CAPITULO I
HISTORIA DE LA CUARESMA
Se
da el nombre de Cuaresma al período de oración y penitencia durante el cual la
Iglesia prepara las almas a celebrar el misterio de la Redención.
LA
ORACIÓN. — A los fieles, aun los mejores, propone nuestra Madre la Iglesia este
tiempo litúrgico como retiro anual que les brindará ocasión oportuna de
separar todos los descuidos de otras temporadas, y encender la llama de su celo.
A los catecúmenos ofrece, como en los primeros siglos una enseñanza, una
preparación a la iluminación bautismal. A los penitentes, los llama la atención
sobre la gravedad del pecado, e inclina su corazón al arrepentimiento y a las buenas
resoluciones, y les promete el perdón del Corazón de Dios. Recomienda S. Benito
a sus monjes, en el capítulo XLIX de su Regla, se entreguen este santo tiempo a
la oración acompañada de lágrimas de arrepentimiento o de tierno fervor.
Todos los fieles, de cualquier estado y condición, hallarán en las Misas de
cada día de Cuaresma las fórmulas más admirables de oración con que se pueden
dirigir a Dios. Con quince y más siglos de existencia, se adaptan a las
aspiraciones, a las necesidades de todos.
LA PENITENCIA. — La
penitencia se practica, mejor dicho, se practicaba con la observancia del
ayuno. Las dispensas temporales otorgadas desde hace algunos años por el Sumo
Pontífice no serán pretexto para silenciar práctica tan importante a que aluden
constantemente las oraciones de las Misas cuaresmales y de la que todos deben,
al menos, conservar el espíritu, si la dureza de los tiempos o la endeble salud
no consienten se observe plenamente y con todo rigor. La práctica del ayuno
remonta a los primeros siglos del cristianismo y aún es anterior. Después de
los Profetas Moisés y Elias cuyo ejemplo nos será propuesto el miércoles de la primera
semana, el Señor le practicó permaneciendo sin alimento alguno durante cuarentadías y
cuarenta noches, y si no quiso establecer mandato divino, que en ese caso no
hubiera, sido susceptible de discusión, ha declarado por lo menos que el ayuno
tan frecuentemente preceptuado por Dios en la antigua ley, sería practicado también
por los hijos de la nueva. Llegáronse un día a Jesús los discípulos de Juan y
le dijeron: "¿Por qué, ayunando nosotros y los fariseos con frecuencia, no
ayunan tus discípulos?" Jesucristo les contestó: "¿Por ventura los
compañeros del Esposo pueden estar tristes- mientras el Esposo está con ellos? Mas
vendrán días en que les será quitado el Esposo y entonces ayunarán" (San
Mat., IX, 14-15). Acordáronse los cristianos de esta sentencia y bien pronto
pasaron en ayuno absoluto los tres días—que para ellos era uno solo—, el
misterio de la Redención, es decir desde Jueves Santo hasta la mañana de
Pascua. Tenemos pruebas fehacientes ya de los siglos IX y X que en muchas
iglesias ayunaban Viernes y Sábado Santos, y San Ireneo en su carta al Papa San
Víctor afirma que varias iglesias orientales hacían lo propio toda la Semana Santa.
En el siglo iv se amplió este ayuno pascual y la preparación a la fiesta de
Pascua durante un período de ascesis de cuarenta días— cuadragésima—Cuaresma.
