NUESTRA VEJEZ
La juventud es un tesoro inapreciable.
Este
pensamiento de sentido ya gastado por el uso y por el tiempo, tiene en estos
instantes un alcance excepcional para nuestro país. Porque la enfermedad más
seria y más grave que padece nuestra sociedad consiste en que ha perdido su
juventud. Y la ha perdido en el sentido más alto, más noble y más interesante,
vital de la palabra. Porque la juventud no solamente consiste en una verdadera
etapa circunscrita por el tiempo, sino también por una actitud moral que se
caracteriza por una fuerte y viva confianza en la realización plena del bien y
de la verdad. Esto explica que el elemento esencial de la juventud sea la
esperanza. Cuando Bouthier, en El
centurión, hace que un capitán romano observe y juzgue a la Judea y la
compare con Roma, en ese tiempo gastada y roída por la ruina de los dioses y de
los factores religiosos, advierte que mientras Roma ha vivido unas cuantas
centurias y ha envejecido, el pueblo judío ha vivido más de mil años y sin
embargo, se encuentra en plena juventud. Y al anunciar la explicación de este
fenómeno reconoce que a Roma y no espera nada, porque sus dioses se han
acabado. Los ha matado el aliento envenenador de la duda filosófica y,
demacrados los brazos que echaron a volar las águilas que graznaron sobre todos
los campos de batalla, no esperará más que el instante en que, como la higuera
del Evangelio, se le arranque de cuajo y se le arroje al fuego. En cambio, los
israelitas todavía abren las páginas luminosas del libro divino y, en presencia
del agotamiento de los demás pueblos, encuentran savia virgen de renuevos y de
brotes de juventud en la esperanza. Y aparte de que fue un judío, Jesús, quien
ha venido a ser la esperanza, habrá que reconocer que sobre la frente de esos
eternos vagabundos que todavía hoy sin hogar y sin patria conservan la
fisonomía de su raza, brilla aún la antorcha de la esperanza.
Entre nosotros,
se ha perdido la esperanza y se ha extinguido la juventud. Y esto explica el
empequeñecimiento de horizontes y la irritante mediocridad de nuestra vida
individual y colectiva. Lo microscópico nos fascina y nos atrae, porque las
alturas nos causan vértigo y porque las duras y recias ascensiones para
medirnos con las águilas, nos llenan de espanto. La aparición brusca de
horizontes ilimitados y el aire de las cumbres, nos harían desfallecer. Y entre
las cosas que más pronto han desaparecido y que menos hemos podido conservar,
hállase el atrevimiento, la audacia de lo noble, de lo alto, de lo que toca los
pliegues de la bandera del ideal. Colón descubrió en un largo insomnio de
esperanza fuerte y de juventud, un nuevo mundo. En el mismo estado de confianza
y de audacia habría descubierto y descubriría otro mundo y repetiría la empresa
sobre las carabelas.
Nosotros nos
ahogaríamos de espanto y abandonaríamos el proyecto en la primera rechifla.
Hemos perdido el sentido más profundo, más característico de la juventud: la
pasión del riesgo, la pasión del peligro. Medimos todos nuestros pasos,
contamos todas nuestras palabras, recomponemos nuestros gestos y nuestras
actividades de manera de no padecer ni la más ligera lastimadura y de quedar en
postura bellamente estudiada, no para morir, como los gladiadores romanos, sino
para una sola cosa: para vivir, para vivir a todo trance. Ha soplado sobre
nuestra frene el día luminoso en que se inician los grandes arranques, no
obstante el aliento cansado, como hedor de sepulcro, de oros que envejecieron
antes que nosotros y que han llegado a los linderos de la senectud. Encorvados
bajo todas las cargas de la vida, y, sobre todo, la de las crisis de nuestra
época, apenas se atreven a mover su pie, por temor de despertar las iras de los
portaestandartes del mal.
Y somos el fiel
y exacto reflejo de la carcomida vejez que han sembrado en nuestro corazón y en
nuestra conciencia.
