ANTES DE MARCHAR
La pasión por el ideal ha muerto. Se le ha
dejado desfallecer primero, se le ha abandonado, después y ha acabado por
morirse. Esto explica el desdén con que por todas partes se ve lo grande y lo
noble y el encogimiento de hombros con que todos saludan programas y banderas.
Pero lo más grave es que nuestra juventud carece de ideal desde hace mucho
tiempo, no ha habido quien la arroje en la hoguera donde se encienden las altas
y recias pasiones y donde se recibe dentro del puño de la diestra, crispada por
el juramento hecho bajo la tienda ideal, el cayado fuerte y nudoso para ponerse
en marcha hacia las alturas.
Nuestra juventud no ha tenido, no tiene desde
hace mucho tiempo ni maestro ni abanderado. Se alzó y sigue alzándose delante
de la vida como barca sin timón y sin brújula y, fatigada a los pocos pasos que
ha dado e su peregrinación, ha acabado por dejar la vanguardia y por quedarse a
formar legión con todos los rezagados.
Y es que el alma –como el cuerpo– tiene
necesidades apremiantes y puede también sentir las angustias del hambre, de la
soledad y del desierto. Todo viajero lleva sus alforjas llenas para atravesar
el mar o el desierto. Sabe que solamente saciando su hambre y apagando su sed
puede conservar encendida la llama de la vida y la plenitud de vigor de todo su
cuerpo. A nuestra juventud no hay ni ha habido quien le llene sus alforjas el
día de emprender el viaje. Ni siquiera ha habido quien le haga sospechar que
necesita provisiones. Cuando mucho se le ha enseñado a que arrebate del
torbellino del tiempo el pan para el cuerpo; pero nadie le ha dicho que no
empiece su jornada hasta no ir bien provista de pan en abundancia para el
espíritu. Y a los pocos pasos ha desfallecido. Y aunque alguna vez se le haya
visto con la frente radiante, con el beso del ideal y del ensueño, también se
le ha podido encontrar al día siguiente con la cabeza encorvada y triste,
porque, como todos los demás peregrinos, ha acabado por entregarse a la vieja
idolatría del becerro de oro y a gritar en todas las orgías.
Si cuando abría por vez primera sus ojos
asombrados delante de todas las barcas que echaban sus velas al viento y ante
el hechizo distante –pero siempre contagioso– de todas las lejanías, una mano
amiga o paternal hubiera depositado siquiera un mendrugo de pan para el
espíritu, en la alforja de nuestra juventud, no serían tan pocos los que
habrían resistido tenaz y victoriosamente a todas las seducciones de la carne y
de la tierra y todavía las veríamos de cara hacia la bandera del ideal. Y es
necesario empezar por echar en la mano de cada joven que parte o que ya se ha
incorporado a la caravana de los que marchan, el pan con que se nutre, se
fortalece y se alimenta la vida del espíritu –ideal, ensueño, ilusión alta y
noble, gallardía, generosidad, arroja, audacia, osadía ante los fuertes– para
que sigan adelante sin desfallecimientos y sin titubeos. Por ahora habrá que
acercarse a la juventud para decirle al oído que antes de emprender su jornada
o aunque ya se haya dado a la vela, necesita proveerse y poner al lado del pan
para el cuerpo, el pan del espíritu y que entre otras cosas busque
ansiosamente, como medio suficientemente eficaz para nutrirse y saciarse de
ideal, el libro.
Esto lo han hecho todos los que se han dado a
la vela hacia la realización de altas empresas. Alejandro el Grande[1]
no habría llegado a ser grande si –como él mismo lo decía– no hubiera llevado
siempre y a todas partes y no hubiera llevado siempre y a todas partes y no
hubiera colocado debajo de su almohada para leerlo con avidez un libro de
Homero: La Ilíada. Cada página de
este libro lo fortalecía reciamente en medio de todas las fatigas y Aquiles –el
héroe central de esa epopeya– mantenía perpetuamente encendida la hoguera del
entusiasmo. El libro es uno de los más fuertes y ricos alimentos del espíritu.
Si desde hoy empieza nuestra juventud por rechazar la vieja costumbre de
echarse a andar por el camino de la vida sin más provisiones que el pan para el
cuerpo y logra sentir vivamente la preocupación de proveerse de pan para el
espíritu y acude al libro –se entiende al libro de exuberante vitalidad que
despierta, que eleva, purifica y llena de oxígeno el ánima–, habrá en la
vanguardia de todas las caravanas una crecida legión de juventud que, a pesar
de todas las deserciones, de todos los descalabros y de todos los desastres,
lleve siempre vuelta la cara hacia el porvenir y logre clavar en las alturas la
bandera de la victoria de su gallardía y de su atrevimiento.
Giouse Borsi, a los quince años de edad había
llegado a ser uno de los poetas más altos de Italia, pocos habían levantado con
más brío el acento de sus blasfemias. Pero el dolor clavó en la mitad del alma
de Borsi su dardo acerado, lo hizo hojear La
Divina Comedia del Dante y se volvió con toda su juventud de Dios. Dos años
después, al frente de un grupo del ejército italiano, tomaba parte en la guerra
de 1914 y en los instantes que arengaba a sus soldados cayó mortalmente herido
por las balas enemigas. Al recoger su cadáver se le encontró –al lado del corazón–,
cuidadosamente guardado, un ejemplar de La
Divina Comedia de Dante. Aquel libro había nutrido plenamente a Giosue
Borsi –con el pan del espíritu– para seguir y terminar gallardamente la
jornada. Este libro fue bueno para la vida y para la muerte, fuertemente,
reciamente nutritivo para la vida del ideal y del espíritu. Que al quedar con
la frente hacia donde flamea el ideal –a través del polvo de la guerra y de la
lucha por la libertad– en cada alforja se encuentre un libro, permanente e
inagotable, proveedor que sacie el hambre del espíritu, con hartura, con
ebriedad de ideal.
Julio, 1926.
[1] ALEJANDRO MAGNO (356-323 a.C.). rey de Macedonia, educado por Aristóteles, sometió a
toda Grecia a su cetro, y se apoderó del Asia Menor y del norte de Africa.
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