CAPITULO III
PRACTICA DEL TIEMPO DE PASION
Y DE SEMANA SANTA
CONTEMPLACIÓN DE CRISTO. — El cielo de la Iglesia se
pone cada vez más sombrío; los tonos severos de los que se había revestido en
el curso de las cuatro semanas que acaban de pasar, ya no son suficientes para
demostrar su duelo. Sabe que los hombres persiguen a Jesús y conspiran su
muerte. No pasarán doce días sin que sus enemigos pongan sobre él sus manos sacrílegas.
La Iglesia le seguirá a la cumbre del Calvario; recogerá su último suspiro;
verá sellar sobre su cuerpo inánime, la piedra del sepulcro. No es extraño,
pues, que invite a todos sus hijos, en esta quincena, a contemplar a Aquel que
es la causa de todas sus tristezas y afectos.
AMOR.-—Pero no es precisamente lágrimas y compasión estériles, lo que pide de
nosotros nuestra Madre; quiere que nos aprovechemos de las enseñanzas que nos
van a proporcionar los sucesos de esta Santa Semana. Se acuerda que el Señor al
subir al Calvario, dijo a las mujeres de Jerusalén que lloraban su desgracia
ante sus mismos verdugos: "No lloréis por mi; más bien llorad por vosotras
y por vuestros hijos." No rehusó el tributo de sus lágrimas, se enterneció
y su misma ternura le dictó esas palabras: Quiso sobre todo verlas penetradas
de la grandeza del acto del que se compadecían, en una hora en que la justicia
de Dios se mantenía tan inexorable ante el pecado.
PENITENCIA. — La Iglesia comenzó la conversión del pecador en
las semanas precedentes; ahora quiere consumarla. Lo que ofrece a nuestra consideración,
no es ya Cristo ayunando y orando en el monte de la Cuarentena; es la víctima
universal que se inmola por la salvación del mundo. La hora va a sonar y el
poder de las tinieblas se apresura a aprovechar los pocos momentos que le
quedan. Va a consumarse el más afrentoso de los crímenes. Dentro de pocos días
el Hijo de Dios va a ser entregado al poder de los pecadores y ellos le
matarán. La Iglesia no necesita exhortar a sus hijos a la penitencia; demasiado
saben ya que el pecado exige esta expiación. Ahora está penetrada por completo
de los sentimientos de anonadamiento que la inspira la presencia de Dios sobre
la tierra; y al expresar estos sentimientos en la Liturgia nos indica aquellos
que nosotros debemos concebir de nosotros mismos.
DOLOR. — El carácter más general de las oraciones y de los
ritos de esta quincena es de profundo dolor de ver al Justo oprimido por sus enemigos,
hasta la muerte y una indignación enérgica contra el pueblo deicida. El fondo
de los textos litúrgicos, son de David y de los Profetas. Ya es Cristo mismo
quien declara las agonías de su alma; ya son las imprecaciones contra los
verdugos. El castigo del pueblo judío es expuesto en todo su horror; y en los
tres últimos días veremos a Jeremías lamentarse sobre las ruinas de la ciudad
infiel.
CONVERSIÓN. — Preparémonos, pues, a estas fuertes impresiones
desconocidas con harta frecuencia por la piedad superficial de nuestros tiempos.
Recordemos el amor y benignidad del Hijo de Dios que viene a confiarse a los
hombres, viviendo su misma vida. "Pasando por esta tierra haciendo el
bien", y veamos cómo acaba esta vida de ternura, condescendencia y
humildad con el más infame de los suplicios, con el patíbulo de los esclavos.
Por una parte, contemplemos al pueblo perverso de los pecadores, que, falto de
crímenes, imputa al Redentor sus beneficios, y consuma la más negra de las
ingratitudes, derramando sangre inocente y divina; y por otra, contemplemos al
Justo por excelencia, presa de las amarguras todas, "su alma triste hasta la
muerte", cargado con el peso de la maldición, y bebiendo hasta las heces
el cáliz que a pesar de su humilde queja debió de beber; el cielo inflexible a
sus plegarias como a sus dolores; y al fin escuchemos su grito: "Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?'". Esto es lo que recuerda la
Iglesia con tanta frecuencia en estos días; esto es lo que propone a nuestra
consideración; porque sabe que si llegamos todos a comprender lo que esta
escena significa, se romperán los lazos que nos atan al pecado, y nos será ya
imposible permanecer por más tiempo como cómplices de estos crímenes atroces.
