VIERNES DE
PENTECOSTES
EL ESPIRITU
SANTO EN EL CORAZON DEL CRISTIANO
Epístola
– Joel II, 23-24; 26-27
Evangelio
- San Lucas V, 17-26
Hasta aquí hemos considerado
la acción del Espíritu Santo en la Iglesia; ahora la consideraremos en una
extensión más reducida; necesitamos estudiarla en el corazón del cristiano. Expresaremos
nuestros sentimientos de admiración y reconocimiento para con este Espíritu, que
se digna atender a todas nuestras necesidades y conducirnos al fin dichoso para
el que hemos sido criados. Así como el Espíritu Santo, enviado "para permanecer
en nosotros", se ocupa en sostener y dirigir la Iglesia, para que sea
siempre la Esposa fiel de Jesús, del mismo modo se interesa por nosotros para
hacernos miembros dignos de este Jefe santo y glorioso. Su misión es unirnos a
Jesús tan estrechamente, de modo que seamos incorporados a Él. A Él pertenece el crearnos
en el orden sobrenatural, darnos y conservarnos la vida de la gracia,
aplicándonos los méritos que Jesús, nuestro mediador y salvador, nos ha
adquirido.
LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU FUERA DE LA ESENCIA DIVINA. —
Esta misión del Espíritu Santo que le ha sido confiada por el
Padre y el Hijo, y que El ejerce en el género humano, es sublime. En
el seno de la divinidad el Espíritu Santo es producido y no produce.
El Padre engendra al Hijo, el Padre y el Hijo producen al Espíritu Santo;
esta diferencia se funda en la misma naturaleza divina que no está ni
puede estar sino en tres personas. De ahí resulta, como enseñan los
Padres, que el Espíritu Santo ha recibido para comunicarla fuera de sí la
fecundidad que no ejerce en la esencia divina. Cuando se trata de
producir la Humanidad del Hijo de Dios en el seno de María, El es quien
obra; y si se trata de crear al cristiano del fondo de la
corrupción original y de llamarle a la vida de la gracia, también Él es
quien ejerce su acción: de suerte que, según la enérgica expresión de
San Agustín, "la misma gracia que en sus comienzos produjo a
Cristo, produce al cristiano cuando comienza a creer; el mismo Espíritu,
por el que Cristo fué concebido, es el principio del nuevo nacimiento
del fiel"'.
DA LA VIDA SOBRENATURAL. —
Hemos tratado por extenso de la acción del Espíritu Santo en la formación y
gobierno de la Iglesia; porque su obra principal es la de formar en la tierra a
la Esposa del Hijo de Dios, de quien nos vienen todos los bienes. Es la
depositaría de una parte de las gracias de este augusto Paráclito que se ha
dignado ponerse a su disposición para salvarnos y santificarnos. Por nosotros
también la ha hecho católica y visible a las miradas de todos, para que podamos
hallarla más fácilmente; por nosotros mantiene en ella la verdad y la santidad
para que nos empapemos en estas dos fuentes. Ahora consideremos lo que obra en las
almas y en seguida nos hallaremos frente a su poder creador. ¿No es, acaso,
verdadera creación el sacar un alma de la ruina original en que se hallaba
sumergida o, lo que es aún más admirable, hacer que un alma, desfigurada por el
pecado voluntario y personal, llegue a hacerse en un momento hija adoptiva del
Padre celestial y miembro del Hijo de Dios? El Padre y el Hijo se complacen al
ver cómo realiza esta obra el Espíritu Santo, que es su amor mutuo. Le han
enviado para que obre y proceda como Señor en su misión y donde quiera que reine,
reinen también ellos. El alma elegida ha sido presentada desde la eternidad a
la Santísima Trinidad; pero, llegado el momento, el Espíritu desciende. Se
apodera de esta alma como de objeto destinado a su amor. El vuelo de la
misericordiosa paloma es más rápido que el del águila que cae sobre su presa.
