CAPITULO IX
LA LIBERTAD DE CONCIENCIA
Y DE CULTOS.
“Bajo el nombre seductor de
libertad de culto, proclaman la apostasía legal de la sociedad.” León XIII, É Giunto. En la encíclica Libertas el Papa León XIII
pasa revista a las nuevas libertades pro-clamadas por el liberalismo. Seguiré
su exposición paso a paso: “(...) bueno será considerar una por una esas varias
conquistas de la libertad que se dicen logradas en nuestros tiempos.”
La libertad de cultos (o libertad de
conciencia y de cultos) es la primera; es, como lo explica León XIII,
reivindicada como una libertad moral de la conciencia individual y como una
libertad social, un derecho civil reconocido por el Estado:
“Sea
la primera considerada en los particulares, la que llaman libertad de cultos,
en tan gran manera contraria a la virtud de la religión. Su fundamento es estar
del todo, en mano de cada uno, el profesar la religión que más le acomode, o el
no profesar ninguna. Pero, muy al contrario, entre todas las obligaciones del
hombre, la mayor y más santa es, sin sombra de duda, la que nos manda adorar a
Dios pía y religiosamente. Dedúcese esto necesariamente de estar nosotros de
continuo en poder de Dios, y ser por su voluntad y providencia gobernados, y
tener en El nuestro origen, y haber de tornar a El.” Si en efecto el individuo-rey es considerado
la fuente de sus propios derechos, es lógico que él atribuya a su conciencia
una plena independencia en relación a Dios y a la religión. León XIII considera
luego la libertad religiosa en cuanto derecho civil: “Considerada en el Estado
la misma libertad, pide que éste no tribute a Dios culto alguno público, por no
haber razón que los justifique; que ningún culto sea preferido a los otros; y
que todos ellos tengan igual derecho, sin respeto ninguno al pueblo, dado caso
que éste haga profesión de católico.”
Si la sociedad no es más que una
colección puramente convencional de individuos-rey, nada debe a Dios y el
Estado se considera libre de todos los deberes religiosos; lo que es
manifiestamente falso, dice León XIII:
“No
puede, en efecto dudarse que la sociedad establecida entre los hombres, ya se
mire a sus partes, ya a su causa, ya la gran cantidad de utilidades que
acarrea, existe por voluntad de Dios, que es quien creó al hombre para vivir en
sociedad, y quien le puso entre sus semejantes para que las exigencias
naturales, que él no pudiera satisfacer solo, las viera cumplidas en la
sociedad. Así es que la sociedad, por serlo, ha de reconocer como padre y autor
a Dios, y reverenciar y adorar su poder y su dominio. Veda, pues, la justicia,
védalo también la razón, que el Estado sea ateo, o lo que viene a parar en el
ateísmo, que se haya de igual modo con respecto a las varias que llaman religiones,
y conceda a todas, promiscuamente, iguales derechos.”
León XIII no deja de dar una precisión
necesaria: cuando se habla de la religión de una manera abstracta, se habla
implícitamente de la única verdadera religión, que es la de la Iglesia
católica:
“Siendo,
pues, necesario al Estado profesar una religión, ha de profesar la única
verdadera, la cual sin dificultad se conoce, singularmente en los pueblos
católicos, puesto que en ella aparecen como sellados los caracteres de la
verdad.”
En consecuencia el Estado debe
reconocer la verdadera religión en cuanto tal y profesar el catolicismo. Las
líneas siguientes condenan sin apelación el supuesto agnosticismo del Estado y
su pretendida neutralidad en materia religiosa:
“Esta
religión es, pues, la que han de conservar los que gobiernan; ésta la que han
de proteger, si quieren, como deben, atender con prudente utilidad a la
comunidad de los ciudadanos. La autoridad pública está, en efecto, constituida
para utilidad de sus súbditos; aunque próximamente mira a proporcionarles la
prosperidad de esta vida terrena, con todo, no debe disminuirles, sino
aumentarles la facilidad de conseguir aquel sumo y último bien, en que está la sempiterna bienaventuranza del hombre y a la
que no puede llegarse descuidándose de la religión”
Volveré sobre estas líneas que
contienen el principio fundamental que regula las relaciones del Estado con la
religión, es decir, con la verdadera religión. La encíclica Libertas es del 20
de junio de 1888. Un año más tarde, León XIII vuelve sobre el tema de la
libertad de cultos para condenarla nuevamente en términos admirables, con celo
enteramente apostólico, en su Carta al Emperador de Brasil. He aquí extractos
que muestran lo absurdo y lo impío de la libertad de cultos, ya que implica
siempre el ateísmo del Estado:
“La
libertad de cultos, considerada en relación a la sociedad, está fundada sobre
el principio de que el Estado, incluso en una nación católica, no está obligado
a profesar o a favorecer ningún culto; debe permanecer indiferente respecto a
todos y tratarlos jurídicamente igual. No se trata aquí de esta tolerancia de
hecho que en circunstancias dadas puede ser concedida a los cultos disidentes;
sino de reconocerles esos derechos que sólo pertenecen a la única verdadera
religión que Dios ha establecido en el mundo y que ha señalado por caracteres y
signos claros y precisos, para que todos puedan reconocerla como tal y
abrazarla.”
“Además,
semejante libertad pone sobre un mismo plano la verdad y el error, la fe y la
herejía, la Iglesia de Jesucristo y cualquier otra institución humana;
establece una deplorable y funesta separación entre la sociedad humana y Dios,
su Autor; desemboca finalmente en la triste consecuencia del indiferentismo de
Estado en materia religiosa, o, lo que es lo mismo, su ateísmo.”
¡Son palabras que valen oro! Son
palabras que deberían aprenderse de memoria. La libertad de cultos implica el
indiferentismo del Estado respecto a todas las formas religiosas. La libertad
religiosa significa necesariamente el ateísmo del Estado. Pues al reconocer o
favorecer a todos los dioses, el Estado de hecho no reconoce a ninguno,
¡especialmente no reconoce al Verdadero Dios! ¡He aquí lo que respondemos
cuando se nos presenta la libertad religiosa del Vaticano II como una
conquista, como un progreso, como un desarrollo de la doctrina de la Iglesia!
¿El ateísmo es acaso un progreso? La “teología de la muerte de Dios” ¿se
inscribe en la línea de la tradición? ¡La muerte legal de Dios! ¡Es inimaginable!
Y bien, de eso nos estamos muriendo: en nombre de la libertad religiosa del
Vaticano II se han suprimido los Estados todavía católicos, se los ha
laicizado, se ha borrado de las constituciones de dichos Estados el primer
artículo que proclamaba la sumisión del Estado a Dios, su Autor, o en el cual
hacía profesión de la verdadera religión. Esto es precisamente lo que los
masones no querían escuchar más; entonces encontraron el medio radical: obligar
a la Iglesia, por la voz de su magisterio, a proclamar la libertad religiosa,
¡nada menos!; y así por una consecuencia inevitable, obtener la laicización de
los Estados católicos.
Se sabe bien, pues es un hecho
histórico que fue publicado por los diarios de Nueva York en su momento, que el
Card. Bea, la víspera del concilio, fue a visitar a los B'nai B'rith: los
“hijos de la Alianza”, una secta masónica reservada únicamente a los judíos, de
gran influencia en el mundialismo occidental. En su calidad de Secretario del
Secretariado
para la Unidad de los Cristianos,
apenas fundado por Juan XXIII, les preguntó: –Masones, ¿qué queréis? Ellos le
respondieron: – la libertad religiosa: proclamad la libertad religiosa y la
hostilidad cesará entre la masonería y la Iglesia Católica! Pues bien, tuvieron
la libertad religiosa; en consecuencia, ¡la libertad religiosa del Vaticano II
es una victoria masónica! Y esto queda corroborado por el siguiente ejemplo:
hace algunos meses, el Presidente Alfonsín de la Argentina, recibido
oficialmente en la Casa Blanca en Washington y por la B'nai B'rith en Nueva
York, fue condecorado por los masones con la medalla de la libertad religiosa,
por haber instaurado un régimen de libertad de cultos y de religión. Por eso
nosotros rechazamos la libertad religiosa del Vaticano II, la rechazamos en los
mismos términos que lo hicieron los Papas del siglo XIX, nos apoyamos en su
autoridad y nada más que en su autoridad: ¿qué mayor garantía podemos tener de
estar en la verdad sino ser fuertes por la fuerza misma de la tradición, de la
enseñanza constante de los Papas Pío VI, Pío VII, Gregorio XVI, Pío IX, León
XIII, Benedicto XV, etc. que todos sin excepción condenaron la libertad
religiosa, tal como lo mostraremos en el capítulo siguiente?
Concluiré este capítulo citando un
pasaje de la carta È Giunto en la cual el Papa León XIII hace prueba, una vez mas,
de una clarividencia y de una fuerza admirables en su juicio sobre la libertad
religiosa (que él llama aquí libertad de cultos):
“Pero
sería superfluo insistir sobre esas reflexiones. Repetidas veces en documentos
oficiales dirigidos al mundo católico, Nos hemos demostrado cuán errónea es la
doctrina de aquellos que bajo el nombre seductor de libertad de culto,
proclaman la apostasía legal de la sociedad, apartándola así de su Divino
Autor.”
La libertad religiosa es la apostasía
legal de la sociedad: recordadlo bien; pues es eso lo que respondo a Roma, cada
vez que quieren obligarme a aceptar globalmente el Concilio o especialmente la
declaración sobre la libertad religiosa. Rechacé firmar ese acto conciliar el 7
de diciembre de 1965, y ahora, veinte años después, las razones para no hacerlo
no han hecho más que aumentar. ¡No se firma una apostasía!
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