EL MIEDO DE LA
REVOLUCIÓN
La Revolución tiene miedo. Padece el vértigo del derrumbe. Siente que
bajo sus pies se entretejen y se entrecruzan todas las fuerzas históricas en
plena conjura, con todos los mensajes de nuestros muertos y halla poseída de la
locura del terror. Todas las revoluciones han tenido razón de temer. Todas las
revoluciones han tenido miedo. No han tenido jamás razón contra la historia y
por esto siempre han tenido razón para enloquecer de espanto. Porque toda la
cuestión planteada, todo el debate empeñado entre las revoluciones y sus
enemigos se resume en un encuentro enconado, tenaz, a muerte, entre el poder de
la historia y la impotencia de los soñadores de utopías y de novedades. Y la
pregunta que se hacen y se han hecho todas las revoluciones es esta: ¿ha muerto
la historia, muerte la historia? La respuesta la ha escrito la misma historia,
que, aparte de sobrevivir todos los días, sobre el dorso rugoso de unos cuantos
pergaminos, ha matado y mata todos los días todas las revoluciones. La
historia, fuerza enterrada y dispersa a lo largo del camino de razas, de
patrias y de conquistadores; polvo que descansa en el borde de todas las tumbas
y que ha visitado todos los desiertos, es un poder perpetuamente vivo, presente
en la carne trémula de todos los viajeros y hecha armadura, en el fondo
complicado y tumultuoso de hombres y pueblos con una montaña edificada
subterráneamente con las piedras caídas al paso de los tiempos. Y en el
encuentro estrepitoso, resonante entre las revoluciones y la historia, por
algún tiempo, por mucho tiempo en algunas ocasiones, parecen tener la razón las
revoluciones; pero tarde o temprano, en todo caso siempre acaba por tener la
razón última y definitiva la historia.
Lady Macbeth al día siguiente del asesinato del legítimo rey de Escocia,
se enfermó de insomnio. Y todas las noches se levantaba de su lecho la reina
estrujada y atormentada por su propia historia. El espectro de la propia
historia, ya se trate de individuos o de pueblos, invisible y callado comparte
todos los días las fatigas de la jornada y nos acompaña en todas las
peregrinaciones. Asiste al consejo y a las deliberaciones de todos los vivos. Y
cuando alguien se atreve a medir sus fuerzas con él y le declara la guerra,
nadie resiste ni más tenazmente ni más victoriosamente que él. Renán veía con
el ojo lleno de espanto el espectro del pasado, cuando en el mensaje que
escribió para despedirse del Dios de su juventud se anticipó a jurar que
reprobaba de antemano, Renán, las abjuraciones que pudiera hacer el Renán
envejecido. Y es que en la historia hay siempre algo, en algunas ocasiones
mucho del trabajo de Dios y del trabajo de la razón.
Pero al tratarse de pueblos que han sido amasados, moldeados,
edificados, de arriba abajo, por el Cristianismo, entonces en las fuerzas
subterráneas de la historia aparece, cuando las puntas de todas las espadas y
de todas las bayonetas se vuelven hacia abajo, el nervio vivo de las
conciencias y de las reservas tradicionales, el puño de Dios, recio y fuerte,
como un nudo de montañas retorcidas y agarradas a las raíces de piedra de todas
las cordilleras. Y ante esa invencible y centuplicada conjura de la historia y
de Dios, todas las revoluciones acaban y han acabado por ser derrotadas. Todas
las revoluciones nacen con la espada fuera de la vaina. Podrán tener a su lado
algunas razones, pero nunca por ser una sublevación total contra el pasado, no
tienen ni podrán tener razón contra la historia. Mucho menos la pueden tener ni
llegarán a tenerla contra Dios. Y armadas de la violencia, porque de antemano
saben que no tienen otro recurso, se dan a acuchillar cuerpos y a levantar
guillotinas. Pero todos sus planes fracasan. La sangre, la espada, la intriga;
todo desemboca en el desastre.
Francia, la Francia de los descamisados, de los revolucionarios, melló
todas sus guillotinas; cansó todos los brazos de los verdugos y agotó sus
proyectiles en matar a sus verdugos; pero de entre las manos ensangrentadas de
los asesinos se vio salir un emperador que la misma revolución había amamantado
a sus pechos y que, deseando la resurrección del genio romano que vislumbró la
eternidad en la tierra, desdobló la mano de Carlomagno,[1]
le tomó el cetro, echó los trazos del Sacro Imperio y vivamente aleccionado por
la inestabilidad y flaqueza de la revolución, quiso sentir sobre la frente y
sobre su diadema el dedo de Roma ungido con el óleo de la piedra
indestructible. Fue un vengador de la historia de Francia, se reconcilió con
las fuerzas históricas y mató a la revolución. Al día siguiente, ciego de
orgullo, ebrio de vino de las alturas, tornó a ser revolucionario el nuevo
emperador de los franceses y se cebó en el Papa y retó de nuevo a la historia.
Y una conjura en que riñeron desesperadamente las espadas de muchos ejércitos y
las fuerzas históricas de muchos pueblos llevó al coloso a la arista de una
roca escueta y allí le dejó sin espada y sin poder. Y nada menos Hipólito Taine
asegura que todas las marchas y contramarchas que la fiebre de Bonaparte hizo
padecer a Roma con la persecución, se anudaron apretadamente para dejar bien
preparada la apoteosis del Papa que culminó en la declaración de la
infalibilidad pontificia. Y esto hacen a más no poder las revoluciones: poder
las fuerzas históricas, empujarlas hacia abajo para que busquen ansiosamente
corrientes de savia, cimientos más hondos y un día se anuden todas las vías
subterráneas de todas las vidas y acaben por quedar solas y triunfantes por
encima de las conjuraciones.
