La Prueba de los
globos…
Fui nombrado
instructor en esta campaña y con ese carácter asistí un domingo a la prueba de
los globos, en compañía de más de cien miembros de la Liga que recibimos
instrucciones acerca de la forma de prepararlos, sostenerlos y arrojarlos, y
nos comprometimos a trasmitirlas a los mil responsables de arrojar los globos,
quienes a su vez deberían instruir a las seis mil personas necesarias para su
manipulación.
A hora temprana
acudimos a la cita en la Plaza de la Constitución y allí nos indicó el Delegado
Regional que abordáramos trenes con bandera de El Peñón, en cuyos llanos
deberían efectuarse las pruebas. Debido a lo numeroso de nuestro grupo
despertamos gran curiosidad entre los habitantes de aquel rumbo, poco
acostumbrados a visitas por esos sitios que no ofrecen atractivo alguno, y acudieron
presurosos al ver los preparativos para lanzar el primer globo, que
naturalmente no tenía inscripción alguna.
La prueba fue por
demás satisfactoria y se iniciaron luego los trabajos para obtener mil casas
propicias y seguras, sin que esto último fuera fácil, sobre todo tratándose del
primer cuadro de la ciudad donde deseábamos concentrar la propaganda y donde la
mayor parte de los edificios lo son de oficinas o comerciales. Se nos previno
estar preparados, pues la orden de soltarlos se nos daría con sólo tres horas
de anticipación. A todas las personas invitadas para cooperar al lanzamiento se
les habló de un globo de la Liga, de modo que ignoraban las proporciones del
espectáculo y se les recomendó sigilo en todos los tonos. Los carteles fijados
por la CROM tenían el primer día una descomunal interrogación y la siguiente
leyenda: El Espectáculo del Año. Los días siguientes la interrogación disminuyó
en tamaño, y ocupó su lugar la leyenda, hasta aparecer la víspera diciendo así:
"El Espectáculo del Año. Grandes juegos aéreos nunca vistos en México.
Esté usted pendiente". Y el sábado cuatro de diciembre, día fijado para
soltar los globos, decían: "Hoy, el Espectáculo del Año. Esté usted
pendiente". En esta forma despertóse la curiosidad del pueblo, mientras
los propios enemigos creían se trataba de alguna compañía extranjera de
maromeros aéreos.
La víspera se
entregó a los responsables sus globos cuidadosamente doblados, los fajas de
propaganda y una hoja de instrucciones minuciosamente elaborada; se confrontaron
los relojes y se fijaron las trece horas diez minutos para lanzarlos. A la una
de la tarde en mil hogares y edificios de la ciudad de México se extendían mil
globos cuidadosamente revisados y con toda precaución se les sujetaba la
propaganda, se empapaban sus estopas en gasolina y a la hora precisa se
elevaron majestuosamente al espacio, meciéndose al impulso de suave brisa, como
luciendo con orgullo el escudo de la Liga y la palabra boycot. Pronto fueron
reconocidos por el pueblo, que loco de júbilo contemplaba cómo remontaban las
alturas aquellos enormes cubos que tapizaban el firmamento, y presentaban sobre
el intenso azul un espectáculo maravilloso. Mientras tanto los esbirros de la
tiranía, al darse cuenta de lo que se trataba, se dieron a correr de un lado a
otro con la esperanza de que en sus manos cayera siquiera uno de aquellos
enormes propagandistas que continuaban escalando las alturas. De improviso el
cielo se cubrió de millares de hojas de los tres colores, verde, blanco y rojo,
que esparcidas por el viento caían balanceándose y deleitando con el
espectáculo del año y de todos los años -nunca se ha visto cosa igual- a las
multitudes que invadieron las calles para contemplarlo.
Los rapaces corrían
y se disputaban las hojas, hasta conseguir de los tres colores y al mostrarlas
a las personas que ocupaban aceras y ventanas, gritaban con toda la fuerza de
sus pulmones:-¡Son de la Liga! ¡Son de la Religión! ¡Viva Cristo Rey! Se mecían
los globos en el espacio como pequeños puntos blancos, que dieron al cielo el
aspecto de haberse tachonado de prodigiosas estrellas en pleno mediodía y
cuando empezaron a caer dieron nuevo motivo de regocijo al pueblo, que reía al
ver por todas partes gendarmes y oficiales en automóviles y motocicletas corriendo
tras los globos que descendían después de haber desempeñado su misión y
tratando de impedir que la gente los tomara y llevara en paseo triunfal, como
en muchas partes sucedió.
Los que atraparon
fueron presentados en sus respectivos cuarteles como "cuerpo del
delito". Pero les faltaban los delincuentes, y no pudiendo hallarlos se dieron
a aprehender a quienes recogían la propaganda y a llevarlos a la Inspección de
Policía o a las comisarías, "para deslindar responsabilidades y aplicar el
correlativo correspondiente". Día memorable para la ciudad de México. El
espectáculo del año dio a conocer sin lugar a duda la fuerza de la organización
más vasta que nunca haya habido en la República. Cálculos precisos dan a
conocer que en la elaboración de los globos y su lanzamiento, intervinieron no
menos de ocho mil personas, y no obstante, la policía no aprehendió a ninguno
que hubiera sido realmente responsable.
En el Grupo el
júbilo era enorme. Por la noche llegamos casi todos antes de la hora habitual
para comentar a nuestras anchas las peripecias de la jornada, y relataba cada
quien sus incidentes. Rafael dijo que en
la casa que le tocó había diez y ocho señoritas y él como único hombre. Su
globo salió majestuosamente, para atorarse en seguida en la antena de la radio,
donde por breves momentos se balanceó, saliendo las llamas como lenguas de
fuego alrededor de su boca, hasta que impulsado por una pequeña ráfaga de
viento se soltó. En esto estaba
cuando escuchamos un ruido brusco en el zaguán, el cual podía abrirse con sólo
tirar de un cordón, e instantes después nos vimos rodeados por más de quince
agentes, pistola en mano, que nos imponían silencio. Nos registraron en busca
de armas; registraron igualmente la casa entera, sin resultado alguno. En esas
se oyó abrir la puerta y el rumor de unos pasos que entraban, para volver a
salir inmediatamente, mientras alguien decía: "Hasta luego, doña
Guadalupe, me saluda a todos". Era Pancho, quien al darse cuenta de la presencia
de la policía trató de escapar, pero otros agentes que habían permanecido en la
calle lo detuvieron y llevaron al salón donde nos encontrábamos, al cual entró
diciendo:
-Bueno, si ustedes se empeñan, me quedo.
-A ver, joven -dijo
el que parecía jefe de entre ellos viene muy habladorcito, pero ya se le irá
quitando. Usted ha de haber sido uno de los que echaron los globos, ¿verdad?
-No, señor -contestó Pancho-, el último globo
que vi fue el de Cantoya.
-No haga chistes o
tendrá que pesarle -replicó el agente, agregando-: ¿dónde andaba usted a la una
de la tarde?
-¿A la una de la tarde?.. ¡ah! pues andaba
como la opinión pública, por los suelos.
-¡Óigame, óigame!
-dijo el agente-, ¿qué carácter tiene usted en esta organización?
-Por lo general alegre
y festivo -contestó nuevamente Pancho.
-Quiero decir: ¿qué
puesto ocupa usted?
-Soy estudiante, no
"puestero", señor.
-¿Dónde vive?
-En la casa de
usted.
Al llegar a este
punto el sabueso suspendió el interrogatorio y lleno de cólera volvió la cara
para mirar a los demás acejotaemeros que reíamos con ganas al oír las
respuestas de Pancho, y amenazándonos con que "lo pagaríamos caro",
salió a la calle, dejándonos con los demás agentes. Momentos después se volvió
al oír la puerta, y Pancho que estaba en su punto esa noche exclamó:
-¡Otro ratón! Entre los dos
policías traían un herido, con la cara bañada en sangre.
-¡Raúl! -gritamos
todos a un tiempo y corrimos hacia él. Dos de nosotros lo
atendimos y con pañuelos mojados tratamos de contener la sangre que manaba
abundantemente de una descalabradura en la parte posterior de la cabeza, cuando
afuera, en la calle, se oyó la voz de la madre de Raúl, que casi gritaba:
-¡Mi hijo! ¡No sean
infames, déjenme verlo! ¡Díganme si lo han matado! ¡Por piedad, no atormenten
así el corazón de una madre!
Raúl perdió el
conocimiento por unos instantes. Guadalupe la portera nos facilitó un poco de
alcohol y después de un buen rato logramos que la hemorragia se contuviera casi
por completo. Entonces pudo Raúl narramos lo ocurrido. Se disponía a salir para
el Grupo cuando una vecina que vivía frente al mismo avisó telefónicamente a la
madre de Raúl que la policía había penetrado en gran número al interior de la
casa, y permanecía en ella.
Al saberlo, Raúl
salió presurosamente asía el O'Connell con la intención de apostarse en sus
cercanías para prevenir llegaran y ver qué pudiera hacer, según las
circunstancias. A los pocos momentos de encontrarse allí llegó su madre, que
temerosa de que algo pudiera ocurrirle lo había seguido, pero al ver en su
ventana a la amiga que le había telefoneado, a ella se dirigió para pedirle
mayores informes. Platicando se encontraban cuando salió el jefe de agentes,
colérico por las respuestas de Pancho, y como las viera conversar y volver la
vista hacia él, fuese a ellas y les dijo altaneramente:
-¿De qué están
hablando ustedes? A lo que la mamá de Raúl contestó con toda dignidad:
-De nada que le
interese, señor.
Entonces el agente
tomándola de un brazo la sacudió bruscamente mientras decía:
-Repita lo que está
diciendo o me la llevo.
