La fe
18.
Aquí ya, venerables hermanos, se nos abre la puerta para examinar a los
modernistas en el campo teológico. Mas, porque es materia muy escabrosa, la
reduciremos a pocas palabras. Se
trata, pues, de conciliar la fe con la ciencia, y eso de tal suerte que la una
se sujete a la otra. En este género, el teólogo modernista usa de los mismos
principios que, según vimos, usaba el filósofo, y los adapta al creyente; a
saber: los principios de la inmanencia y el simbolismo. Simplicísimo es el
procedimiento. El filósofo afirma: el principio de la fe es inmanente; el
creyente añade: ese principio es Dios; concluye el teólogo: luego Dios es
inmanente en el hombre. He aquí la inmanencia teológica. De la misma suerte es
cierto para el filósofo que las representaciones del objeto de la fe son sólo
simbólicas; para el creyente lo es igualmente que el objeto de la fe es Dios en
sí: el teólogo, por tanto, infiere: las representaciones de la realidad divina
son simbólicas. He aquí el simbolismo teológico. Errores,
en verdad grandísimos; y cuán perniciosos sean ambos, se descubrirá al verse
sus consecuencias. Pues, comenzando desde luego por el simbolismo, como los
símbolos son tales respecto del objeto, a la vez que instrumentos respecto del
creyente, ha de precaverse éste ante todo, dicen, de adherirse más de lo
conveniente a la fórmula, en cuanto fórmula, usando de ella únicamente para
unirse a la verdad absoluta, que la fórmula descubre y encubre juntamente,
empeñándose luego en expresarlas, pero sin conseguirlo jamás. A esto añaden,
además, que semejantes fórmulas debe emplearlas el creyente en cuanto le
ayuden, pues se le han dado para su comodidad y no como impedimento; eso sí,
respetando el honor que, según la consideración social, se debe a las fórmulas
que ya el magisterio público juzgó idóneas para expresar la conciencia común y
en tanto que el mismo magisterio no hubiese declarado otra cosa distinta. Qué
opinan realmente los modernistas sobre la inmanencia, difícil es decirlo: no
todos sienten una misma cosa. Unos la ponen en que Dios, por su acción, está
más íntimamente presente al hombre que éste a sí mismo; lo cual nada tiene de
reprensible si se entendiera rectamente. Otros, en que la acción de Dios es una
misma cosa con la acción de la naturaleza, como la de la causa primera con la
de la segunda; lo cual, en verdad, destruye el orden sobrenatural. Por último,
hay quienes la explican de suerte que den sospecha de significación panteísta,
lo cual concuerda mejor con el resto de su doctrina.
19. A
este postulado de la inmanencia se junta otro que podemos llamar de permanencia
divina: difieren entre sí, casi del mismo modo que difiere la experiencia
privada de la experiencia transmitida por tradición. Aclarémoslo con un ejemplo
sacado de la Iglesia y de los sacramentos. La Iglesia, dicen, y los sacramentos
no se ha de creer, en modo alguno, que fueran instituidos por Cristo. Lo
prohíbe el agnosticismo, que en Cristo no reconoce sino a un hombre, cuya
conciencia religiosa se formó, como en los otros hombres, poco a poco; lo
prohíbe la ley de inmanencia, que rechaza las que ellos llaman externas
aplicaciones; lo prohíbe también la ley de la evolución, que pide, a fin de que
los gérmenes se desarrollen, determinado tiempo y cierta serie de
circunstancias consecutivas; finalmente, lo prohíbe la historia, que enseña
cómo fue en realidad el verdadero curso de los hechos. Sin embargo, debe
mantenerse que la Iglesia y los sacramentos fueron instituidos mediatamente por
Cristo. Pero ¿de qué modo? Todas las conciencias cristianas estaban en cierta
manera incluidas virtualmente, como la planta en la semilla, en la ciencia de
Cristo. Y como los gérmenes viven la vida de la simiente, así hay que decir que
todos los cristianos viven la vida de Cristo. Mas la vida de Cristo, según la
fe, es divina: luego también la vida de los cristianos. Si, pues, esta vida, en
el transcurso de las edades, dio principio a la Iglesia y a los sacramentos,
con toda razón se dirá que semejante principio proviene de Cristo y es divino.
