II. CAUSAS Y
REMEDIOS
41.
Para un conocimiento más profundo del modernismo, así como para mejor buscar remedios
a mal tan grande, conviene ahora, venerables hermanos, escudriñar algún tanto
las causas de donde este mal recibe su origen y alimento. La causa próxima e
inmediata es, sin duda, la perversión de la inteligencia. Se le añaden, como
remotas, estas dos: la curiosidad y el orgullo. La curiosidad, si no se modera
prudentemente, basta por sí sola para explicar cualesquier errores. Con razón
escribió Gregorio XVI, predecesor nuestro(21): «Es muy deplorable hasta qué
punto vayan a parar los delirios de la razón humana cuando uno está sediento de
novedades y, contra el aviso del Apóstol, se esfuerza por saber más de lo que
conviene saber, imaginando, con excesiva confianza en sí mismo, que se debe
buscar la verdad fuera de la Iglesia católica, en la cual se halla sin el más
mínimo sedimento de error». Pero mucho mayor fuerza tiene para obcecar el
ánimo, e inducirle al error, el orgullo, que, hallándose como en su propia casa
en la doctrina del modernismo, saca de ella toda clase de pábulo y se reviste
de todas las formas. Por orgullo conciben de sí tan atrevida confianza, que
vienen a tenerse y proponerse a sí mismos como norma de todos los demás. Por
orgullo se glorían vanísimamente, como si fueran los únicos poseedores de la
ciencia, y dicen, altaneros e infatuados: "No somos como los demás
hombres"; y para no ser comparados con los demás, abrazan y sueñan todo
género de novedades, por muy absurdas que sean. Por orgullo desechan toda
sujeción y pretenden que la autoridad se acomode con la libertad. Por orgullo,
olvidándose de sí mismos, discurren solamente acerca de la reforma de los
demás, sin tener reverencia alguna a los superiores ni aun a la potestad
suprema. En verdad, no hay camino más corto y expedito para el modernismo que
el orgullo. ¡Si algún católico, sea laico o sacerdote, olvidado del precepto de
la vida cristiana, que nos manda negarnos a nosotros mismos si queremos seguir
a Cristo, no destierra de su corazón el orgullo, ciertamente se hallará
dispuesto como el que más a abrazar los errores de los modernistas! Por lo
cual, venerables hermanos, conviene tengáis como primera obligación vuestra
resistir a hombres tan orgullosos, ocupándolos en los oficios más oscuros e
insignificantes, para que sean tanto más humillados cuanto más alto pretendan
elevarse, y para que, colocados en lugar inferior, tengan menos facultad para
dañar. Además, ya vosotros mismos personalmente, ya por los rectores de los
seminarios, examinad diligentemente a los alumnos del sagrado clero, y si
hallarais alguno de espíritu soberbio, alejadlo con la mayor energía del
sacerdocio: ¡ojalá se hubiese hecho esto siempre con la vigilancia y constancia
que era menester!
42. Y
si de las causas morales pasamos a las que proceden de la inteligencia, se nos
ofrece primero y principalmente la ignorancia. En verdad que todos los
modernistas, sin excepción, quieren ser y pasar por doctores en la Iglesia, y
aunque con palabras grandilocuentes subliman la escolástica, no abrazaron la
primera deslumbrados por sus aparatosos artificios, sino porque su completa
ignorancia de la segunda les privó del instrumento necesario para suprimir la
confusión en las ideas y para refutar los sofismas. Y del consorcio de la falsa
filosofía con la fe ha nacido el sistema de ellos, inficionado por tantos y tan
grandes errores.
Táctica
modernista
En
cuya propagación, ¡ojalá gastaran memos empeño y solicitud! Pero es tanta su
actividad, tan incansable su trabajo, que da verdadera tristeza ver cómo se
consumen, con intención de arruinar la Iglesia, tantas fuerzas que, bien
empleadas, hubieran podido serle de gran provecho. De dos artes se valen para
engañar los ánimos: procuran primero allanar los obstáculos que se oponen, y
buscan luego con sumo cuidado, aprovechándolo con tanto trabajo como
constancia, cuanto les puede servir. Tres son principalmente las cosas que
tienen por contrarias a sus conatos: el método escolástico de filosofar, la
autoridad de los Padres y la tradición, el magisterio eclesiástico. Contra
ellas dirigen sus más violentos ataques. Por esto ridiculizan generalmente y
desprecian la filosofía y teología escolástica, y ya hagan esto por ignorancia
o por miedo, o, lo que es más cierto, por ambas razones, es cosa averiguada que
el deseo de novedades va siempre unido con el odio del método escolástico, y no
hay otro más claro indicio de que uno empiece a inclinarse a la doctrina del
modernismo que comenzar a aborrecer el método escolástico. Recuerden los
modernistas y sus partidarios la condenación con que Pío IX estimó que debía
reprobarse la opinión de los que dicen(22): «El método y los principios con los
cuales los antiguos doctores escolásticos cultivaron la teología no
corresponden a las necesidades de nuestro tiempo ni al progreso de la ciencia.