La primera mención que hallamos en Oriente de "la cuarentena" se
encuentra en el canon 5.° del Concilio de Nicea (325). El Obispo de Thmuis,
Serapión, afirma en 331, que la "Cuaresma" es en su tiempo práctica
universal en Oriente y Occidente. Los Padres, como, por ejemplo, San Agustín
(Sermón CCX), dicen que es práctica antiquísima, y San León (Sermón VI) piensa,
aunque erróneamente, que se remonta a los tiempos apostólicos. Estos mismos
Padres y con ellos San Ambrosio y San Jerónimo, son los primeros que nos hablan
del ayuno. Los sermones de San Agustín atestiguan que la Cuaresma comenzaba el
domingo VI antes de Pascua. Como no se ayunaba el domingo, no había más que
treinta y cuatro días de ayuno, treinta y seis con Viernes y Sábado Santos; con
todo no dejaba de ser la Cuaresma una "cuarentena" de preparación a
la Pascua. El ayuno, en efecto, no era, y no lo es hoy tampoco, el único medio
de prepararse a celebrar la Pascua. Insiste San Agustín en que al ayuno
acompañen el fervor de la oración, la humildad, la renuncia absoluta a los
malos deseos, muchas limosnas, perdón de las injurias y la práctica de todas las obras
de piedad y caridad. La misma extensión del período cuaresmal vemos en España
en el siglo VII y en las Galias y Milán. La magna solemnidad del mundo es para
San Ambrosio Viernes Santo, y la fiesta de Pascua encierra el triduo de la
muerte, sepultura y Resurrección de Cristo (Carta XXIII). Si el ayuno se
interrumpía los domingos, guardaban, sin embargo, merced a la liturgia, su tonalidad
penitencial. Para San León es también un período de cuarenta días que finaliza
el Jueves Santo por la tarde; y si, acorde con San Agustín, insiste en ponderar
las ventajas del ayuno corporal, recomienda con más insistencia los demás
ejercicios de mortificación y penitencia, el arrepentimiento, sobre todo, del
pecado, y la práctica más fervorosa de las buenas obras y virtudes.
NECESIDAD DE LA PENITENCIA. — No
obstante eso, ya que en nuestros tiempos la mortificación corporal va cayendo
en desuso, no juzguemos inútil demostrar a los cristianos la importancia y
utilidad del ayuno; las sagradas Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento
abogan a favor de esta santa práctica. Podemos también afirmar que la tradición
de todos los pueblos la corrobora, porque la idea de que el hombre puede apaciguar
la divinidad sometiendo su cuerpo a la expiación, se adueñó del mundo, pues se halla
en todas las religiones, aun las más alejadas de la pureza de las tradiciones
patriarcales.
PRECEPTO DE LA ABSTINENCIA. — San
Basilio, San Juan Crisóstomo, San Jerónimo y San Gregorio Magno han declarado
que el precepto a que fueron sometidos nuestros primeros padres, en el paraíso
terrenal, era precepto de abstinencia y que por haber quebrantado esta virtud
se precipitaron a sí mismos y a toda su descendencia en un abismo de
calamidades. La vida de privaciones a que después se vió sometido el rey de la
creación, venido a menos, en la tierra que no debía producir ya para él sino
zarzas y espinas, mostró bien a las claras esa ley de expiación que el Creador
ha impuesto justamente a los miembros rebeldes del hombre pecador. Hasta el
diluvio conservaron nuestros abuelos su existencia con la exclusiva ayuda de
los frutos de la tierra que arrancaban a fuerza de trabajo. Dignóse luego Dios
permitirles se alimentasen de la carne de animales como para suplir a la mengua
de fuerzas naturales. Entonces Noé, movido por el divino instinto, sacaba el
jugo de la viña y se añadía un nuevo alivio a la fuerza del hombre.
ABSTINENCIA DE CARNE Y VINO. — La
naturaleza del ayuno se ha asentado sobre los diversos elementos que sirven al
sostén de las fuerzas humanas, y por de pronto, debió de consistir en la
abstinencia de la carne de animales, porque esa ayuda, ofrecida por la
condescendencia divina, es menos rigurosamente necesaria para la vida. Durante
muchos siglos, como lo vemos hoy día en las iglesias de Oriente, huevos y
lacticinios fueron prohibidos porque provienen de sustancias animales; y
también en el siglo XIX no eran permitidos en las iglesias latinas sino en virtud
de dispensa anual más o menos general. Tal era aún el rigor de la abstinencia
de carne, que no se suspendía el domingo en Cuaresma a pesar de la interrupción
del ayuno, y los que habían alcanzado dispensa de los ayunos semanales quedaban
sometidos a esta abstinencia, si no se sustraían a ella por otra dispensa
especial. En los primeros siglos del cristianismo, el ayuno llevaba consigo la
abstinencia de vino; nos advierten de ello San Cirilo de Jerusalén San Basilio,
San Juan Crisóstomo, Teófilo de Alejandría, etc. Este rigor desapareció pronto entre
los occidentales, pero se conservó por más tiempo en los orientales.
UNICA COMIDA. — En fin,
el ayuno para ser completo, ha de extenderse, en cierta medida, hasta la
privación de alimento ordinario: en el sentido de que no tolera más que una
sola comida al día. Tal es la idea que debemos formarnos y que resulta de toda
la práctica de la Iglesia, a pesar de los muchos cambios que se han realizado,
de siglo en siglo, en la disciplina de la Cuaresma.
