SEGUNDA PARTE
CAPITULO
QUINTO
“Ninguna de estas pequeñas acciones es vana ni pasará inadvertida
a la mirada omnipotente de Dios.”
Staretz
Ha pasado ya un
año desde mi último encuentro con el Peregrino y ahora oigo llamar suavemente a
la puerta. Una voz suplicante me anuncia la llegada de este piadoso hermano, a
quien esperaba con tanta ansiedad: -¡Entra, hermano! Juntos demos gracias al
Señor, que ha bendecido tu ida y tu vuelta.
-Gloria y
acción de gracias al Altísimo por su misericordia, porque El dispone todas las
cosas según su designio, siempre favorable a nosotros, peregrinos y extranjeros
en este mundo. He aquí a este pecador, que os dejó hace un año, hallado digno,
por la misericordia de Dios, Por supuesto, esperáis de mí una amplia descripción
de Jerusalén, la Ciudad Santa de Dios, hacia la que mi alma se sentía atraída,
centro de mis pensamientos. Pero no siempre es posible realizar los propios
deseos. y éste ha sido mi caso. ¿Podrá maravillar que no le haya sido concedido
a un pobre pecador como yo pisar aquella tierra sagrada, que sintió las huellas
de Nuestro Señor: Jesucristo? ¿Recordáis, venerado padre, que el año pasado
salí de aquí con un compañero viejo y sordo, y que llevaba carta de un mercader
de Irkutsk para un hijo suyo, en Odesa, pidiéndole que me embarcase a
Jerusalén? Pues bien; llegamos en poco tiempo y felizmente a Odesa. Mi
compañero reservó en seguida un pasaje para la nave que le llevaría a
Constantinopla, y partió. Yo, por mi parte, estuve buscando al hijo del
mercader de Irkutsk para entregarle la carta. Encontré en seguida la casa y
cuál no sería mi estupor y pena cuando supe que la persona buscada había muerto
hacía ya tres semanas, después de una breve enfermedad, y había sido enterrada.
A pesar de mi profunda tristeza, me confié a la voluntad de Dios.
La familia
estaba de luto. La viuda, a quien quedaban tres hijos pequeños, estaba tan
desesperada que lloraba continuamente y con frecuencia le sorprendía un
colapso. Parecía no poder sobreponerse a tan fuerte dolor. A pesar de todo, me
acogió afectuosamente. No teniendo posibilidad, en estas circunstancias, de
enviarme a Jerusalén, me propuso permanecer dos semanas en su casa, hasta que
llegase a Odesa el padre del difunto, tal como había prometido, para arreglar
los asuntos familiares y allí me quedé. Pasó una semana, un mes, y después otro.
El mercader escribió una carta en la que se excusaba de no haber podido ir
debido a los negocios personales. Aconsejaba a la viuda pagar a los empleados y
llegarse, con sus hijos, a Irkutsk. Comenzó entonces tal alboroto y movimiento
en aquella casa, que me di cuenta de que no había más lugar para mí. Les di las
gracias por la hospitalidad y me despedí. Y comencé, de nuevo, mis
peregrinaciones por Rusia. Pensaba y repensaba: ¿adónde vaya ir? Finalmente
decidí que lo primero que tenía que hacer era llegarme hasta Kiev, donde hacía
muchos años que no había estado. Me puse en camino. Si bien en un principio me
sentía afligido por no haber podido realizar mi deseo de ir a Jerusalén, pensé,
sin embargo, que tampoco esto era ajeno a la providencia de Dios.
Me tranquilicé
en la esperanza de que Dios, amigo de los hombres, en su bondad habría aceptado
la intención en lugar de la acción, no dejando sin beneficio espiritual mi
pobre viaje y así fue. Por los caminos encontré a muchas personas que me
revelaron muchas cosas que yo desconocía y que, para mi bien, alumbraron la
oscuridad de mi alma. Si no hubiera emprendido aquel camino por necesidad, no
habría encontrado aquellos bienhechores espirituales. De día caminaba
en compañía de la oración; por la tarde me detenía a descansar y leía la
Filocalía para fortificar y estimular mi alma contra los invisibles enemigos de
la salvación.