Mientras no se encuentre un medio suficientemente eficaz para matar a la
historia, mientras la historia de cada hombre y de cada patria y de cada pueblo
sea un poder sepultado, perpetuamente vivo, que nos hace padecer insomnios y
marchar atados a su dirección, las revoluciones padecerán derrotas definitivas
e inevitables. Y una de las cosas que han hecho caer en el despeñadero de todos
los desastres a la democracia moderna, a sido y es su aversión al pasado, su
rencor enconado hacia los muertos. Y claro está que un sistema de gobierno que
empieza por matar la democracia respecto de los muertos, bien pronto acaba por
matar la democracia respecto de los vivos; pero también tarde o temprano será
decapitado, y enterrado por la democracia de los muertos. Y si la democracia de
los muertos es todos los días la única verdadera democracia que acaba con las
locuras y los sueños de los innovadores que se sublevan contra el pasado, se
debe a que es la democracia de la historia y a que es una fuerza viva que
muchos han creído haber sepultado y que nadie ha podido ni podrá nunca extinguir.
Las revoluciones tienen y han tenido miedo porque se hallan solamente
delante del poder de la historia y porque todas las máquinas de guerra de que
disponen tienen un alcance arrasador contra los vivos, pero no alcanzan a tocar
los huesos de los muertos.
Nosotros asistimos no desde ayer, no desde unos cuantos días; sino desde
hace cerca de un siglo al duelo mortal entre las revoluciones y nuestra
historia; y hemos seguido y seguimos siendo testigos de la persistencia
invencible de nuestras razones históricas, raíces vivas que todos sentimos
temblar y sacudirse en el nudo vital de nuestro ser espiritual y nacional ante
el golpe arrasador del hacha de los sublevados. Hoy se centuplica el furor, se
entrecruzan las hachas sobre la carne viva y sobre la sustancia real de nuestra
historia, pero a cada golpe, a cada hachazo, a cada herida, a cada torcedura
del potro, más que los vivos, siguen respondiendo nuestros muertos. Y nosotros
mismos, no obstante la dispersión de caracteres, de flaquezas individuales y
colectivas, no podremos hacerle traición al grito en que formula su respuesta
categórica la razón de nuestra historia. Más aun, a los vivos se nos ha vencido
y se nos ha desarmado; desde hace muchos años, ni tenemos bayoneta, ni espada,
nos hallamos con los brazos caídos y pisamos sobre escudos abollados y sobre
empuñaduras rotas. Entre tanto ellos, como los Césares de la vieja Roma, lo
tienen todo: ejército, capitanes, espadas, las alturas del poder, los circos,
los leones, todo. Y sin embargo, tiemblan, sin embargo temen, sin embargo sobre
nuestras manos de esclavos vencidos, sobre nuestros brazos amarrados a la
piedra de los vencidos ven alzarse, ven pasar un espectro. No somos nosotros,
no son los hijos de nuestros hijos, son nuestros muertos, es la razón de
nuestra historia. Y afilan de nuevo sus cuchillos y cortan carne y sueltan sus
fieras.
Pero como en las páginas de Macbeth,[2]
a medida que se multiplican los asesinatos, se multiplican los espectros se
multiplica el terror. En la célebre tragedia de Shakespeare[3]
quedan solos el usurpador y su espada; en el escenario de las revoluciones
están solas su espada y ellas. Y mientras no les pertenezca una sola fibra de
las que forman la trama viva uy recia tejida por los muertos y esto no lo
conseguirán con la espada en la mano, están amenazadas, sitiadas, estrechadas
por el desfiladero de los muertos. Y estarán perpetuamente amenazadas por la
razón viva de la historia que ha escapado, que escapará siempre al potro, a la
guillotina, a la cárcel y a las puntas de todas las bayonetas. De aquí que para
que las revoluciones lleguen a sentirse tranquilas, necesitan sorprender el
momento o el día en que los pueblos empiecen a escribir su historia o pactar y
reconciliarse con ella. De otra suerte, se hallarán ante esta disyuntiva
implacable: o matar la historia, o estar condenados a tener miedo y a ver con
el puño roto, el irresistible retoñar de las fuerzas históricas. Entre tanto no
les queda más recurso que enfermarse de zozobra y temblar mientras nuestra
historia herida por el potro por la espada, se retuerce y grita como un
enterrado vivo.
Francia ha empezado, en medio del frescor y la lozanía de sus
convalecencias, a enterrar a la revolución; el matador y el sepulturero, como
en todos los pueblos donde se ha sentado un día Cristo a decir el sermón de la
montaña, han sido Carlomagno y Juana de Arco[4].
Nuestros nietos asistirán al entierro de la revolución en nuestra Patria. Los
sepultureros serán: Hernán Cortés y Bartolomé de las Casas. Su epitafio será el
que se ha escrito para todas las revoluciones: “Mató, despojó, apaleo,
amordazó, encarceló, por miedo. Con todo y precisamente por eso, el miedo la
mató”.
Marzo, 1926.
[1] CARLOMAGNO
(742-814). Heredero del reino francés, ciño la corona del Sacro Imperio
Romano Germánico (800). Prototipo del rey cristiano y del renacimiento cultural
europeo.
[2] MACBETH
(1040-1053). Rey de Escocia, en quien se inspira una de las mejores
tragedias de Shakespeare.
[3] SHAKESPEARE,
William (1564-1616). Dramaturgo, poeta y actor ingles, en sus obras describe
todos los sentimientos y pasiones humanas.
[4] JUANA
de Arco, santa (1412-1431). Heroína francesa, canonizada en 1920. Al frente
de un ejército liberó Orleáns de los ingleses. Traicionada por los suyos, murió
en la hoguera.
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