COMIDA DESPUÉS DE VÍSPERAS. — La
costumbre judía en el Antiguo Testamento era de diferir hasta la puesta del sol
la única refección permitida los días de ayuno. Pasó esta costumbre a la
Iglesia cristiana y se estableció hasta en nuestras regiones occidentales,
donde se observó muchísimo tiempo inviolablemente. Finalmente, ya desde el
siglo ix se filtró poco a poco en la Iglesia latina una mitigación; y hallamos en
este tiempo un Capitular de Teodulfo, Obispo de Orleans en que este prelado
protesta contra los que se creían ya autorizados a hacer la comida a la hora de
Nona, esto es: a las tres de la tarde; sin embargo, esta relajación se extendía
insensiblemente; pues hallamos en el siglo siguiente el testimonio del célebre
Rathiero. Obispo de Verona, quien en un sermón sobre la Cuaresma, reconoce en
los fieles la libertad de hacer la comida a la hora de Nona. Hallamos, no
obstante, indicios de reclamaciones en contra en el siglo XI, en un Concilio de
Ruán, que prohibe a los fieles comer antes de que en la Iglesia hayan comenzado
las Vísperas a continuación de Nona; pero ya se adivina aquí la tendencia a
anticipar las Vísperas para dar a los fieles motivo plausible de adelantar la
comida. Hasta esa fecha en efecto, existió la costumbre de no celebrar la Misa'
los días de ayuno hasta después de haber cantado el Oficio de Nona, que
comenzaba hacia las tres de la tarde y no cantar Vísperas hasta la puesta del sol.
Y como la disciplina del ayuno iba gradualmente suavizándose, la Iglesia no
juzgó, empero, oportuno trastocar el orden de sus Oficios que databan de la más
remota antigüedad; pero fué anticipando, sucesivamente en primer lugar, las
Vísperas, después Misa y por fin, Nona, de manera que terminaran las Vísperas
antes de mediodía, cuando la costumbre, finalmente, autorizó a los fieles
comieran a mediodía.
COMIDA DESPUÉS DE NONA. —
Encontramos en el siglo XII una nota de Hugo de San Víctor, que atestigua que
la costumbre de interrumpir el ayuno a la hora de Nona, era ya general; y esta
práctica fué preconizada, en el siglo XIII, por la enseñanza de los doctores
eclesiásticos. Alejandro de Halés, la autoriza formalmente en la Suma que
compuso, y Santo Tomás de Aquino no es menos explícito.
COMIDA A MEDIODÍA. — La
mitigación debía progresar todavía; y así vemos que hacia el fin del siglo
XIII, el doctor Ricardo de Middleton, célebre franciscano, enseña que no se
debe juzgar trasgresores del ayuno a los que comen a la hora de Sexta, esto es
a mediodía, porque, dice, prevalece ya en varios lugares esta costumbre, y la hora
en que se come no es tan necesaria a la esencia del ayuno como el que sea una
sola comida .El siglo xiv consagró prácticamente y por formal enseñanza el
parecer de Ricardo de Middleton. Traemos a cuento en confirmación de lo dicho el
testimonio del célebre doctor Durando de Saint-Pourgain, dominico y Obispo de
Meaux. No halla inconveniente en señalar la hora del mediodía para la comida en
los días de ayuno; tal es, dice, la práctica del Papa, de los Cardenales y
hasta de los religiosos. No ha, pues, de extrañarnos ver que sostienen esta
enseñanza, en el siglo XV, los más graves autores, como San Antonino, Esteban
Poncher, Obispo de París, el Cardenal Cayetano, etc. En vano Alejandro de Balés
y Sto. Tomás habían procurado detener la decadencia del ayuno fijando la comida
a la hora de Nona; muy pronto se traspasó esta ley, y se puede decir que la
actual disciplina se asentó desde entonces.
