VIERNES
DE LA TERCERA SEMANA DESPUES DE PASCUA
AGRADECIMIENTO
PARA CON LA IGLESIA. — Iglesia de Jesús, prometida por él a la
tierra en los días de su vida mortal, salida de su costado abierto por la lanza
sobre la cruz, ordenada y perfeccionada por él en las últimas horas de su
estancia en la tierra, te saludamos con amor como a nuestra Madre común. Eres
la Esposa de nuestro Redentor, y tú nos has engendrado en él. Eres la que nos
has dado la vida en el Bautismo; eres la que nos iluminas con la Palabra que
produce en nosotros la luz; eres la que nos administras los socorros, por medio
de los cuales nuestra peregrinación terrestre debe conducirnos al cielo; tú, en
fin, la que nos gobiernas en orden a la salvación con tus santos mandamientos. En
tu seno maternal, oh Iglesia, estamos seguros, no tenemos nada que temer. ¿Qué
puede contra nosotros el error? "Eres la columna y el apoyo de la verdad
sobre la tierra." (I Tím., III, 13.) ¿Qué nos pueden hacer las
persecuciones de la patria terrena? Sabemos que aunque todo falte, tú no puedes
faltar. En estos mismos días, Jesús dijo a sus Apóstoles y en ellos a sus sucesores:
"He aquí que estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos."
(S. Matth., XXVIII, 20.) ¡Qué prenda de duración, oh Iglesia! La historia entera
de la humanidad es testigo de si te ha fallado alguna vez en diez y nueve
siglos. Mil veces han rugido las puertas del infierno; pero no han prevalecido
contra ti una sola hora. Oh Iglesia, estando fundada en Cristo tu Esposo, nos
haces participar de la divina inmutabilidad que has recibido. Estando apoyados
en ti, no existe para nosotros verdad alguna que nuestro ojo, purificado por la
fe, no pueda penetrar, ni bien alguno que, a pesar de nuestra debilidad, no podamos
realizar, ni esperanza por infinita que sea, cuyo objeto no seamos capaces de
poseer. Nos tienes en tus brazos, y desde la altura a que nos elevas,
descubrimos los misterios del tiempo y los secretos de la eternidad. Nuestra mirada
te sigue con admiración, ya te considere militante sobre la tierra, ya te
encuentre paciente en tus miembros queridos, en la morada temporal de la
expiación, ya, en fin, te descubra triunfante en los cielos: contemporánea
nuestra en el tiempo, eres, por una parte de ti misma, heredera de la eternidad.
¡Madre nuestra, guárdanos contigo, guárdanos siempre en ti, que eres la amada
del Esposo! ¿A quién iríamos sino sólo a ti, a quien ha confiado él las
palabras de vida eterna?
INGRATITUD
PARA CON LA IGLESIA. — ¡Qué dignos de lástima son, los que no te
conocen, oh Iglesia! Sabemos sin embargo, que si buscan a Dios en el fondo de
su corazón, te conocerán un día. ¡Qué dignos de lástima son los que te han conocido
y que te niegan por su orgullo y por su ingratitud! Pero no acontece a nadie
esa desgracia si no ha extinguido voluntariamente en sí la luz. ¡Qué dignos de
lástima son los que te conocen y viven de tu sustancia maternal, y con todo eso
se unen a tus enemigos para insultarte y traicionarte! Ligeros de cabeza,
confiados en sí mismos, arrastrados por la audacia de su siglo, se diría que te
consideran ya como una institución humana, y osan juzgarte, para absolverte o
condenarte, según parezca conveniente a su sabiduría. En lugar de reverenciar,
oh Iglesia, todo lo que has enseñado sobre ti misma y sobre tus derechos, todo
lo que has ordenado, regulado, practicado, ocurre que, sin querer romper el
lazo que les une contigo, se atreven a confrontar tu palabra y tus actos con
las ideas de un supuesto progreso. En este mundo que te ha sido dado en herencia,
estos hijos insolentes se permiten señalarte tu parte. En adelante, estarás
bajo su tutela, Madre del género humano regenerado. De ellos aprenderás en
adelante lo que conviene a tu ministerio aquí abajo. Hombres sin Dios y
adoradores de lo que ellos llamaban los derechos del hombre, osaran hace ya más
de un siglo, expulsarte de la sociedad política, que tú habías mantenido hasta
entonces en relaciones con su divino autor. Para satisfacer hoy a sus
imprudentes discípulos, te es preciso negar todos los monumentos de tus derechos
públicos, y resignarte al papel de extranjera. Hasta aquí ejercías los derechos
que has recibido del Hijo de Dios sobre las almas y sobre los cuerpos; ahora te
es preciso aceptar, en lugar de tu realeza, la libertad común que una ley de
progreso asegura lo mismo al error como a la verdad.
LA
ADHESIÓN A LA IGLESIA. — ¡Oh Iglesia! , no tratamos de disfrazarte,
sino de confesarte. Tú eres uno de los artículos de nuestro Símbolo: "Creo
en la Santa Iglesia católica." Hace veinte siglos que los cristianos te
conocen; saben que no marchas al capricho de los hombres. A ellos toca
aceptarte tal como Jesús te hizo: signo de contradicción como a ellos el
instruirse por tus reclamaciones, tus protestas, y no el reformarte sobre un
nuevo tipo. Sólo una mano divina puede obrar este prodigio. ¡Qué bueno es, oh
Iglesia, compartir tu suerte! En un siglo que ha dejado de ser cristiano, te
has hecho impopular. Ya lo fuiste largo tiempo en los siglos pasados; y tus
hijos no eran dignos de pertenecerte sino con la condición de temer comprometerse
por ti. Han llegado de nuevo estos tiempos. No queremos separar nuestra causa
de la tuya; te confesaremos siempre como nuestra Madre inmutable, superior a
todo lo que pasa, y prosiguiendo tus destinos a través de siglos de gloria y de
persecución, hasta que haya sonado la hora en que esta tierra que fué creada para
ser tu dominio, te vea subir a los cielos, y huir de un mundo condenado a
perecer sin remedio por haberte desconocido y puesto fuera.
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