Si la voluntad humana no pone resistencia a su acción, ocurrirá a esta alma lo que
ocurrió a la misma Iglesia, es decir: que "lo que no era triunfará de lo
que era" '. Entonces se ven admirables prodigios: "donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia". Hemos visto al Emmanuel conferir a las aguas
la virtud de purificar las almas; mas recordemos que, cuando descendió a las
ondas del Jordán, vino la paloma a posarse en su cabeza y tomó posesión del
elemento regenerador. La fuente bautismal queda en su poder. "Allí es, nos
dice el gran San León, donde preside al nuevo nacimiento del hombre, haciendo
fecunda la fuente sagrada como en otra ocasión fecundó el seno de la Virgen,
con la diferencia de que el pecado estuvo ausente de la concepción del Hijo de
Dios, mientras que el misterioso lavatorio lo destruye en nosotros"'. ¡Con
qué ternura contempla el Espíritu divino esta nueva criatura que sale de las
aguas! ¡Con qué amor tan impetuoso entra en ella! Es el don del Dios Altísimo
enviado para morar en nosotros. Tiene su habitación en esta alma completamente
nueva, ya sea del niño de un día, ya la del adulto cargado de años. Se complace
en esta estancia que ambicionó desde la eternidad; la inunda con su fuego y con
su luz; y como por naturaleza es inseparable de las otras personas divinas, su
presencia es causa de que el Padre y el Hijo vengan a hacer su morada en esta
alma. Mas el Espíritu Santo ejerce su propia acción y su misión santificadora,
y para comprender la naturaleza de su presencia en el cristiano hay que saber
que no se limita tan sólo al alma. El cuerpo forma también parte del hombre y también
él participa de la regeneración; por esto el Apóstol, a la vez que nos revela
la "morada" del Espíritu en nosotros nos enseña que nuestros mismos
miembros materiales son su templo. Quiere El que sirvan a la justicia y santidad;
deposita en ellos un germen de inmoralidad que les preservará de la podredumbre
del sepulcro, de suerte que, el día de la resurrección, volverán a aparecer más
espiritualizados, conservando la señal del espíritu que los ocupó en esta vida
mortal.
ADORNA EL ALMA CON LAS VIRTUDES Y DONES. — Siendo,
pues, el cristiano morada del Espíritu Santo, no debemos extrañarnos de
que este divino Espíritu trate de adornar dignamente la habitación
que ha elegido. ¿Qué aderezo más noble que el de las virtudes
teologales: la Fe, que nos pone en
posesión segura y substancial de las verdades divinas que nuestra
inteligencia no puede alcanzar; la Esperanza, que
pone a nuestro alcance el socorro divino que necesitamos y la
felicidad eterna que esperamos; la Caridad, que nos une a
Dios con el lazo más fuerte y dulce? Ahora bien, estas tres virtudes,
estos tres medios por los que el hombre regenerado está relacionado
con su fin, los debe el cristiano a la presencia del Espíritu Santo, el
cual se ha dignado dejar como señal de su venida este triple beneficio, que
excede a todos nuestros méritos pasados, presentes y futuros. Debajo
de las tres virtudes teologales pone otras cuatro, que son como los
cimientos de la vida moral del hombre: la Prudencia, la Justicia,
la Fortaleza y la Templanza, cualidades naturales que
transforma, adaptándolas al fin sobrenatural del cristiano. Como último
adorno que añade a su morada, deposita, finalmente, en ella el
sagrado septenario de sus dones, para introducir el movimiento y la vida
en las siete virtudes.
COMUNICA LA GRACIA SANTIFICANTE. — Mas estas virtudes y dones que tienden a
Dios exigen el elemento superior, que es el medio esencial de la unión con El:
elemento indispensable y al que nada puede sustituir, alma del alma, principio vivificante,
sin el cual ella no podría ver ni poseer a Dios: es la gracia santificante.
¡Con qué satisfacción la infunde el Espíritu divino en aquella alma en que
entra y a la que hace objeto de las divinas complacencias! Entre esta gracia y
la presencia del Espíritu Santo existe una estrecha alianza; tanto, que si el
alma diese entrada al pecado mortal, el Espíritu dejaría de habitar en esta
alma en el mismo momento en que desapareciese la gracia santificante.
Y LAS GRACIAS ACTUALES. —
Vela, también, sobre su herencia y no está nunca ocioso. Las virtudes que ha
infundido en esta alma no deben permanecer inertes; es necesario que den fruto
de actos virtuosos y que el mérito que adquieran acreciente el poder del
elemento fundamental, que fortifique y desarrolle esta gracia santificante que
tan estrechamente une al cristiano con Dios. El Espíritu Santo no deja de impulsar
al alma para que obre, ya interior, ya exteriormente, por medio de estos toques
divinos que la teología llama gracias actuales. Consigue así que su criatura se
eleve en el bien y que se enriquezca y se afiance cada día más para que pueda
dar gloria a su autor, el cual quiere que sea fecunda y activa.