LA COLACIÓN. — Ahora
bien, adelantándose la hora de la comida, el ayuno que estriba esencialmente en
hacer más que esa sola refección, llegó a ser difícil en la práctica,' por el largo
intervalo que media entre uno y otro mediodía. Menester fué sostener la
flaqueza humana autorizando lo que se apellidó: Colación. El origen de este uso
es muy antiguo, y proviene de los usos monásticos. La Regla de San Benito preceptuaba,
fuera de la Cuaresma eclesiástica, gran número de ayunos, pero mitigaba el
rigor, permitiendo la comida a la hora de Nona; de este modo bacía menos penoso
el ayuno que el de Cuaresma, al que, todos los fieles seglares y religiosos,
estaban obligados hasta la puesta del sol. Y como los monjes tenían que realizar
los trabajos más duros del campo en verano y otoño, época en que los ayunos
hasta Nona eran muy frecuentes y aun diarios, desde el 14 de setiembre, los
abades, usando de poder autorizado por la misma Santa Regla, concedían a los
religiosos la libertad de beber por la tarde antes de Completas un vaso de vino
para recuperar las fuerzas agotadas por el trabajo del día. Este alivio se
tomaba en común, y a tiempo en que se hacía la lectura de la tarde, apellidada Conferencia,
en latín: Collatio, porque consistía en leer principalmente las célebres
conferencias— Cattationes—, de Casiano; y de ahí vino el nombre de Colación
dado a ese alivio del ayuno monástico. En el siglo IX vemos que la Asamblea
de Aquisgrán del año 817extiende esta libertad a los ayunos de Cuaresma,
teniendo cuenta del cansancio grande que experimentaban los monjes en los
oficios divinos de este santo tiempo. Se notó, empero, después que el uso de
esta bebida podía ocasionar algunos inconvenientes para la salud, si no se le
añadía algo sólido. Y ya en los siglos XIV y XV se introdujo la costumbre de
dar a los religiosos un pedacito de pan que comían al beber el vaso de vino que
les daban, en la Colación. Estas mitigaciones al primitivo ayuno introducidas en
los claustros, naturalmente parecía que pronto se extenderían a los seglares. Estableció
se poco a poco la libertad de beber fuera de la única comida; y en el siglo
XIII examinó Santo Tomás la cuestión de si la bebida rompe el ayuno; se decide
por la negativa'; sin embargo no admite todavía que a esa bebida pueda añadirse
alimento sólido. Pero cuando desde fines del siglo XIII y en el trascurso del
XIV, se adelantó definitivamente la refección a mediodía, no podía bastar una
simple bebida en la tarde, para sostener las fuerzas del cuerpo; y entonces se
introdujo en los monasterios y en el mundo el uso de tomar pan, verduras,
fruta, etc., además de la bebida, con la condición de hacerlo tan discretamente
que la Colación no llegara a transformarse en segunda comida.
ABSTINENCIA DE LACTICINIOS. — Estas
fueron las conquistas que el relajamiento del fervor y asimismo la debilidad
general de las fuerzas en los pueblos occidentales alcanzaron de la antigua observancia
del ayuno. No son, con todo, estos asaltos, los únicos que hemos de comprobar. Durante
muchos siglos la abstinencia de carne, llevaba tras sí cuanto procedía del
reino animal, fuera de la pesca, por varias razones fundadas en las Sagradas
Escrituras. Los lacticinios de todo género fueron prohibidos durante mucho
tiempo y hasta casi nuestros días; la mantequilla y queso se prohibían en Roma
todos los días en que no se había dado permiso de comer carne. Desde el siglo
ix se estableció en Europa occidental, especialmente en Alemania y países septentrionales,
el uso de lacticinios en Cuaresma; en vano se esforzó por desarraigarle en el
siglo XI el concilio de Kedlimbourg '. Después de haber intentado legitimar
esta costumbre por dispensas temporales, alcanzadas de los sumos Pontífices,
acabaron dichas iglesias por disfrutar tranquilamente de su costumbre. Las
iglesias de Francia conservaron el rigor antiguo hasta el siglo
XVI, y parece no cedió del todo hasta el XVII. En reparación de ese portillo,
abierto en la disciplina antigua, y como para resarcir por un acto piadoso y solemne
la relajación introducida por el uso de lacticinios, todas las parroquias de
París, a las que se unían Dominicos, Franciscanos, Carmelitas y Agustinos iban
en procesión a la Iglesia de Nuestra Señora el Domingo de Quincuagésima; y ese
mismo día el Capítulo metropolitano, con el clero de las cuatro parroquias de
su dependencia, iban a hacer una estación en la plaza del Palacio y cantar una
antífona ante la reliquia de la vera Cruz expuesta en la Santa Capilla. Tales
prácticas, que tenían por objeto recordar la antigua disciplina, perseveraron
hasta la revolución.