A unos setenta
kilómetros de Odesa me sucedió un caso extraño. -Vi pasar unos treinta carros cargados
de mercancía. El primer conductor, que era el jefe, iba andando junto a su
caballo, mientras los otros iban en grupo un poco detrás de él. La carretera
bordeaba un pequeño lago, alimentado por un torrente, en el que el hielo, roto
por el ambiente primaveral, flotaba en el agua y se amontonaba en las orillas
con un ruido infernal. De repente, el primer conductor, un joven, detuvo el
caballo y detrás tuvieron que pararse también todos los demás carros. Los
compañeros le alcanzaron corriendo y vieron que el joven se desnudaba. Le
preguntaron por qué lo hacía, y respondió que tenía muchas ganas de bañarse en
el lago. Atónitos, unos comenzaron a reírse, otros a tomarle el pelo llamándole
loco, y el mayor, que era hermano suyo, trató de convencerle a que siguiese,
dándole un empujón. Se libró de él: no pensaba escucharle. Los más jóvenes
comenzaron a sacar agua del lago con los cubos que servían para abrevar los
caballos y a echársela encima para divertirse, a la vez que decían: « ¡el baño
te lo damos nosotros! ». Al sentir el agua, respondió: «¡qué estupendo! », y se
tiró al suelo mientras continuaban echándole agua. Poco después se tendió en su
sitio, y expiró tranquilamente. Quedaron todos aterrados y no comprendían qué
era lo que había sucedido. Los mayores se movían en su entorno y decidieron que
era preciso avisar a la autoridad; los otros concluyeron diciendo que esta
muerte quedaba inscrita en su destino.
Permanecí allí
una hora y partí de nuevo. Después de haber andado unos cinco kilómetros vi un
pueblecito al lado de la carretera principal. Al entrar en él me topé con un
viejo sacerdote que paseaba por la calle. Pensé contarle lo que me había
sucedido para saber su opinión. El sacerdote me invitó a su casa. Le conté lo
que había visto y le pedí que me explicase la causa de todo aquello. «Sólo
puedo decirte, querido hermano, que en la naturaleza hay muchas cosas
misteriosas e incomprensibles a nuestra mente. Yo creo que Dios ha dispuesto
así las cosas para demostrar más claramente al hombre su gobierno y providencia
sobre la naturaleza, a veces incluso con cambios extraordinarios e inmediatos
en sus leyes. Yo mismo fui una vez testigo de un hecho parecido. No lejos de
nuestro pueblo hay un precipicio, muy profundo y escarpado, aunque no muy
ancho, pero de unos sesenta pies o más de profundidad. Uno se espanta con sólo
mirar hacia abajo, al fondo tenebroso. Se había construido sobre él un pequeño
puente. Un campesino de mi parroquia, un hombre casero y muy respetable, sintió
súbitamente el impulso irresistible de tirarse desde el puente al abismo. Toda
una semana luchó contra este pensamiento venciéndolo. Pero no logrando
dominarlo por más tiempo, un día se levantó de madrugada, se fue al precipicio
y se tiró. En seguida se oyeron sus gritos y se logró sacarlo, aunque con gran
dificultad. Tenía las piernas rotas. Cuando le preguntaron por qué se había
tirado, el viejo respondió que a pesar del dolor que sentía en aquellos
momentos, no obstante estaba tranquilo, porque había podido satisfacer aquella irresistible atracción que le había obsesionado.
Estuvo en el hospital más de un año. Yo le visitaba con frecuencia, y cuando
veía a los médicos junto a él me venían ganas de preguntarles, como tú lo has
hecho conmigo, cómo se explicaba aquello. Los médicos, todos de acuerdo, me
dijeron que se trataba de un desvarío.