Por lo que toca a la tradición, se esfuerzan astutamente en pervertir su
naturaleza y su importancia, a fin de destruir su peso y autoridad». Pero, esto
no obstante, los católicos venerarán siempre la autoridad del concilio II de
Nicea, que condenó «a aquellos que osan..., conformándose con los criminales
herejes, despreciar las tradiciones eclesiásticas e inventar cualquier
novedad..., o excogitar torcida o astutamente para desmoronar algo de las
legítimas tradiciones de la Iglesia católica». Estará en pie la profesión del
concilio IV Constantinopolitano: «Así, pues, profesamos conservar y guardar las
reglas que la santa, católica y apostólica Iglesia ha recibido, así de los
santos y celebérrimos apóstoles como de los concilios ortodoxos, tanto
universales como particulares, como también de cualquier Padre inspirado por
Dios y maestro de la Iglesia». Por lo cual, los Pontífices Romanos Pío IV y Pío
IX decretaron que en la profesión de la fe se añadiera también lo siguiente:
«Admito y abrazo firmísimamente las tradiciones apostólicas y eclesiásticas y
las demás observancias y constituciones de la misma Iglesia». Ni más
respetuosamente que sobre la tradición sienten los modernistas sobre los
santísimos Padres de la Iglesia, a los cuales, con suma temeridad, proponen
públicamente, como muy dignos de toda veneración, pero como sumamente
ignorantes de la crítica y de la historia: si no fuera por la época en que
vivieron, serían inexcusables.
43.
Finalmente, ponen su empeño todo en menoscabar y debilitar la autoridad del
mismo ministerio eclesiástico, ya pervirtiendo sacrílegamente su origen,
naturaleza y derechos, ya repitiendo con libertad las calumnias de los
adversarios contra ella. Cuadra, pues, bien al clan de los modernistas lo que
tan apenado escribió nuestro predecesor: «Para hacer despreciable y odiosa a la
mística Esposa de Cristo, que es verdadera luz, los hijos de las tinieblas
acostumbraron a atacarla en público con absurdas calumnias, y llamarla,
cambiando la fuerza y razón de los nombres y de las cosas, amiga de la
oscuridad, fautora de la ignorancia y enemiga de la luz y progreso de las
ciencias.»(23) Por ello, venerables hermanos, no es de maravillar que los
modernistas ataquen con extremada malevolencia y rencor a los varones católicos
que luchan valerosamente por la Iglesia. No hay ningún género de injuria con
que no los hieran; y a cada paso les acusan de ignorancia y de terquedad.
Cuando temen la erudición y fuerza de sus adversarios, procuran quitarles la
eficacia oponiéndoles la conjuración del silencio. Manera de proceder contra
los católicos tanto más odiosa cuanto que, al propio tiempo, levantan sin
ninguna moderación, con perpetuas alabanzas, a todos cuantos con ellos
consienten; los libros de éstos, llenos por todas partes de novedades, recíbanlos
con gran admiración y aplauso; cuanto con mayor audacia destruye uno lo
antiguo, rehúsa la tradición y el magisterio eclesiástico, tanto más sabio lo
van pregonando. Finalmente, ¡cosa que pone horror a todos los buenos!, si la
Iglesia condena a alguno de ellos, no sólo se aúnan para alabarle en público y
por todos medios, sino que llegan a tributarle casi la veneración de mártir de
la verdad. Con todo este estrépito, así de alabanzas como de vituperios,
conmovidos y perturbados los entendimientos de los jóvenes, por una parte para
no ser tenidos por ignorantes, por otra para pasar por sabios, a la par que
estimulados interiormente por la curiosidad y la soberbia, acontece con
frecuencia que se dan por vencidos y se entregan al modernismo.
44. Pero esto pertenece ya a
los artificios con que los modernistas expenden sus mercancías. Pues ¿qué no
maquinan a trueque de aumentar el número de sus secuaces? En los seminarios y universidades
andan a la caza de las cátedras, que convierten poco a poco en cátedras de
pestilencia. Aunque sea veladamente, inculcan sus doctrinas predicándolas en
los púlpitos de las iglesias; con mayor claridad las publican en sus reuniones
y las introducen y realzan en las instituciones sociales. Con su nombre o
seudónimos publican libros, periódicos, revistas. Un mismo escritor usa varios
nombres para así engañar a los incautos con la fingida muchedumbre de autores.
