
replicó la voz del Salvador, sabe para confundirte y consolarte a la vez, que
por ti he dado a tu madre en el momento crítico una gracia tan poderosa de luz
y de arrepentimiento, que su última palabra ha sido: “ Me arrepiento, y muero
en la religión de mi hija” . Tu madre está salvada. Está en el purgatorio, no
dejes de rogar por- ella” . He oído referir algún caso análogo. Cualquiera que
sea la autenticidad de cada uno en particular, ellos atestiguan una grande y
dulce verdad, a saber:
—que sobreabunda la
misericordia de Dios en este mundo;
—que en el último momento
hace un supremo esfuerzo para arrancar los pecadores al infierno;
—y finalmente, que tan
sólo caen en las manos de la eterna justicia aquéllos que rehúsan hasta el fin
los toques de la misericordia.
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