ABSTINENCIA DE HUEVOS. — La
concesión de lacticinios, no acarreaba consigo la libertad de tomar huevos en
Cuaresma; en este punto permaneció largo tiempo en vigor la regla antigua, y
este manjar no era permitido sino a tenor de la dispensa que podía darse
anualmente. En Roma, hasta en el siglo XIX no se permitían los huevos los días
en que no existía dispensa de carne; en otras partes los huevos permitidos unos
días, se negaban en otros, particularmente en Semana Santa. La actual
disciplina de la Iglesia desconoce esas restricciones. Adviértase, empero, que
la Iglesia, preocupada siempre del bien espiritual de sus hijos, ha procurado
conservar para su bien cuanto ha podido las observancias saludables que les
ayuden a satisfacer a la justicia de Dios. Afianzado en este loable principio,
Benedicto XIV, muy alarmado de la extrema facilidad con que se multiplicaban
por doquiera las dispensas de la abstinencia, renovó por una solemne
Constitución, datada el 10 de junio de 1745, la prohibición, hoy suprimida, de
servir en la misma mesa pescado y carne en días de ayuno.
ENCÍCLICA DE BENEDICTO XIV. — Este
mismo Papa dirigió el primer año de su pontificado, el 30 de mayo de 1741, una
Carta Encíclica a todos los obispos del mundo cristiano, en la que manifiesta enérgicamente
el dolor que le acucia á la vista de la relajación que se introducía ya por doquier
con dispensas indiscretas y no justificadas. "La observancia de la
Cuaresma, decía el Pontífice, es el lazo de nuestra milicia; por ella nos
diferenciamos de los enemigos de la Cruz de Jesucristo; por ella esquivamos los
azotes de la cólera divina; por ella, amparados con la ayuda celestial durante
el día, nos fortalecemos contra los príncipes de las tinieblas. Si esta
observancia se relaja, cede en desdoro de la gloria de Dios, deshonra de la
religión católica y peligro de las almas cristianas; y no hay duda que este descuido
sea fuente de desgracias para los pueblos, desastres en los negocios públicos e
infortunios para los individuos". Dos siglos han transcurrido desde tan
solemne aviso del Pontífice supremo, y la relajación que quiso detener, fué sin
embargo en auge. Constitución;
Non ambigimus. ¿Cuántos cristianos
hallamos en nuestras poblaciones fieles a la observancia de la Cuaresma? ¿A
dónde nos llevará esta molicie, siempre en aumento, sino a la mengua universal
de caracteres y como consecuencia, al trastorno de la sociedad? Los tristes
vaticinios de Benedicto XIV, se ven ya realizados de manera sobradamente visible.
Las naciones en que la idea de la expiación se apaga, desafían a la cólera de
Dios, y ya no les queda más remedio que la disolución o la conquista. Esfuerzos
heroicos se han llevado a cabo para restaurar la observancia del domingo en
medio de nuestras poblaciones esclavizadas bajo la férula del amor a ganancias
y especulación. Exitos inesperados han coronado estos esfuerzos: ¿Quién sabe si
el brazo del Señor, en actitud de descargar el golpe, no se pare a la vista de
un pueblo que empieza a acordarse de la casa del Señor y de su culto? Debemos
esperarlo y esa esperanza será, a buen seguro, más firme y confiada, cuando
veamos a los cristianos de nuestras sociedades muelles y degeneradas, entrar, a
ejemplo de los ninivitas, por el sendero, sobrado tiempo abandonado, de la
expiación y penitencia.
PRIMERAS DISPENSAS. — Tomemos
de nuevo el hilo de la historia, y notemos algunos rastros de la antigua
fidelidad cristiana a las observancias santas de la Cuaresma. No creemos sea
impropio recordar ahora la forma de las primeras dispensas de que hacen memoria
los anales eclesiásticos; sacaremos saludable enseñanza.