Hemos vivido
entre viejos; hemos recibido, en plena plasticidad espiritual, el contacto de
sus dedos rugosos y nos hemos marchitado, más del cuerpo que del alma. Y hoy
formamos una generación de viejos que no saben más que calcular, más que
contar, más que comprar, vender, prestar a interés devorador y atesorar,
encendidos por la fiebre característica de la vejez, que es la avaricia.
Y en torno
nuestro se desarrolla, se desenvuelve por todas partes, la conjura suprema de
la vejez: nadie habla más que de recomendar quietud y medida en los
movimientos; nadie hace otra cosa que condenar las actitudes un tanto salidas
del criterio vulgar de la seguridad y del éxito a la vista, expresado en una
cifra de alcance material.
Los que van
delante de nosotros en la jornada, han envejecido. Con bastante frecuencia han
vuelto sus ojos hacia nosotros, para pedirnos en nombre de su propia
tranquilidad y de sus grandes y pequeños tesoros, que moderemos el paso y que
no alcemos la voz. Y han diezmado las filas de los abanderados y han hecho
triunfar la conjura de la vejez.
En las páginas
de un drama de Ibsen, aparece delante de Briand, personaje central de uno de
los libros de ese célebre escritor, una vieja, que es la madre del
protagonista. Briand anda entregado a su ideal, transfigurado por el
entendimiento interior de su vida. Acaba de arriesgar su existencia sobre una
barca y ha pasado en el intente del peligro, según la frase de uno de sus
interlocutores, “¡como un sol!”, cuando “parecía” que las campanas se lanzaban
a vuelo y tocaban a rebato. Es cuando su madre exclama delante de él: “es
preciso que seas más cuidadoso de tu vida. Sé fuerte y mira por ti, guarda tu
vida”. No hemos oído otra palabra que la que dice en las páginas de este drama
de Ibsen la madre de Briand. Se nos ha enseñado a titubear delante de la vida
rota y de la barca hendida por el huracán; delante de las señales próximas de
tormenta y en presencia del solo pensamiento de aventurarse, mar adentro, aun
cuando duerme la tempestad y ha sobrevenido inevitablemente la parálisis de la
esperanza y con ella la parálisis de la juventud.
Más aún: ha
venido la pérdida de nuestra juventud.
La juventud,
audacia santa para las banderas altas y llenas de luz, ha muerto en cada
conciencia y ha desfallecido de frío y de pesimismo en las multitudes. Y nadie,
ni individuos, ni muchedumbres se atreven a tirar la flecha, como Guillermo
Tell, en la célebre leyenda, y a llevar oculto el dardo para acabar con los
déspotas.
No es ya la
vejez de uno o de algunos, es la vejez de todos; no es la vejez de cada uno; es
la vejez del corazón del pueblo siempre fácil a los arranques del optimismo y
de la esperanza.
Y esta es
nuestra suprema enfermedad. Todas las demás partes, arrancan de ella como la
carcoma que ahueca y mata los tallos, parte de la raíz podrida y cansada. Hemos
logrado conservar nuestra vida; todavía la tenemos, todavía nos pertenecerá,
pero enmohecida, como espada que nunca a salido de la vaina, como árbol que no
ha tenido ni agua ni sol. Se nos ofreció la vida en cambio de nuestro sosiego y
de nuestro silencio y de nuestra quietud y sólo se nos ha podido dar vejez
arrugada y marchita. Y hoy debe levantarse, de los pulmones roídos por la
tuberculosis de tantos muchachos envejecidos, el grito de angustia que dice en
el libro de Goethe, Fausto,[1]
cargado de años, azorado ante el naufragio de su vida y con la mirada
ansiosamente fija en busca de su juventud.
Diciembre de 1925.
[1] Fausto.
Figura literaria, inspirada en un caso real, que se hizo legendario: un hombre
viejo que vende su alma al demonio Mefistófeles a cambio de juventud y bienes
terrenales.
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