Les pedí que me
explicasen científicamente qué era eso y por qué se apoderaba así de una persona,
pero no lograron decirme nada. Sólo me dijeron que se trataba de un misterio de
la naturaleza, que la ciencia no había aún logrado explicar. Yo observé que si
un hombre, ante este misterio de la naturaleza, se hubiese dirigido a Dios orando,
incluso aquel desvarío irresistible no habría surtido efecto. Realmente hay
muchos hechos en la vida humana que no son claramente comprensibles.» Mientras
hablábamos se nos echó encima la oscuridad y me quedé allí toda la noche. Por
la mañana el alcalde envió su secretario al sacerdote para pedirle que
enterrase al muerto en el cementerio. Le hizo saber que la autopsia no había
descubierto signo alguno de alteración mental y atribuía la muerte a un
síncope.
« ¿Ves?, me
dijo el sacerdote, «ni siquiera la medicina ha podido determinar las causas de
la irresistible atracción de aquel hombre por el agua».
Saludé al
sacerdote y seguí mi camino. Después de algunos días llegué, bastante cansado,
a un gran centro comercial llamado Belaja Tserkov. Como se venía la noche encima, busqué
un lugar donde dormir. Encontré en la plaza del mercado a un hombre que también
parecía peregrino y andaba preguntando en las diversas tiendas y puestos por un
cierto conocido suyo que vivía allí. Al verme, me dijo: «Por la pinta,
también tú eres peregrino. Ven conmigo y buscaremos a un hombre llamado
Evreinov, que vive en esta ciudad. Es un buen cristiano, tiene una rica posada
y recibe con gusto a los peregrinos. Aquí tengo esta dirección.» Acepté
complacido y en seguida encontramos la posada. Aunque el dueño estaba ausente,
la mujer, una buena vieja, nos acogió amablemente y nos condujo al desván para
que pudiéramos descansar. Nos acomodamos y descansamos un poco. Después llegó
el dueño y nos invitó a cenar con él. Durante la cena comenzamos a hablar -quiénes
éramos y de dónde veníamos, y el discurso recayó sobre el significado del
nombre.
«Os diré»,
fueron sus primeras palabras y comenzó a narrar la historia. «Mi padre era
hebreo, había nacido en Sklov, y odiaba a los cristianos. Desde pequeño me
preparó para ser rabino, estudiando con verdadero empeño todas las patrañas
hebreas contra los cristianos. Una vez tuvo que pasar por un cementerio
cristiano. Vio una calavera que probablemente había sido desenterrada al cavar
una fosa aquellos días. La calavera tenía las dos mandíbulas y algunos dientes.
Comenzó a burlarse maliciosamente de ella: la escupió, la insultó y la pisó. No
contento con esto, la cogió y la colgó de un palo, como se acostumbra a hacer
con los huesos de los animales para espantar a los transeúntes. Contento con su
hazaña, se marchó a casa. La noche siguiente, apenas se hubo dormido, se le
apareció de repente un desconocido que le recriminó duramente, diciéndole: "¿Cómo
te has atrevido a profanar mis restos mortales? ¡Yo soy cristiano, mientras tú
eres enemigo de Cristo!" La visión se repitió varias veces durante la noche
y no consiguió dormir ni descansar. Posteriormente la visión comenzó a molestarle
también de día, presentándosele a la vista y haciéndole oír el eco de su
recriminación. Cuanto más tiempo pasaba, más frecuente se hacía la visión.
Deprimido, atemorizado y exhausto, corrió a ver al rabino, quien oró por él y
le exorcizó. No obstante, la visión no sólo no cesó, sino que se repitió con
más frecuencia e insidia.
El hecho
comenzó a saberse, y un cristiano, con el que mantenía relaciones de negocios,
le aconsejó convertirse al cristianismo, porque no tenía otra salida si quería
verse libre de la inquietante visión. Aunque el hebreo no estaba convencido, no
obstante respondió: "Estaría dispuesto a hacer lo que me dices, si antes
pudiera librarme de esta intolerable visión." El cristiano se alegró de
estas palabras y le convenció de que pidiese al obispo de aquel lugar ser
bautizado y recibido en la Iglesia. La petición era escrita y el judío, aunque
sin mucha gana, la rubricó. Y desde el momento en que firmó la petición al
obispo, dejó de atormentarle la visión. Quedó feliz y satisfecho, y sintió
nacerle una fe tan viva en Jesucristo que se dirigió inmediatamente al obispo,
le contó lo sucedido y le confesó que deseaba vivamente recibir el bautismo.