A LOS FIELES DE BRAGA. — En el
siglo XII, el arzobispo de Braga acudía al romano Pontífice, Inocencio III en
aquel entonces, para notificarle que la mayoría de su grey se veía obligada a
comer carne en Cuaresma, de resultas de una carestía que había agotado todas
las provisiones ordinarias en la provincia; consultaba además el prelado al
Papa qué compensación debía imponer a los fieles por esa violación forzada de
la abstinencia cuaresmal. Preguntaba también al Pontífice sobre el modo de
proceder con los enfermos que pedían dispensa para usar alimentos grasos. La
respuesta del Papa, que va inserta en el cuerpo del derecho ', respira
moderación y caridad, como era de esperar; pero deducimos de este episodio que
tal era el respeto a la ley general de la Cuaresma, que sola la autoridad del
soberano pontífice podía dispensar a los fieles. Los tiempos posteriores no
conocieron otro medio de interpretar la cuestión de las dispensas.
AL REY WENCESLAO. —
Wenceslao, rey de Bohemia, hallándose enfermo de una dolencia que le hacía le
fueran nocivos los alimentos cuaresmales, se dirigió en 1297 a Bonifacio VIII
pidiéndole permiso para comer carne. El soberano Pontífice comisionó a dos
abades cistercienses a fin de que se informaran del estado real de salud del
príncipe; y después de un informe favorable concedió la solicitada dispensa con
las condiciones siguientes: que se enteraran a ciencia cierta si el rey no se
había ligado con voto a ayunar toda la vida en la Cuaresma; que los viernes,
sábados y la vigilia de San Matías quedaban excluidos de la dispensa; y por fin
que el rey comería en privado y sobriamente.
A LOS REYES DE FRANCIA. — Hallamos
en el siglo XVI dos Breves de dispensa dirigidos por Clemente VI en 1351 a Juan
rey de Francia y a la reina su esposa. En el primero, teniendo en cuenta el
Papa que el rey, durante las guerras en que se hallaba comprometido se
encontraba en parajes donde escasea la pesca, da al confesor del Rey la
facultad de permitirle a él y a su séquito el uso de carne, excepto la
Cuaresma entera, los viernes del año y señaladas Vigilias y con tal de que
el rey y los suyos no se hubiesen comprometido con voto a la abstinencia por
toda la Vida Por el segundo Breve, Clemente VI, contestando a la petición que
el Rey Juan le hizo para dispensa del ayuno, comisiona al confesor del monarca
y a cuantos le sucedan en el cargo, dispensen al rey y a la reina de la
obligación, tras consulta del médico'. Algunos años más tarde, en 1370,
Gregorio XI enviaba nuevo Breve al Rey de Francia Carlos V, y a la reina Juana su
esposa, en el que delegaba a su confesor el poder de concederle el uso de
huevos y lacticinios en la Cuaresma, a juicio de los médicos, quienes, a la vez
que el confesor, eran responsables ante Dios en sus conciencias. Extendíase el
permiso al cocinero y servidores, pero sólo para probar los manjares.
A JACOBO III DE ESCOCIA.—Continua
el siglo XV brindándonos ejemplos del recurso a la Sede Apostólica en demanda
de dispensa de observancias cuaresmales. Recordemos en particular el Breve que
Sixto IV envió en 1483' a Jacobo 331, rey de Escocia, en que permite a ese
príncipe el uso de carne en días de abstinencia, contando siempre con el
parecer del confesor. Finalmente, en el siglo XVI, vemos que Julio II concede
semejante facultad a Juan, rey de Dinamarca y a su esposa la reina Cristina, y
algunos años más tarde Clemente VII lo hace al emperador Carlos V, y después a
Enrique II de Navarra y a la reina Margarita, su esposa. Tal era la seriedad
con que se procedía aún hace algunos siglos, cuando se trataba de dispensar a
los mismos príncipes de una obligación que radica en lo que el cristianismo
considera más universal y sagrado. Júzguese, por esos datos, del proceder de
las modernas sociedades en el camino de la relajación e indiferencia.
Compárense esos pueblos a quienes el temor de Dios y la idea noble de la
expiación hacía abrazar cada año tan largas y rigurosas privaciones, con nuestras
muelles razas, flojas y tibias en que el sensualismo de la vida apaga de día en
día el sentimiento del mal tan fácilmente cometido, tan prontamente perdonado y
tan débilmente reparado. ¿Qué se hicieron de aquellas alegrías de nuestros
padres en la fiesta de la Pascua, cuando, tras la abstinencia de cuarenta días,
volvían a disfrutar manjares más alimenticios y sabrosos, cercenados durante
tan prolongado período?; ¡con qué encanto, con qué serenidad de conciencia
reanudaban las costumbres de vida más asequibles, suspendidas para mortificar
sus almas en el recogimiento, separación del mundo y penitencia! Esta
consideración nos mueve a añadir unas palabras para facilitar al católico
lector a conocer bien el cariz verdadero de los siglos de fe en tiempo
cuaresmal.