INSPIRA LA ORACIÓN. — Con esta intención, el Espíritu,
que se ha entregado a ella, que habita en ella con ternura tan viva, la empuja
a la oración, mediante la cual podrá alcanzarlo todo: luz, fortaleza y éxitos.
Pero dice el Apóstol: "¿Sabemos cómo hay que orar?" El mismo responde
a esta pregunta valiéndose de su experiencia: "El Espíritu aboga por
nosotros con gemidos inefables”. Además, el Espíritu divino se asocia a todas
nuestras necesidades, es Dios, y gime como la paloma, para unir sus peticiones a
las nuestras. "Grita a Dios en nuestros corazones", dice el mismo
Apóstol, asegurándonos con su presencia y sus operaciones en nosotros que somos
hijos de Dios ¿Puede haber algo más íntimo y debemos extrañarnos de que Jesús
nos haya dicho que para recibir no hay más que pedir, cuando su mismo Espíritu es
quien pide en nosotros?
AYUDA A LA ACCIÓN. —
Siendo autor de la oración, coopera a la acción poderosamente. Su intimidad con
el alma hace que no deje a esta más que la libertad necesaria para el mérito; por
lo demás, El la mueve, la sostiene y la dirige, de tal suerte, que ella, a su
vez, no tiene más que cooperar a lo que El hace en ella y por ella. En esta
acción común del Espíritu y del cristiano, el Padre celestial reconoce a
aquellos que le pertenecen, y por esto nos dice el Apóstol: "Aquellos que
son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios". ¡Dichosa compañía que
lleva al cristiano a la vida eterna y que hace triunfar en él a Jesús, cuyas
huellas imprime el Espíritu Santo en su criatura para que sea miembro digno de
ser incorporado a su Jefe!
ES ARROJADO POR EL DEMONIO. — Mas, ¡ay!, esta sociedad puede disolverse.
Nuestra libertad, que se perfecciona en el cielo, puede ocasionar, y muchas
veces ocasiona, la ruptura entre el Espíritu santificador y el hombre
santificado. El malvado deseo de independencia y las pasiones que el hombre
podría dominar si fuese dócil al Espíritu, hace que el corazón imprudente
codicie las cosas que son inferiores a él. Satanás, envidioso del reino del
Espíritu, intenta hacer brillar a los ojos de los hombres la engañosa imagen de
un bien o de una satisfacción fuera de Dios. El mundo, que es también un
espíritu malo, quiere rivalizar con el Espíritu del Padre y del Hijo. Sutil,
audaz, activo, llama la atención por su modo de seducir, y nadie podrá contar los
naufragios que ha causado. Los cristianos fuimos amonestados por Jesús, que nos
declaró que no rogaría por él; y también por el Apóstol, que nos advierte que
"no es el espíritu del mundo lo que nosotros hemos recibido, sino el
Espíritu de Dios". Con todo eso, con frecuencia tiene lugar el divorcio
entre el hombre y su huésped divino, precedido de ordinario de un enfriamiento
de la criatura para con su bienhechor. Una falta de atención, una ligera
desobediencia, he ahí los preludios de la ruptura. Entonces tiene lugar en el
Espíritu Santo ese disgusto que tan claramente muestra el amor que tiene al
alma, y que el Apóstol nos revela tan expresivamente al recomendarnos que no
contristemos al espíritu que puso en nosotros la señal de su sello el día que
nos trajo la redención Palabra llena de profundo sentimiento y que nos revela .
la responsabilidad que lleva consigo el pecado venial. La morada del Espíritu
Santo en el alma llega a serle causa de amargura, y es de temer una separación;
y si, como enseña San Agustín, "El no abandona si no es abandonado",
y si la gracia santificante sigue aún, las gracias actuales vienen a ser más
escasas y menos eficaces. Mas el colmo de la desgracia tiene lugar con la
ruptura del pacto sagrado que unía en alianza tan íntima al alma con el
Espíritu divino. El pecado mortal es un acto de grandísima audacia y de cruel
ingratitud. Este Espíritu tan lleno de dulzura se ve expulsado del asilo que se
había escogido y que tan ricamente había embellecido. Es el colmo del ultraje y
no debemos admirarnos de la indignación del Apóstol cuando exclama: "¿Qué
suplicio no merece aquel que ha pisoteado al Hijo de Dios, que ha despreciado
la sangre de la alianza y hace tal injuria al Espíritu de gracia?"
