9. Grandes penas
Sé paciente en la
tribulación, porque en el fuego se prueba el oro y se purifica la plata (Ecle
11,45).
No falta quien estima que las
mortificaciones voluntarias llevan en sí cierta gratificación, pues han sido
buscadas por quien las hace. Pero esto no puede decirse de aquellas penalidades
que provienen de otras causas. Así, pues, la conformidad en soportar estas
últimas, es la que nos da la norma principal para apreciar la santidad de una
persona.
Pascual, no menos que los otros
santos, debía purificarse en este fuego, que su contemporáneo San Juan de la
Cruz llama noche obscura. Momentos hubo en su vida en que el cielo
le parecía de plomo, en que la duda se esforzaba por adquirir el dominio de su
corazón, y en que su energía parecía derramarse, como se derrama el líquido al
romperse el vaso que lo contiene. Toda su vida era entonces juzgada por él como
una serie de incoherencias. El recuerdo del pasado lo desanimaba, y su corazón
parecía como romperse de remordimiento a la vista de crímenes hasta entonces
ignorados. El porvenir se le representaba más tenebroso todavía, como si el
Señor lo fuera a dejar abandonado a sus fuerzas. El presente era también para
él un enigma indescifrable. Su corazón se veía combatido por dos sentimientos
opuestos. De un lado, la fiebre de la lujuria, del odio y del orgullo
estremecía su carne desgastada por los ayunos. De otro, sentíase atraído por
irresistible impulso hacia ese Dios en el que pensaba encontrar el reposo. En suma,
mientras el espíritu corría, como ciervo sediento, a embriagarse con la pureza
de los ángeles, el cuerpo parecía revolcarse en un cenagal de torpezas y de
engaños. ¿Cómo, entonces, librarse de aquel cuerpo de muerte? Porque, en realidad
de verdad, Pascual preferiría a una tal situación, la destrucción y aun el
aniquilamiento de su ser.
Cierto día, rendido o debilitado por
la lucha, cae como caen los vencidos de la vida, arrojado como los últimos
restos de un gran naufragio en una playa inhóspita... La copa de la tribulación
rebasa los bordes. Pedro de Sena, su provincial, entra en ese momento en la
celda del Santo.
–¡Oh
Padre! gime Pascual, ¡todo es inútil! Yo no puedo más. ¡Si me fuera dado dejar
de existir!... ¡He sufrido ya tanto! ...
Y su cabeza cae pesadamente sobre su
pecho, como la de un hombre en el momento de expirar. Pedro se inclina sobre
esta alma angustiada y le habla. Y el pobre desesperado le refiere pausadamente,
con palabras entrecortadas por los sollozos, su lamentable historia. Gracias a
ello la paz renace en su alma, el dolor que atenazaba su corazón se mitiga casi
insensiblemente, y se va haciendo luz entre las sombras densas de antes.
Nuestro Santo es ahora un convaleciente que aspira el perfume de los campos, es
como un hombre que despierta de un pesado sueño, que toca con inquietud cuanto
le rodea, y que ve por fin desvanecerse sus terrores ante el testimonio
elocuente de la simple realidad. Pascual renace a nueva vida, dispuesto a sostener
nuevos combates.
En otra ocasión el común enemigo
obtiene permiso para maltratar al Santo.
–¡Qué
enfermedades! murmuran los médicos examinándolo; no hay duda de que confunden nuestras
previsiones, se resisten a nuestros cálculos y burlan nuestros remedios...
Cualquiera diría que ello es cosa del diablo.
También se oyen a veces en su celda
ruidos extraños, o bien golpes y lamentos. Se oye de repente un grito agudísimo
durante la noche. Los religiosos corren solícitos a la habitación de Pascual.
El Santo confuso responde: «estaría
soñando» o bien: «me he sentido
víctima de extraños dolores». Y los despide como si nada hubiera pasado;
pero a la mañana siguiente, según testimonio de los testigos, vésele en el coro con el cuerpo magullado y
maltrecho. Lo único que de sus labios
pudo saberse con respecto a tal género de tribulaciones, acerca de las cuales observaba Pascual un
riguroso secreto, es lo siguiente:
–Nunca
son tan terribles los asaltos... como cuando medito en la Pasión y en el amor
de Jesucristo Sacramentado.
Y pronunciadas apenas estas palabras
enmudece, como temeroso de haber dicho ya demasiado. En cuanto hasta aquí
llevamos dicho, servía de consuelo a Pascual la solicitud y afecto de los superiores,
quienes en las luchas con el demonio le habían ayudado con sus consejos y
sostenido con sus exhortaciones. Con todo llega un momento en que hasta esto va
a faltarle. En efecto, en 1573 fundaron los superiores un convento de estudios
en Valencia. Había necesidad de enviar a él Hermanos legos, y se ponía mucho
cuidado en que éstos fuesen escogidos entre los más edificantes. En tales
condiciones, eligieron a Pascual.