Aprendió rápidamente y con avidez los dogmas de la fe cristiana, recibió el
bautismo y se trasladó a vivir a esta ciudad, donde se casó con mi madre, una
buena cristiana. Llevó una vida devota y muy confortable, y era muy generoso
con los pobres. Quiso que también lo fuera yo, y antes de morir me dio, con su
bendición, pertinentes consejos en este sentido. Esta es la razón de mi nombre,
Evreinov.» Escuché con reverencia este relato, y pensé: «¡Dios mío! ¡Qué bueno
es el Señor Jesús y cuán grande su amor! Son infinitos los caminos por los que
llama a los pecadores, y profunda la sabiduría con que convierte hechos
mezquinos en grandes acontecimientos. ¿Quién podía pensar que la bravata de un
hebreo le iba a conducir al conocimiento de Jesucristo y a una vida devota?»
Terminada la
cena, dimos gracias a Dios y a nuestro hospedero y nos fuimos a descansar al
desván. No teníamos sueño y nos pusimos a hablar un poco. El me dijo que era
comerciante en Moghilev; había vivido dos años en Bessarabia como novicio en
uno de aquellos monasterios, pero sólo tenía el pasaporte que caducaba en fecha
precisa, pasaporte provisorio. Se dirigía ahora a su ciudad para obtener de la
comunidad de comerciantes el debido consentimiento y entrar definitivamente en
la vida religiosa. Alabó mucho los monasterios de Bessarabia: «Me satisfacían
aquellos monasterios, así como su constitución y reglas, y la vida dura de
muchos devotos staretzs que allí viven.» Me aseguró que son distintos de los
rusos como el cielo de la tierra, y me insistía para que yo hiciese como él. Mientras
estábamos hablando de estas cosas llevaron al desván a una tercera persona, que
se había presentado allí para pasar la noche. Era un suboficial, que iba a casa
con permiso. Nos dimos cuenta de que estaba cansado del viaje, rezamos juntos y
nos acostamos.
Nos levantamos
pronto preparándonos para emprender de nuevo el camino, pero precisamente
cuando íbamos a despedirnos de Evreinov oímos que tocaban a Maitines. Pensamos
lo que convenía hacer: « ¿Cómo vamos a irnos sin pasar por la iglesia? Es mejor
quedamos a Maitines, rezar nuestras oraciones en la iglesia y así nuestro
camino será más alegre. “Lo decidimos e invitamos al suboficial. El nos
contestó: «Si estamos de viaje, ¿para qué paramos en una iglesia? ¿Qué le
importa a Dios? [Lleguemos primero a casa y después rezaremos! Id vosotros, si
queréis; yo no pienso ir. Mientras rezáis Maitines habré caminado ya cinco
kilómetros; quiero llegar a casa cuanto antes.» El comerciante le respondió:
“Cuidado, hermano, con adelantar los designios de Dios!» y así nosotros nos
dirigimos a la iglesia y el suboficial se puso en camino. Nos quedamos a
Maitines y al resto de la liturgia. Después volvimos a nuestro desván y
comenzamos a preparar las alforjas. Entró la señora, con el samovar (2), y nos dijo: « ¿Adónde vais? Bebed el té y comed algo; no
os dejaremos partir con hambre.» No había pasado media hora desde que estábamos
sentados en torno al samovar, cuando se nos presenta, jadeante, el suboficial:
-«He vuelto a
vosotros con dolor y alegría.»
-« ¿Qué queréis
decir?», le preguntamos.