SUSPENSIÓN DE TRIBUNALES. —
Paremos mientes en la temporada durante la cual no sólo las diversiones y
espectáculos eran prohibidos por la autoridad pública, sino que hasta los
tribunales estaban cerrados para no alterar la paz y silencio de las pasiones,
tan favorables al pecador, para que reparase en las heridas de su alma y dispusiera
su reconciliación con Dios. Ya en 380 Graciano y Teodosio publicaron una ley
que ordenaba a los jueces suspendieran todo procedimiento y demanda durante los
cuarenta días antes de Pascua. El Código teodosiano contiene bastantes
disposiciones análogas; y vemos que los concilios de Francia, aun en el siglo
IX, se dirigen a los reyes carlovingios, reclamando apliquen esa legislación
sancionada por los cánones y recomendada por los Padres de la Iglesia, pero, confesémoslo
con vergüenza, no se observan sino entre los turcos que hoy todavía suspenden todo
procedimiento judicial durante los treinta días del Ramadán.
PROHIBICIÓN DE LA CAZA. — Fué
considerada por largos años la Cuaresma incompatible con el ejercicio de la
caza, por motivo de la disipación y tumulto que la acompaña. En el siglo IX la
prohibió el Papa San Nicolás I, durante este santo tiempo, a los búlgaros,
recientemente convertidos al cristianismo. Y hasta en el siglo XIII San Raimundo de Peñafort, en su Suma de casos penitenciales, enseña
que no se puede sin pecado entregarse a ese deporte durante la Cuaresma, si la
caza es clamorosa y si se realiza con perros y aleones'. Esta obligación es una
de tantas ya en desuso, pero San Carlos la renovó en la provincia de Milán, en
uno de sus concilios. No hay lugar, seguramente, para extrañar el ver prohibida
la caza durante la Cuaresma, cuando se para mientes que, en los siglos de fe cristiana
vigorosa, la guerra misma tan necesaria a veces para la quietud y legítimo
interés de las naciones, debía suspender las hostilidades durante la santa
Cuaresma. Ya en el siglo IV había ordenado Constantino cesaran los ejercicios militares,
domingos y viernes, para honrar a Cristo que sufrió y resucitó en los días
susodichos, y no menoscabar a los cristianos el recogimiento con que estos
misterios reclaman han de celebrarse. En el siglo ix la disciplina de la
Iglesia de occidente universalmente exigirá suspensión de hostilidades durante
toda la Cuaresma, fuera del caso de necesidad, como se ve en las actas de la
Asamblea de Compiégne, en 833, y por los concilios de Meaux y Aquisgrán en la
misma época. Las instrucciones del Papa San Nicolás I a los búlgaros manifiestan
la misma intención; y vemos por carta de San Gregorio VII a Desiderio, abad de
Montecasino, que esta regla era todavía observada en el siglo XI. También la
vemos observada hasta el siglo XII en Inglaterra, según dice Guillermo de Malmesbury, por los ejércitos
enfrentados: el de la emperatriz Matilde, condesa de Anjou, hija del rey Enrique
y el del rey Esteban, conde de Boulogne, que, el año 1143, iban a trabar la
lucha por la sucesión al trono.