Así, cabalmente concluyen que son divinas las Sagradas Escrituras y divinos los
dogmas. A
esto, poco más o menos, se reduce, en realidad, la teología de los modernistas:
pequeño caudal, sin duda, pero sobreabundante si se mantiene que la ciencia
debe ser siempre y en todo obedecida. Cada
uno verá por sí fácilmente la aplicación de esta doctrina a todo lo demás que
hemos de decir.
b) El
dogma
20. Hasta
aquí hemos tratado del origen y naturaleza de la fe. Pero, siendo muchos los
brotes de la fe, principalmente la Iglesia, el dogma, el culto, los libros que
llamamos santos, conviene examinar qué enseñan los modernistas sobre estos
puntos. Y comenzando por el dogma, cuál sea su origen y naturaleza, arriba lo
indicamos. Surge aquél de cierto impulso o necesidad, en cuya virtud el
creyente trabaja sobre sus pensamientos propios, para así ilustrar mejor su
conciencia y la de los otros. Todo este trabajo consiste en penetrar y pulir la
primitiva fórmula de la mente, no en sí misma, según el desenvolvimiento
lógico, sino según las circunstancias o, como ellos dicen con menos propiedad,
vitalmente. Y así sucede que, en torno a aquélla, se forman poco a poco, como ya
insinuamos, otras fórmulas secundarias; las cuales, reunidas después en un
cuerpo y en un edificio doctrinal, así que son sancionadas por el magisterio
público, puesto que responden a la conciencia común, se denominan dogma. A éste
se han de contraponer cuidadosamente las especulaciones de los teólogos, que,
aunque no vivan la vida de los dogmas, no se han de considerar del todo
inútiles, ya para conciliar la religión con la ciencia y quitar su oposición,
ya para ilustrar extrínsecamente y defender la misma religión; y acaso también
podrán ser útiles para allanar el camino a algún nuevo dogma futuro. En
lo que mira al culto sagrado, poco habría que decir a no comprenderse bajo este
título los sacramentos, sobre los cuales defienden los modernistas gravísimos
errores. El culto, según enseñan, brota de un doble impulso o necesidad; porque
en su sistema, como hemos visto, todo se engendra, según ellos aseguran, en
virtud de impulsos íntimos o necesidades. Una de ellas es para dar a la
religión algo de sensible; la otra a fin de manifestarla; lo que no puede en
ningún modo hacerse sin cierta forma sensible y actos santificantes, que se han
llamado sacramentos. Estos, para los modernistas, son puros símbolos o signos;
aunque no destituidos de fuerza. Para explicar dicha fuerza, se valen del
ejemplo de ciertas palabras que vulgarmente se dice haber hecho fortuna, pues
tienen la virtud de propagar ciertas nociones poderosas e impresionan de modo
extraordinario los ánimos superiores. Como esas palabras se ordenan a tales
nociones, así los sacramentos se ordenan al sentimiento religioso: nada más.
Hablarían con mayor claridad si afirmasen que los sacramentos se instituyeron
únicamente para alimentar la fe; pero eso ya lo condenó el concilio de
Trento(12): «Si alguno dijere que estos sacramentos no fueron instituidos sino
sólo para alimentar la fe, sea excomulgado».
c) Los
libros sagrados
21.
Algo hemos indicado ya sobre la naturaleza y origen de los libros sagrados.
Conforme al pensar de los modernistas, podría no definirlos rectamente como una
colección de experiencias, no de las que estén al alcance de cualquiera, sino
de las extraordinarias e insignes, que suceden en toda religión. Eso
cabalmente enseñan los modernistas sobre nuestros libros, así del Antiguo como
del Nuevo Testamento. En sus opiniones, sin embargo, advierten astutamente que,
aunque la experiencia pertenezca al tiempo presente, no obsta para que tome la
materia de lo pasado y aun de lo futuro, en cuanto el creyente, o por el
recuerdo de nuevo vive lo pasado a manera de lo presente, o por anticipación
hace lo propio con lo futuro. Lo que explica cómo pueden computarse entre los
libros sagrados los históricos y apocalípticos. Así, pues, en esos libros Dios
habla en verdad por medio del creyente; mas, según quiere la teología de los
modernistas, sólo por la inmanencia y permanencia vital. Se
preguntará: ¿qué dicen, entonces, de la inspiración? Esta, contestan, no se
distingue sino, acaso, por el grado de vehemencia, del impulso que siente el
creyente de manifestar su fe de palabra o por escrito. Algo parecido tenemos en
la inspiración poética; por lo que dijo uno: «Dios está en nosotros: al
agitarnos El, nos enardecemos». Así es como se debe afirmar que Dios es el
origen de la inspiración de los Sagrados Libros. Añaden,
además, los modernistas que nada absolutamente hay en dichos libros que carezca
de semejante inspiración. En cuya afirmación podría uno creerlos más ortodoxos
que a otros modernos que restringen algo la inspiración, como, por ejemplo,
cuando excluyen de ellas las citas que se llaman tácitas. Mero juego de
palabras, simples apariencias. Pues si juzgamos la Biblia según el
agnosticismo, a saber: como una obra humana compuesta por los hombres para los
hombres, aunque se dé al teólogo el derecho de llamarla divina por inmanencia,
¿cómo, en fin, podrá restringirse la inspiración? Aseguran, sí, los modernistas
la inspiración universal de los libros sagrados, pero en el sentido católico no
admiten ninguna.