TEMOR. — Pero la Iglesia sabe también lo duro que es el
corazón del hombre, y la necesidad que tiene del temor, para determinarse a la
enmienda; por esta razón no omite ninguna de las imprecaciones que los Profetas
ponen en la boca del Mesías contra sus enemigos. Estos anatemas son otras tantas
profecías que se han cumplido al pie de la letra en los judíos endurecidos.
Tienen por fin enseñarnos lo que el cristiano debe temer de sí mismo si
persiste en "crucificar de nuevo a Jesucristo", según la enérgica
expresión de San Pablo. Que se acuerde entonces de estas palabras que el mismo
Apóstol dice en la Epístola a los Hebreos: "¿Qué suplicio tendrá el que haya
pisoteado al Hijo de Dios, el que haya tenido por vil la sangre de la alianza
por la cual fue santificado, el que haya ultrajado al Espíritu de gracia?
Porque sabemos que ha dicho: A mi me pertenece la venganza y sabré
ejercitarla; y en otra parte: el Señor juzgará a su pueblo. Será, pues,
una cosa horrible caer en las manos de Dios vivo'".
HORROR DEL PECADO. — En efecto, nada más afrentoso; ya que en estos
días en que estamos "no perdonó a su propio Hijo" dándonos por este incomprensible
rigor la medida de lo que debemos esperar de El, si encontrase aún en nosotros el
pecado que le ha obligado a mostrarse tan cruel con su amadísimo Hijo "en
quien ha puesto todas sus complacencias". Estas consideraciones sobre la
justicia para con la más inocente y la más augusta de todas las víctimas; y
sobre el castigo de los judíos impenitentes acabarán de destruir en nosotros el
afecto al pecado, desarrollando este temor tan saludable sobre el cual vendrán
a apoyarse una esperanza firme y un amor sincero, como sobre base
inquebrantable.
VALOR DE LA SANGRE DIVINA. — En efecto, si por nuestros
pecados somos los autores de la muerte del Hijo de Dios, también es cierto que la
sangre que brota de sus sagradas llagas tiene la virtud de lavarnos de este
crimen. La justicia del Padre celestial no se satisface más que con la efusión
de esta sangre divina; y la misericordia del mismo Padre celestial quiere que
se emplee en nuestro rescate. El hierro del verdugo ha abierto cinco llagas en
el cuerpo del Redentor; y de ellas brotan cinco manantiales de salvación sobre
la humanidad para purificarla y restablecer en cada uno de nosotros la imagen
de Dios que había sido borrada por el pecado. Acerquémonos, pues, con confianza,
y glorifiquemos esta sangre libertadora que abre al pecador la puerta del
cielo; y cuyo valor infinito sería suficiente para rescatar millones de mundos
más culpables que el nuestro. Nos acercamos al aniversario del día en que fué
derramada; han pasado ya muchos siglos desde el día en que enrojeció los
miembros desgarrados de nuestro Salvador y que, descendiendo de la Cruz; bañó
esta tierra ingrata; pero su poder siempre es el mismo.
RESPETO Y CONFIANZA PARA CON ESTA SANGRE. — Vengamos pues, "a beber
a las fuentes del Salvador'; nuestras almas saldrán de allí llenas de vida,
purísimas, completamente esplendorosas con belleza celestial; ya no quedará en
ella la menor señal de sus antiguas manchas; y el Padre nos amará con el mismo
amor con que ama a su Hijo. ¿No es para hacernos suyos, a nosotros que
estábamos perdidos, por lo que ha entregado a la muerte sin compasión a su
Hijo? Habíamos llegado a ser propiedad de Satanás por nuestros pecados; y
ahora, de pronto, somos arrancados de sus garras y recobramos la libertad. Y
sin embargo de eso, Dios no ha usado de violencia para sacarnos del poder del
ladrón, ¿cómo pues, hemos sido libertados? Escuchad al Apóstol; "habéis sido
rescatados a gran precio'". Y ¿cuál es este precio? El príncipe de los
Apóstoles nos lo explica: "no es, dice, por precio de oro o de plata corruptibles,
con que habéis sido rescatados, sino por la preciosa sangre del Cordero sin
mancilla". Esta sangre divina, colocada en la balanza de la justicia
celestial, la ha hecho inclinarse en nuestro favor; ¡tanto sobrepasaba al peso
de nuestras iniquidades! La fuerza de la sangre ha roto las puertas del
infierno, ha quebrantado nuestras cadenas "restablecido la paz entre el
cielo y la tierra". Derramemos sobre nosotros esta sangre preciosa,
lavemos en ella todas nuestras llagas, sellemos nuestra frente con su señal inquebrantable
y protectora, a fin de que en el día de la cólera, nos perdone la espada vengadora.
ADORACIÓN DE LA CRUZ. — La Iglesia nos recomienda venerar, además de la sangre
del Cordero que borra nuestros pecados, la Cruz que es como el altar en que se
inmola la Víctima. Dos veces, durante el año, en las fiestas de la Invención y
de la Exaltación, será expuesto este sagrado madero, para recibir nuestros
homenajes como trofeo de la victoria del Hijo de Dios; en estos momentos no nos
habla sino de dolores, y no representa otra cosa que vergüenza e ignominia. El
Señor había dicho en la Antigua Alianza; "maldito el que sea colgado en la
Cruz'". El Cordero que nos salva se ha dignado arrostrar esta maldición;
pero, por eso mismo, ¡cómo hemos de amar este leño, en otro tiempo infame! He
aquí convertido en instrumento de nuestra salvación el testimonio del amor de
Jesús por nosotros. Por esto, la Iglesia le rinde, en nuestro nombre, los más
sinceros honores y nosotros debemos juntar nuestra adoración a la suya. El
agradecimiento a esa Sangre que nos ha rescatado, una tierna veneración hacia
la Santa Cruz, serán los sentimientos que llenarán particularmente nuestro corazón
durante estos quince días.
AMOR A CRISTO. — Pero ¿qué hemos de hacer por el Cordero, por
aquel que nos ha entregado su sangre y que se ha abrazado con tanto amor a la
Cruz para librarnos? ¿No es justo que nos sigamos sus pasos; que, más fieles
que los apóstoles en su Pasión, le sigamos día por día, de hora en hora en la vía
dolorosa? Acompañémosle con fidelidad en estos últimos días en que se ve
obligado a huir de las miradas de sus enemigos. Imitemos aquellas familias
devotas que le recogen en sus casas exponiéndose por esta hospitalidad a la
furia de los judíos; compartamos las inquietudes de la más tierna de las
madres; entremos con el pensamiento en el Sanedrín en que se trama el complot
contra la vida del Justo. De pronto el horizonte se va a esclarecer por un momento,
y vamos a escuchar el grito de Hosanna que resuena por las calles y plazas de
Jerusalén. Este homenaje inesperado al Hijo de David, estas palmas, estas voces
sencillas de los niños, van a ocultar por un instante nuestros tristes pensamientos.
Nuestro amor se unirá a los homenajes tributados al Rey de Israel que visita
con tanta dulzura a la hija de Sión, para cumplir el oráculo profético; pero
estas alegrías van a durar poco tiempo, y ¡volveremos, muy pronto, a
sumergirnos, de nuevo, en la tristeza!