TREGUA DE DIOS. — Todos
los lectores conocen la admirable institución de la Tregua de Dios, con que la Iglesia en el siglo
xi logró en toda Europa poner coto a la efusión de sangre, suspendiendo llevar
armas cuatro días de la semana, desde la tarde del miércoles hasta la mañana del
lunes durante todo el año. Esta ordenanza, sancionada por la autoridad de los
Papas y concilios, con el concurso de todos los príncipes cristianos, era una
mera extensión, cada semana del año, de la disciplina, en virtud de la cual
toda actividad militar estaba prohibida en Cuaresma. El santo rey de Inglaterra
Eduardo, el Confesor, desarrolló aún más tan preciada institución promulgando una
ley confirmada por su sucesor Guillermo el Conquistador, y en su virtud' la Tregua
de Dios debía guardarse inviolablemente desde principio de Adviento hasta la
octava de Epifanía, desde la Septuagésima hasta la octava de Pascua, y, desde
la Ascensión hasta la octava de Pentecostés, añadiendo además los días de
Témporas, las vigilias de todas las fiestas, y, por fin, cada semana el
intervalo del sábado, desde nona, hasta la mañana del lunes '. Urbano II en el
concilio de Clermont, año 1095, después de reglamentar cuanto atañía a la
cruzada, echó mano de su autoridad apostólica para extender la Tregua de Dios,
tomando como punto de partida a suspensión de las armas guardada en Cuaresma; preceptuó
por un decreto, renovado en el concilio celebrado en Roma el año siguiente, que
toda actividad guerrera estaba vedada desde el miércoles de Ceniza hasta el
lunes que sigue a la octava de Pentecostés, y en todas las vigilias y fiestas
de la Santísima Virgen y Santos Apóstoles; todo eso sin menoscabo de lo antes
legislado para cada semana; conviene a saber, desde la tarde del miércoles
hasta la madrugada del lunes
PRECEPTO DE LA CONTINENCIA.— La
sociedad cristiana testimoniaba tan plausiblemente su respeto a las
observancias santas de la Cuaresma y tomaba del Año litúrgico sus estaciones y
fiestas para asentar sobre ellas las más preciadas instituciones. La vida
privada misma no experimentaba menos el saludable influjo de la Cuaresma; y el
hombre recobraba cada año nuevos bríos para combatir los instintos sensuales y
sobreestimar la dignidad de su alma, enfrenando la seducción del placer.
Durante muchos siglos se exigió a los esposos la continencia durante la Cuaresma,
y la Iglesia ha conservado en el Misal la recomendación de práctica tan
saludable '. Usos DE LAS IGLESIAS ORIENTALES. — Interrumpimos aquí la
exposición histórica de la disciplina cuaresmal, sintiendo haber apenas tocado
materia tan interesante. Hubiéramos querido hablar extensamente de los usos de
las Iglesias orientales que han conservado mejor que nosotros el rigor de los
primeros siglos del cristianismo. Nos ceñiremos a dar algunos breves detalles. En
el volumen precedente, el lector pudo ver que al domingo que nosotros llamamos
de Septuagésima, llámanle los griegos Prosphonesima. porque anuncia el
ayuno cuaresmal que pronto va a empezar. El lunes siguiente cuenta como el
primer día de la semana siguiente, llamada Apocreos, del nombre del domingo
con que termina y que corresponde a nuestro domingo de Sexagésima; el nombre de
Apocreos es una advertencia a la Iglesia griega de que pronto se ha de
suspender el uso de la carne. El lunes siguiente abre la semana llamada Tyrophagia,
que se termina con el domingo de ese nombre, que es el nuestro de
Quincuagésima; los lacticinios son permitidos durante toda esta semana. En fin,
el lunes que sigue es el primer día de la primera semana de Cuaresma, y empieza
el ayuno en todo su rigor en ese lunes, mientras que los latinos lo comienzan
el miércoles. Durante toda la cuaresma propiamente dicha, lacticinios, huevos y
también el pescado están prohibidos; el único alimento permitido consiste en
pan con legumbres y miel, y a los que están cerca del mar las diversas clases
de almejas que éste les procura. El uso del vino, prohibido durante muchísimo
tiempo en días de ayuno, acabó por introducirse en oriente, lo mismo que el permiso
de comer pescados los días de la Anunciación y Ramos. Además de la Cuaresma de
preparación a la fiesta de Pascua, celebran los griegos otras tres en el curso
del año: la que llaman de los Apóstoles, que se extiende desde la octava
de Pentecostés hasta la fiesta de San Pedro y San Pablo; la que denominan de
la Virgen María, que empieza el primero de agosto y termina en la vigilia de
la Asunción; y, finalmente, la Cuaresma de preparación a Navidad que dura
cuarenta días completos. Las privaciones que se imponen durante estas tres
Cuaresmas, son análogas a las de la gran Cuaresma, sin llegar a ser tan
austeras. Las demás naciones cristianas del oriente celebran igualmente varias
Cuaresmas, y con una austeridad mayor que la de los griegos; mas estos detalles
nos llevarían muy lejos. Terminamos aquí lo que nos propusimos decir de la
Cuaresma en su aspecto histórico; ahora trataremos de los misterios de este
santo tiempo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario