El juicio
(continuación)
Remordimientos del religioso
que se condena
que se condena
El mayor tormento que
tendrá el condenado en el infierno será él mismo, por los remordimientos de su
conciencia: su gusano no muere (Mc. 9,47). Ese gusano que no muere es el
remordimiento interior que tendrán los condenados en el infierno. Pues ¡cuán
cruel será para un religioso el pensamiento de que se ha condenado por cosas
tan pequeñas! «¿Por aquella satisfacción pasajera y fatal -se dirá- perdí el
cielo y a Dios y me he condenado a los tormentos de esa cárcel eterna?» Había
dejado el mundo, me había encerrado entre cuatro paredes y me había despojado
de mi libertad, y por haber abandonado a Dios he llevado una vida desgraciada,
para terminar con otra mucho más desgraciada en esta, cueva de fuego. Me había
dado Dios tantas luces y tantos medios de salvación, y yo, insensato de mí, me
empeñé en condenarme. ¡Ah JESÚS mío! Eso estaría diciendo ahora en el infierno
si me hubierais hecho morir aquel día en que estaba en pecado. Os doy gracias
por la misericordia con que me habéis tratado, y detesto todos los pecados con
que os ofendí. Si estuviera en el infierno, no podría amaros ya; pero, puesto
que puedo amaros, os amo con todo mi corazón. Os amo, Dios mío, amor mío, mi
todo. ¿Qué es nuestra vida sino un sueño y un soplo? ¿Qué parecerá al condenado
la vida que tuvo en la tierra durante cuarenta o cincuenta años en comparación
con la eternidad desgraciada, que después de cien o dé mil millones de años
estará en sus comienzos? ¿Qué le
parecerán entonces aquellos placeres por los cuales se perdió? -Por aquellos
gustos malditos-clamará-, que apenas probados se desvanecieron, tendré que
estar ardiendo en este horno; en un abandono desolado, por toda la eternidad.
Otro de los remordimientos crueles del condenado será pensar lo poco que tendría
que haber hecho para salvarse. «Si hubiera perdonado aquella injuria -pensará-,
o vencido aquel respeto humano, o huido de aquella ocasión, no me hubiera
condenado». ¿Qué me costaba haberme apartado de aquella conversación, o
privarme de aquel placer, o ceder en aquella cuestión de honor? Y aun cuando me
hubiera costado, por todo debiera haber pasado a trueque de salvarme; pero no
lo hice, y mi ruina es de las que no admiten reparación. Si hubiera frecuentado
los sacramentos, si no hubiera dejado la oración, si me hubiera encomendado a
Dios, no hubiera caído. Muchas veces lo prometí, pero nunca lo cumplí; quizá
alguna vez comencé, pero no perseveré, y por eso me veo condenado. ¡Oh Dios de
mi alma! ¡Cuántas veces os juré amor, y de nuevo os volví las espaldas! ¡Ah!
Por el amor que me tuvisteis en la cruz, hasta morir por mí, dadme vuestro amor y la gracia de acudir a Vos siempre que me vea
tentado. Para un religioso que se haya condenado serán una espada cruel las
luces, las llamadas y todas las demás gracias de Dios en su vida religiosa. «Yo
podía haberme hecho santo - gemirá- y ser eternamente feliz, y ahora tengo que
ser desgraciado por toda la eternidad». La pena más cruel del condenado será
ver que se ha condenado por su culpa, después de que Jesucristo murió por su
salvación. «Un Dios dio su vida por salvarme, y yo, loco de mí, he querido
sepultarme en esta tumba de fuego. ¡Oh cielo perdido! ¡Oh desgraciado de mí!»
Esos serán los eternos lamentos de los condenados en el infierno. ¡Oh Dios mío,
por mí despreciado y repudiado, haced que os encuentre ahora, que todavía es
para mí tiempo de encontraros! Para ello, amado Redentor mío, dadme un poco del
dolor que en el huerto de Getsemaní tuvisteis por mis pecados. Me arrepiento,
sobre todo otro mal, de haberos ofendido. Recibidme en vuestra gracia. JESÚS mío,
que yo os prometo amaros y no querer más amor que el vuestro. Figuraos a un
enfermo preso de fuertes dolores y sin un alma que se compadezca de él; al
contrario: de los que le rodean, unos le injurian, otros le echan en cara sus
crímenes, otros le maltratan rabiosamente. Pues peor tratan todavía al
condenado en el infierno: sufre todos los dolores y no encuentra en su
alrededor un bien de compasión. ¡Y si al menos pudiera el condenado amar al
Dios que justamente le castiga! Pero no: conociendo todo lo amable que es Dios,
se ve obligado a odiarle, y ese es el verdadero infierno: no poder amar al sumo
bien, que es Dios. Si pudieran los condenados conformarse con la voluntad
divina, como se conforman las almas buenas en medio de sus dolores, el infierno
no sería infierno; pero ¡inútil ilusión! Tendrán que retorcerse como reptiles
aplastados por la fuerza de la justicia divina, y su rabia no hará más que
acrecentar sus tormentos. ¿De modo, JESÚS mío; que si estuviera en el infierno
yo no podría amaros, sino que tendría que odiaros eternamente? Vos me
creasteis, y moristeis por mí, y me enriquecisteis con tantas gracias
especiales; ése es el mal que me habéis hecho. Castigadme, pues, como queráis,
pero no me privéis de poderos amar. Os amo, JESÚS mío, y quiero amaros siempre.
-Representaos- el horror de un alma al entrar en el infierno. -¿Ya estoy
condenado? -gritará-. ¡Lo erré para siempre! Y pensará el infeliz en si podrá
encontrar un remedió, y tendrá que convencerse de que su ruina es irreparable
eternamente. Y pasarán los siglos por millones, más que las gotas de agua de la
mar, y las arenas de las playas, y las hojas de los árboles, y el infierno
estará comenzando para el pobre condenado. Y si pudiera, por lo menos, el
desgraciado ilusionarse diciendo: «¿Quién sabe si algún día terminará el
infierno para mí?» Pero no: en el infierno no hay ese quién sabe. Tiene
el condenado la certidumbre de que los tormentos que padece le han de durar por
toda la eternidad. ¡Dios mío!, creyendo en el infierno, ¿puede haber quien
peque? No habrá pena comparable a la de aquellos que, habiendo meditado con
frecuencia en el infierno, se han precipitado así mismos en él por el pecado.
No perdamos, pues, un momento; dejémoslo todo y abracémonos con Jesucristo: el
que no teme no se salva. ¡Ah JESÚS mío! Vuestra sangre y vuestra muerte son mi
esperanza. Pueden abandonarme todos con tal que no me abandonéis Vos. Ya veo
que no me habéis abandonado, puesto que me invitáis al perdón, si quiero
arrepentirme de mis pecados, y me ofrecéis vuestra gracia y vuestro amor si
quiero amaros. Sí, JESÚS mío, vida mía, tesoro mío, amor mío; quiero llorar
siempre mis pecados, y quiero amaros con todo mi corazón. Si antes os perdí,
Dios mío, no quiero perderos más. Decidme lo que queréis de mí, pues yo quiero
daros gusto en todo. Haced que viva y muera en vuestra gracia, y disponed de
mí, por lo demás, como os agrade. ¡Oh María, esperanza mía, guardadme bajo
vuestro manto, y no permitáis que vuelva de nuevo a perder a Dios!
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