d) La
Iglesia
22.
Más abundante materia de hablar ofrece cuanto la escuela modernista fantasea
acerca de la Iglesia. Ante
todo, suponen que debe su origen a una doble necesidad: una, que existe en
cualquier creyente, y principalmente en el que ha logrado alguna primitiva y
singular experiencia para comunicar a otros su fe; otra, después que la fe ya
se ha hecho común entre muchos, está en la colectividad, y tiende a reunirse en
sociedad para conservar, aumentar y propagar el bien común. ¿Qué viene a ser,
pues, la Iglesia? Fruto de la conciencia colectiva o de la unión de las
ciencias particulares, las cuales, en virtud de la permanencia vital, dependen
de su primer creyente, esto es, de Cristo, si se trata de los católicos. Ahora
bien: cualquier sociedad necesita de una autoridad rectora que tenga por oficio
encaminar a todos los socios a un fin común y conservar prudentemente los
elementos de cohesión, que en una sociedad religiosa consisten en la doctrina y
culto. De aquí surge, en la Iglesia católica, una tripe autoridad: disciplinar,
dogmática, litúrgica. La
naturaleza de esta autoridad se ha de colegir de su origen: y de su naturaleza
se deducen los derechos y obligaciones. En las pasadas edades fue un error
común pensar que la autoridad venía de fuera a la Iglesia, esto es,
inmediatamente de Dios; y por eso, con razón, se la consideraba como
autocrática. Pero tal creencia ahora ya está envejecida. Y así como se dice que
la Iglesia nace de la colectividad de las conciencias, por igual manera la
autoridad procede vitalmente de la misma Iglesia. La autoridad, pues, lo mismo
que la Iglesia, brota de la conciencia religiosa, a la que, por lo tanto, está
sujeta: y, si desprecia esa sujeción, obra tiránicamente. Vivimos ahora en una
época en que el sentimiento de la libertad ha alcanzado su mayor altura. En el
orden civil, la conciencia pública introdujo el régimen popular. Pero la
conciencia del hombre es una sola, como la vida. Luego si no se quiere excitar
y fomentar la guerra intestina en las conciencias humanas, tiene la autoridad
eclesiástica el deber de usar las formas democráticas, tanto más cuanto que, si
no las usa, le amenaza la destrucción. Loco, en verdad, sería quien pensara que
en el ansia de la libertad que hoy florece pudiera hacerse alguna vez cierto
retroceso. Estrechada y acorralada por la violencia, estallará con más fuerza,
y lo arrastrará todo —Iglesia y religión— juntamente. Así
discurren los modernistas, quienes se entregan, por lo tanto, de lleno a buscar
los medios para conciliar la autoridad de la Iglesia con la libertad de los
creyentes.
23.
Pero no sólo dentro del recinto doméstico tiene la Iglesia gentes con quienes
conviene que se entienda amistosamente: también las tiene fuera. No es ella la
única que habita en el mundo; hay asimismo otras sociedades a las que no puede
negar el trato y comunicación. Cuáles, pues, sean sus derechos, cuáles sus
deberes en orden a las sociedades civiles es preciso determinar; pero ello tan
sólo con arreglo a la naturaleza de la Iglesia, según los modernistas nos la
han descrito. En
lo cual se rigen por las mismas reglas que para la ciencia y la fe mencionamos.
Allí se hablaba de objetos, aquí de fines. Y así como por razón del objeto,
según vimos, son la fe y la ciencia extrañas entre sí, de idéntica suerte lo
son el Estado y la Iglesia por sus fines: es temporal el de aquél, espiritual
el de ésta. Fue ciertamente licito en otra época subordinar lo temporal a lo
espiritual y hablar de cuestiones mixtas, en las que la Iglesia intervenía cual
reina y señora, porque se creía que la Iglesia había sido fundada
inmediatamente por Dios, como autor del orden sobrenatural. Pero todo esto ya
está rechazado por filósofos e historiadores. Luego el Estado se debe separar
de la Iglesia; como el católico del ciudadano. Por lo cual, todo católico, al
ser también ciudadano, tiene el derecho y la obligación, sin cuidarse de la
autoridad de la Iglesia, pospuestos los deseos, consejos y preceptos de ésta, y
aun despreciadas sus reprensiones, de hacer lo que juzgue más conveniente para
utilidad de la patria. Señalar bajo cualquier pretexto al ciudadano el modo de
obrar es un abuso del poder eclesiástico que con todo esfuerzo debe rechazarse. Las
teorías de donde estos errores manan, venerables hermanos, son ciertamente las
que solemnemente condenó nuestro predecesor Pío VI en su constitución
apostólica Auctorem fidei(13).
24.
Mas no le satisface a la escuela de los modernistas que el Estado sea separado
de la Iglesia. Así como la fe, en los elementos — que llaman — fenoménicos,
debe subordinarse a la ciencia, así en los negocios temporales la Iglesia debe
someterse al Estado. Tal vez no lo digan abiertamente, pero por la fuerza del
raciocinio se ven obligados a admitirlo. En efecto, admitido que en las cosas
temporales sólo el Estado puede poner mano, si acaece que algún creyente, no
contento con los actos interiores de religión, ejecuta otros exteriores, como
la administración y recepción de sacramentos, éstos caerán necesariamente bajo
el dominio del Estado. Entonces, ¿que será de la autoridad eclesiástica? Como
ésta no se ejercita sino por actos externos, quedará plenamente sujeta al
Estado. Muchos protestantes liberales, por la evidencia de esta conclusión,
suprimen todo culto externo sagrado, y aun también toda sociedad externa
religiosa, y tratan de introducir la religión que llaman individual. Y
si hasta ese punto no llegan claramente los modernistas, piden entre tanto, por
lo menos, que la Iglesia, de su voluntad, se dirija adonde ellos la empujan y
que se ajuste a las formas civiles. Esto por lo que atañe a la autoridad
disciplinar.
Porque
muchísimo peor y más pernicioso es lo que opinan sobre la autoridad doctrinal y
dogmática. Sobre el magisterio de la Iglesia, he aquí cómo discurren. La
sociedad religiosa no puede verdaderamente ser una si no es una la conciencia
de los socios y una la fórmula de que se valgan. Ambas unidas exigen una
especie de inteligencia universal a la que incumba encontrar y determinar la
fórmula que mejor corresponda a la conciencia común, y a aquella inteligencia
le pertenece también toda la necesaria autoridad para imponer a la comunidad la
fórmula establecida. Y en esa unión como fusión, tanto de la inteligencia que
elige la fórmula cuanto de la potestad que la impone, colocan los modernistas
el concepto del magisterio eclesiástico. Como, en resumidas cuentas, el
magisterio nace de las conciencias individuales y para bien de las mismas
conciencias se le ha impuesto el cargo público, síguese forzosamente que depende
de las mismas conciencias y que, por lo tanto, debe someterse a las formas
populares. Es, por lo tanto, no uso, sino un abuso de la potestad que se
concedió para utilidad prohibir a las conciencias individuales manifestar clara
y abiertamente los impulsos que sienten, y cerrar el camino a la crítica
impidiéndole llevar el dogma a sus necesarias evoluciones.De
igual manera, en el uso mismo de la potestad, se ha de guardar moderación y
templanza. Condenar y proscribir un libro cualquiera, sin conocimiento del
autor, sin admitirle ni explicación ni discusión alguna, es en verdad algo que
raya en tiranía.Por
lo cual se ha de buscar aquí un camino intermedio que deje a salvo los derechos
todos de la autoridad y de la libertad. Mientras tanto, el católico debe
conducirse de modo que en público se muestre muy obediente a la autoridad, sin
que por ello cese de seguir las inspiraciones de su propia personalidad.
En
general, he aquí lo que imponen a la Iglesia: como el fin único de la potestad
eclesiástica se refiere sólo a cosas espirituales, se ha de desterrar todo
aparato externo y la excesiva magnificencia con que ella se presenta ante
quienes la contemplan. En lo que seguramente no se fijan es en que, si la
religión pertenece a las almas, no se restringe, sin embargo, sólo a las almas,
y que el honor tributado a la autoridad recae en Cristo, que la fundó.
CONTINUA...
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