Estaba allí de Guardián un austero
anciano, religioso de rostro marcado por el sufrimiento y de dura mirada. Ya
sea por inadvertencia, o bien por prevención, lo cierto es que dicho superior
no tarda en tomar al nuevo subordinado por blanco de su inflexible rigidez. Un
día le manda sin más ni más en pleno refectorio que salga a decir la culpa.
Puesto ya el Santo de rodillas en medio de los admirados religiosos, el
Guardián comienza a descargar sobre él todo un torrente de injurias:
–¡Sois
un hipócrita y un presuntuoso! ¡Ah! ¡vos creéis estar en posesión de un tesoro!
¡Abrid las manos y contempladlas llenas de cieno! ¡Estad atento!...
Terminada la filípica y en medio de
un gran silencio, Pascual se arrastra andando a gatas hasta el sitio del
superior, estrecha los pies de éste entre sus manos con muestras de respeto y
de ternura, y los besa luego una y otra vez... Poco después siente tocar la
campana de la portería y corre a abrir la puerta, en donde permanece bastante
tiempo ocupado en atender a los que llamaban.
–¡Ah!,
piensa entre tanto un religioso, el pobre fraile está a lo que parece muy
confuso por lo sucedido y no tiene valor para volver al refectorio. Sin duda
está haciendo tiempo para recuperarse antes de entrar de nuevo.
Y guiado por esta idea se apresura a
buscar al Santo.
–Tened
paciencia, Fr. Pascual, le dice con dulzura.
–¡Paciencia!
¿por qué causa? responde el Bienaventurado.
–Pues
por la injusta reprimenda que recibisteis.
–Estad
seguro, Hermano, replica el humilde religioso, que el Espíritu Santo es quien
ha hablado por su boca.
En otra ocasión en que tuvo lugar una
escena parecida, respondió a los que intentaban consolarle:
–No
me han entristecido poco ni mucho las palabras del Padre Guardián. Muy al
contrario, me juzgo tan feliz de este modo, que quisiera recibir cada día un
tal consuelo. ¡Ojalá Dios le inspire el que así lo haga!
Dichas escenas se repetían con harta
frecuencia. Hoy al Guardián le servía de pretexto un vaso roto, mañana un poco
de aceite vertido, y un día después otra falta tan fútil como las anteriores. Cualquier
cosa bastaba para mortificar a Fray Pascual con reprensiones irrazonables. Y junto a las reprensiones iban las
culpas públicas, las penitencias de todo género, las flagelaciones crueles, las
humillaciones, los reproches insultantes y todas las vejaciones posibles, que
llovían sin cesar sobre nuestro Santo. El Guardián, dicen los testimonios, se
ensañaba en él con verdadera ferocidad. No faltaron tampoco religiosos que,
alentados a ello por la conducta del superior, tuvieran a gala procurar a
Pascual desprecios y disgustos sin cuento. Nunca les faltaban pretextos, pues detrás
de estas cosas andaba una mal velada envidia. Con todo, Pascual nunca se daba
por agraviado, y correspondía siempre a todos los desprecios con inequívocas
muestras de cariño. En estos casos, alega uno de los testigos, tenía presentes
las virtudes que adornaban a sus perseguidores, y con ellas hacía un manto en
el que ocultaba todos sus defectos.
–Por
lo que a mí toca, decía Pascual, conozco que no tengo de religioso más que el
hábito. He delinquido y me he hecho digno, por tanto, de los últimos castigos.
Venguen en mí las criaturas los ultrajes que yo hice al Criador, que con esto
me darán una prueba más de que me aprecian. Así como las medallas brillan tanto
más cuanto más se frotan, así logra Pascual adquirir un nuevo lustre por medio
de la persecución y del sufrimiento.
El Provincial, Pedro de Sena, llega
al fin a tener noticias de todo lo que pasa, y en consecuencia Pascual es
obligado a acudir a la presencia del superior. Éste desea saber las cosas de
los propios labios del Santo; pero Fray Pascual no le da de ninguno la menor
queja.
–En
vista de lo que sucede, decide el Provincial, juzgo que no es conveniente para
vos regresar a ese convento. Vuestra vida es allá demasiado incómoda. ¿Queréis
que os envíe a otro convento?
–¡Ah,
Padre mío! responde el Santo como avergonzado, no hay necesidad de que sepáis
para ello mi voluntad; yo estoy para todo en manos de la obediencia. ¡Haga
vuestra caridad lo que mejor le parezca! Para mí es igual continuar allí o ir a
otra parte.
–Pero
¿y vuestro Guardián?, dice, interrumpiéndole el Provincial.
–No,
responde con convicción el Bienaventurado; yo sé por experiencia que nada se
gana con cambiar de superiores. A un Guardián difícil de sobrellevar sucede
otro más llevadero, en tanto que si uno busca cambiar de puesto, suele ir con
frecuencia de mal en peor.
Y Pascual sigue en Valencia por
espacio de tres años, ocupado, como antes, en los oficios de la portería y del
refectorio. Su género de vida continúa siendo el mismo de antes, con la única diferencia
de que, a partir de este suceso, acostumbra pasar más largas horas en oración
ante el Santísimo Sacramento.
CONTINUA...
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