PREPARA EL ALMA PARA LA CONTRICIÓN. — Con todo eso, esta desoladora situación del
cristiano infiel con el Espíritu Santo puede excitar la compasión del que,
siendo Dios, nos ha sido enviado para ser nuestro huésped .lleno de
mansedumbre, ¡Es tan triste el estado del que al arrojar al Espíritu divino ha
perdido el alma de su alma, que ha visto extinguirse en el mismo instante la
llama de la gracia santificante y perderse todos los méritos que había
conseguido! ¡Cosa admirable y digna de terno reconocimiento! El Espíritu Santo,
arrojado del corazón del hombre, intenta volver a entrar en él. Tal es la
extensión de misión que ha recibido del Padre y del Hijo. Aquel que es amor y
que por amor no quiere que se pierda el despreciable e ingrato gusano que había
querido elevar hasta la participación de la naturaleza divina’. Se le verá,
pues, con una abnegación, cuyo secreto sólo posee el amor, hacer como el asedio
de esta alma, hasta que de nuevo se haya apoderado de ella. La atormentará con
el terror de la justicia de Dios, la hará sentir la vergüenza y la desgracia
donde se precipita quien ha perdido la vida de su alma. La aparta de este modo del
mal con estos primeros golpes, que el Santo Concilio de Trento llama
"impulsos del Espíritu Santo que mueve al alma desde afuera, sin habitar todavía
en ella". El alma inquieta y descontenta de sí misma acaba por tratar de
reconciliarse; rompe los lazos de su esclavitud, y luego el sacramento de la
Penitencia infundirá en ella el amor que reanima la vida, completando con esto
la justificación. ¿Quién podrá expresar la alegría y el triunfo del Espíritu Santo
a la nueva entrada en su casa? El Padre y el Hijo vuelven a esta morada
manchada poco ha y quizás desde hace tiempo. Todo vuelve a revivir en el alma
renovada; la gracia santificante renace en ella como al salir de la pila bautismal.
Los méritos adquiridos habían desarrollado su poder, pero les hemos visto
naufragar en la tempestad; pero son restituidos por completo, y el Espíritu de
vida se alegra al ver que su poder es igual a su amor. Este cambio tan
maravilloso no tiene lugar una sola vez en un siglo; se realiza cada día y cada
hora. Tal es la misión del Espíritu Santo. Vino a santificar al hombre y es
necesario que lo haga. Vino el Hijo de Dios y se entregó a nosotros. Viendo que
éramos presa de Satanás, nos rescató con el precio de su sangre; hizo lo posible
para llevarnos a El y a su Padre; y al subir a los cielos para preparar nuestro
lugar, en seguida nos envió su mismo Espíritu, para que fuese nuestro segundo
Consolador hasta su vuelta. Y he aquí que este auxiliar celestial ha puesto
manos a la obra. Deslumbrados por la magnificencia de sus actos, celebremos con
efusión el amor con que nos ha tratado, el poder y sabiduría que ha
desarrollado en el cumplimiento de su misión. ¡Sea El bendito, glorificado, conocido
en este mundo que le debe todo, en la Iglesia, de la que es el alma, y en los
millones de corazones que desea habitar para salvarlos y hacerlos eternamente
felices! Este día está consagrado al ayuno como el miércoles anterior. Mañana
tendrá lugar la ordenación de sacerdotes y ministros sagrados. Es necesario
instar más vivamente a Dios para alcanzar de El que la efusión de la gracia sea
tan abundante como augusto y permanente será el carácter que el Espíritu
imprimirá en los que le sean presentados.
En Roma, la Estación tiene
lugar hoy en la basílica de los doce Apóstoles, donde están las reliquias de
San Felipe y de Santiago el Menor. Nunca será más a propósito recordar a los
moradores del Cenáculo que en estos días que toda la Iglesia los saluda como a
los primeros huéspedes del Espíritu Santo.
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