MEDITACIÓN DE LA PASIÓN. — Judas va a tardar muy poco en consumar su odiosa
venta; la última Pascua llegará, por fin, y veremos al Cordero figurativo
desvanecerse en presencia del verdadero Cordero, cuya carne se nos dará en alimento
y su sangre en bebida. Esto ocurrirá en la Cena del Señor. Revestidos del
vestido nupcial tomemos allí asiento entre los discípulos; porque hoy es el día
de la reconciliación que reúne a una misma mesa al pecador arrepentido y al
justo siempre fiel. Pero el tiempo urge: es necesario ir pronto al huerto de
Getsemaní; allí es donde podremos apreciar todo el peso de nuestras iniquidades,
a la vista de los fallecimientos del Corazón de Jesús, que allí se ve oprimido hasta
tener que pedir ayuda. Después, a media, noche, los criados y la soldadesca,
conducidos por el traidor echarán la mano al Hijo del Eterno y las legiones de
los ángeles, que le adoran en todo momento, quedarán como desarmados en
presencia de tan horrible iniquidad. Entonces comenzarán esa serie de
injusticias, cuyo teatro van a ser los tribunales de Jerusalén: la mentira, la
calumnia, la debilidad del gobernador romano, los insultos de los criados y
soldados, los gritos tumultuosos del populacho tan ingrato y tan cruel; tales
son los incidentes que llenarán las horas veloces que se van a deslizar desde
el instante en que el Redentor sea apresado por sus enemigos, hasta que caiga
bajo el peso de la Cruz, en la cumbre del Calvario. Pronto veremos todas estas
cosas; nuestro amor no nos permitirá alejarnos en esos momentos, en que ante
tantos ultrajes, el Redentor corona la gran empresa de nuestra salvación. En
fin, después de las bofetadas y salivas, después de la sangrienta flagelación,
después de la cruel afrenta de la coronación de espinas, nos pondremos en marcha
para seguir el camino del Hijo del Hombre; por las huellas de su sangre, conoceremos
su paso. Tendremos que atravesar un mar borrascoso de iras de un pueblo ávido del
suplicio del inocente, escuchar las imprecaciones que vomita contra el Hijo de
David. Llegados al lugar del sacrificio veremos con nuestros propios ojos a la
augusta Víctima, despojada de sus vestidos, clavada en un madero sobre el cual
debe expirar, levantada en el aire entre el cielo y la tierra, como para estar
más expuesta todavía a los insultos de los pecadores. Nos acercaremos al árbol
de la vida para no perder ni una gota de esta sangre purificadora, ni una sola
de las palabras que, a intervalos, hará llegar a nosotros. Compartiremos el
dolor de su Madre, cuyo corazón está traspasado con espada de dolor, y nos colocaremos
a su lado en el momento en que Jesús moribundo nos confiará a su ternura. En
fin, después de tres horas de agonía, le veremos inclinar la cabeza, y,
recibiremos su último suspiro.
FIDELIDAD. — No nos queda, pues, más que un cuerpo inanimado
y muerto, unos miembros ensangrentados y yertos por el frío de la muerte. ¡Este
es el Mesías que con tanta alegría saludamos cuando vino al mundo! No le bastó
a El, Hijo del Eterno "humillarse tomando la forma de esclavo'". ¡Ese
nacimiento en la carne, no era más que el principio de su sacrificio; su amor
le llevará a la muerte y muerte de Cruz. Vió que nosotros no obtendríamos la
nuestra sino mediante el precio de tan generosa inmolación y su corazón no
dudó! "Ahora, pues, nos dice San Juan, debemos amar a Dios, puesto que El nos
amó primero". Estas son las miras de la Iglesia en estos solemnes
aniversarios. Después de abatir nuestro orgullo y resistencia por el espectáculo
de la justicia divina, estimula nuestro corazón a amar al que se entregó, en
nuestro lugar, a los golpes de la justicia divina. ¡Desgraciados de nosotros si
en esta semana memorable no volvemos nuestras almas hacia Aquel que tenía justas
causas para odiarnos, pero que, nos amó más que a sí mismo! Digamos con el
Apóstol: "la caridad de Cristo nos apremia y en adelante todos los que
viven no deben vivir pará ellos, sino para Aquel que se entregó a la muerte por
ellos". Debemos fidelidad al que fué nuestra víctima y que hasta el último
momento en vez de maldecirnos, no cesó de pedir misericordia para nosotros. Un
día aparecerá sobre las nubes del cielo, "y los hombres dice, el profeta,
verán al que traspasaron'". ¡Ojalá seamos nosotros de aquellos a quienes
la vista de las heridas, les inspira confianza porque habrán reparado con amor
el crimen infligido al Cordero divino.
CONFIANZA. — Esperemos de la misericordia de Dios, que los santos
días que vamos a comenzar, produzcan en nosotros este cambio maravilloso que
nos permita cuando llegue la hora del juicio, permanecer tranquilos a la mirada
del que vamos a ver pisoteado por los pecadores. La muerte del Redentor revoluciona
a toda la naturaleza: el sol se oscurece al mediodía, tiembla la tierra y las
rocas se parten, que nuestros corazones se conmuevan también que pasen de la indiferencia
al temor, del temor a la esperanza, de la esperanza al amor; y después de
descender con nuestro Salvador hasta el fondo de los abismos de las tristezas,
merezcamos remontarnos con El hasta la luz, rodeados de los resplandores de su
resurrección y llevando en nosotros la prenda de una vía nueva que no dejaremos
apagar ya más.
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