-«Veréis:
apenas os había dejado pensé ir a una taberna a cambiar un cheque y a beber
algo, a fin de caminar mejor. Voy, cambio el cheque y me pongo en seguida en
camino. No habría andado más de tres kilómetros cuando me vino la idea de
contar el dinero que había cambiado. Me siento al borde del camino y saco el
dinero. Todo bien. De pronto me doy cuenta de que me falta el pasaporte. Busco,
pero no lo hallo. No encuentro más que unos papeles y el dinero. La ansiedad me
hacía perder la cabeza. "Lo tengo que haber dejado en la taberna, al
cambiar el dinero", me decía. "Tendré que volver corriendo."
Corro y corro, y vuelve a dominarme la angustia: "¿y si no lo hubiera
dejado allí?”. En la taberna me dijeron que no lo tenían; fue la desesperación.
No me quedaba más remedio que buscar y rebuscar en los lugares donde había
estado y a lo largo> de la carretera.
Tuve suerte: lo
encontré en la tierra, entre la paja y la suciedad, pisado y enfangado.
¡Gracias a Dios! Me parecía liberarme del peso de una montaña. No importaba
mucho si estaba todo sucio. Al menos podía ir y venir, caminar sin miedo a
perder la vida. Pero he venido aquí para contaros esto y porque, corriendo, me
he desollado un pie y lo tengo en carne viva; no puedo caminar, necesito cubrir la herida.» -« ¿Ves,
hermano?», comenzó diciendo el mercader. «Esto te ha sucedido porque no
quisiste oírnos y venir a rezar con nosotros a la iglesia. Querías adelantarnos,
y todavía estás aquí; y, además, cojo. Te había dicho que no debías adelantarte
a los designios de Dios. No solamente no fuiste a la iglesia, sino que incluso
dijiste que nuestras oraciones no servían a Dios. Esto, hermano, estuvo mal. Es
cierto que Dios no necesita nuestras oraciones de pecadores, pero le gustan por
el amor que nos tiene. Y no sólo ama la oración santa, la que el Espíritu
suscita y alimenta en nosotros; nos la exige cuando dice: "Permaneced en
mí y yo en vosotros" (Jn 15, 4). Dios estima como preciosa toda intención,
impulso, incluso pensamiento, dirigido a su gloria y salvación nuestra. Por
todo esto, la infinita ternura de Dios nos recompensa con creces. El amor de
Dios concede gracias muy superiores a las que merecen las acciones humanas. Si
tú le das a Dios una pizca de nada, El te lo recompensa en oro. Con sólo que te
propongas ir al Padre, El te vendrá al encuentro. Bastan pocas palabras:
"¡acógeme, Señor; ten piedad de mí!", y El te abrazará y te besará.
Este es el amor que el Padre tiene a sus indignos hijos. Gracias a este amor,
El se alegra del más pequeño gesto que hagamos por nuestra salvación. Piensa un
poco qué gloria puede derivar al Señor, y a ti qué ventajas si rezas un poco,
aunque después tus pensamientos se desvíen de nuevo; o si haces una acción
buena, aunque pequeña, como, por ejemplo, decir una oración, postrarte diez
veces, suspirar con el corazón el nombre de Jesucristo, tener un buen pensamiento,
leer algo edificante, abstenerte de un manjar o soportar en silencio una
ofensa. Todo esto te puede parecer insuficiente e infructuoso para tu
salvación. ¡Pero no es verdad! Ninguna de estas pequeñas acciones es vana ni
pasará inadvertida a la mirada omnipotente de Dios. Todas serán recompensadas
con creces, no sólo en la vida eterna, sino también en ésta. Lo afirma Juan
Crisóstomo: "Ningún bien -dice- será olvidado por el rectísimo juez. Si
nuestros pecados serán examinados tan minuciosamente que tendremos que
responder de cualquier palabra, deseo y pensamiento, lo serán más aún las
buenas acciones. Por pequeñas que sean, serán valoradas con cuidado exquisito y
se les asignará su mérito ante nuestro Juez amoroso."
2.
Una especie de jarra con agua caliente para el té.
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