Todo fue ver esto
Raúl y atravesar la calle, sujetar al esbirro con una mano por las solapas y con
la otra descargarle fuerte puñetazo; se disponía a repetir la operación cuando
otro de los agentes llegó por la espalda y le dio tremendo golpe con la cacha
de la pistola. Raúl se desplomó sin sentido, bañado en sangre. Permanecieron los
agentes en la casa del Grupo por espacio de otra larga hora en acecho de nuevas
víctimas, hasta que, viendo frustradas sus esperanzas, nos hicieron salir junto
con ellos. Eramos dieciséis los aprehendidos, incluyendo a Raúl, y todos fuimos
subidos en una julia, y llevados a la Inspección General de Policía, a sus
inmundos sótanos, terror de los católicos en esos días, pero para fortuna
nuestra estaban pletóricos con los aprehendidos por recoger la propaganda de
los globos, por lo cual nos llevaron a la prisión militar de Santiago
Tlaltelolco, en donde se nos internó con la consigna de incomunicados. Inicialmente
nos llevaron a la Escuela de Presos y nos sentaron en sus bancas con centinelas
de vista, que pretendían impedir toda comunicación entre nosotros, cosa que no
lograron, pues al fin y al cabo éramos estudiantes la mayor parte,
acostumbrados a pasamos datos y misivas a pesar de la vigilancia de los
maestros.
Lo hicimos más por
quebrantar la orden que porque tuviéramos cosa importante que decimos: hasta
que perdida la esperanza de impedirlo y molestos por nuestras bromas y pullas,
optaron por echamos al patio de la prisión, en plena noche, sin abrigo, sin
haber cenado y con Raúl herido, a quien a esas horas había invadido un fuerte
escalofrío. En uno de los rincones del patio nos acurrucamos para damos calor
unos a otros, Raúl al centro, cubierto con los sacos de algunos que arrostramos
en camisa el frío glacial de la madrugada. El estado febril de Raúl lo hacía
ver alucinaciones, y con palabras entrecortadas suplicaba que no le taladrasen
la cabeza, o bien llamaba a su madre pidiéndole agua. Nosotros no podíamos hacer
algo efectivo por él.
Cuando al fin llegó
el día dimos gracias a Dios, pues con su claridad renacían nuestras esperanzas
y los ánimos se fueron tranquilizando al notar que Raúl mejoraba, y se reanimó
bastante cuando localizamos una llave de agua y pudimos darle de beber. Ya para
mediodía conversaba animosamente con nosotros y era su sola preocupación la de
que su madre estaría angustiada sin saber de él. Durante el transcurso de la
mañana nos dedicamos a dar vueltas y recorrer la prisión por los lugares en que
no nos fue estorbado el paso. A la una de la tarde recibimos una variada y
abundante comida que de nuestras diferentes casas nos enviaban, y nos agradó la
idea de que ya conocían nuestro paradero. Aprovechando esta circunstancia, y
los buenos servicios de un Juan, pudo Raúl enviar recado a su madre, para
tranquilizarla. Por la noche sin haber sido llamados a declarar ni
entrevistados por persona alguna, se nos permitió volver a la Escuela de
Presos, y nos disponíamos a descansar en la mejor forma, sobre las duras
bancas, cuando varios agentes fueron a tomar nuestras generales.
Al día siguiente
nos llamaron uno a uno y nos hicieron idénticas preguntas, según cuestionario
previamente Elaborado, y más tarde nos comunicaron que podíamos salir en
libertad mediante el pago de multas de cien pesos cada uno de nosotros y
quinientos Raúl, "por haber agredido a la autoridad". Agregaron que
en caso de no contar con el dinero suficiente podíamos hablar con nuestros
familiares para solicitarlo; licencia que aprovechamos desde luego para
asegurarles que nos encontrábamos perfectamente bien y rogarles no fueran a
pagar la multa. Convencidos por nuestros argumentos estuvieron de acuerdo, y
con mayor coraje nos afirmamos en nuestra decisión al saber de labios de la
mamá de Raúl lo que con ella habían hecho, pues por toda respuesta a las
súplicas que les hacía de que le permitieran ver y atender a su hijo, la
subieron a uno de los carros de la policía, la condujeron al barrio de Atlampa
y la bajaron en una de sus oscuras y solitarias callejas donde la abandonaron,
diciénclole únicamente: "Bájese, vieja malhora, y dé gracias que no la
hayamos remitido".
Es de imaginar la
angustia de la señora, afligida por la suerte de su hijo y perdida de noche en
aquellos andurriales, capaces de amedrentar a cualquiera con el ánimo mejor
templado. Al conocer nuestra determinación los esbirros nos encerraron en
pestilente bodega, donde permanecimos tres nuevos días con sus noches, comiendo
del infecto rancho de la prisión, pues no volvieron a darnos la comida que de
nuestras casas nos llevaban.
No obstante esto lo
pasamos bastante bien, y disfrutamos aun de momentos divertidos: ¡al fin joven
y con la conciencia tranquila! Durante la noche del quinto día fuimos
"amonestados" y cuando menos lo esperábamos puestos en libertad.
Corrimos felices a nuestros hogares con inmensos deseos de abrazar a los
nuestros, bañamos, comer bien y dormir En nuestras añoradas camas.
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