En una palabra: en la acción, en las palabras, en la imprenta, no dejan nada
por intentar, de suerte que parecen poseídos de frenesí. Y todo esto, ¿con qué
resultado? ¡Lloramos que un gran número de jóvenes, que fueron ciertamente de
gran esperanza y hubieran trabajado provechosamente en beneficio de la Iglesia,
se hayan apartado del recto camino! Nos son causa de dolor muchos más que, aun
cuando no hayan llegado a tal extremo, como inficionados por un aire
corrompido, se acostumbraron a pensar, hablar y escribir con mayor laxitud de
lo que a católicos conviene. Están entre los seglares; también entre los
sacerdotes, y no faltan donde menos eran de esperarse: en las mismas órdenes
religiosas. Tratan los estudios bíblicos conforme a las reglas de los
modernistas. Escriben historias donde, so pretexto de aclarar la verdad, sacan
a luz con suma diligencia y con cierta manifiesta fruición todo cuanto parece
arrojar alguna mácula sobre la Iglesia. Movidos por cierto apriorismo, usan
todos los medios para destruir las sagradas tradiciones populares; desprecian
las sagradas reliquias celebradas por su antigüedad. En resumen, arrástralos el
vano deseo de que el mundo hable de ellos, lo cual piensan no lograr si dicen
solamente las cosas que siempre y por todos se dijeron. Y entre tanto, tal vez
estén convencidos de que prestan un servicio a Dios y a la Iglesia; pero, en
realidad, perjudican gravísimamente, no sólo con su labor, sino por la
intención que los guía y porque prestan auxilio utilísimo a las empresas de los
modernistas.
Remedios
eficaces
45.
Nuestro predecesor, de feliz recuerdo, León XIII, procuró oponerse
enérgicamente, de palabra y por obra, a este ejército de tan grandes errores
que encubierta y descubiertamente nos acomete. Pero los modernistas, como ya
hemos visto, no se intimidan fácilmente con tales armas, y simulando sumo
respeto o humildad, han torcido hacia sus opiniones las palabras del Pontífice
Romano y han aplicado a otros cualesquiera sus actos; así, el daño se ha hecho
de día en día más poderoso. Por ello, venerables hermanos, hemos resuelto sin
más demora acudir a los más eficaces remedios. Os rogamos encarecidamente que
no sufráis que en tan graves negocios se eche de menos en lo más mínimo vuestra
vigilancia, diligencia y fortaleza; y lo que os pedimos, y de vosotros
esperamos, lo pedimos también y lo esperamos de los demás pastores de almas, de
los educadores y maestros de la juventud clerical, y muy especialmente de los
maestros superiores de las familias religiosas.
46.
I. En primer lugar, pues, por lo que toca a los estudios, queremos, y
definitivamente mandamos, que la filosofía escolástica se ponga por fundamento
de los estudios sagrados. A la verdad, «si hay alguna cosa tratada por los
escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente, si hay algo
menos concorde con las doctrinas comprobadas de los tiempos modernos, o
finalmente, que de ningún modo se puede aprobar, de ninguna manera está en
nuestro ánimo proponerlo para que sea seguido en nuestro tiempo»(24). Lo
principal que es preciso notar es que, cuando prescribimos que se siga la
filosofía escolástica, entendemos principalmente la que enseñó Santo Tomás de
Aquino, acerca de la cual, cuanto decretó nuestro predecesor queremos que siga
vigente y, en cuanto fuere menester, lo restablecemos y confirmamos, mandando
que por todos sea exactamente observado. A los obispos pertenecerá estimular y
exigir, si en alguna parte se hubiese descuidado en los seminarios, que se
observe en adelante, y lo mismo mandamos a los superiores de las órdenes
religiosas. Y a los maestros les exhortamos a que tengan fijamente presente que
el apartarse del Doctor de Aquino, en especial en las cuestiones metafísicas,
nunca dejará de ser de gran perjuicio.
47.
Colocado ya así este cimiento de la filosofía, constrúyase con gran diligencia
el edificio teológico. Promoved, venerables hermanos, con todas vuestras
fuerzas el estudio de la teología, para que los clérigos salgan de los
seminarios llenos de una gran estima y amor a ella y que la tengan siempre por
su estudio favorito. Pues «en la grande abundancia y número de disciplinas que
se ofrecen al entendimiento a codicioso de la verdad, a nadie se le oculta que
la sagrada teología reclama para sí el lugar primero; tanto que fue sentencia
antigua de los sabios que a las demás artes y ciencias les pertenecía la obligación
de servirla y prestarle, su obsequio como criadas»(25). A esto añadimos que
también nos parecen dignos de alabanza algunos que, sin menoscabo de la
reverencia debida a la Tradición, a los Padres y al Magisterio eclesiástico, se
esfuerzan por ilustrar la teología positiva con las luces tomadas de la
verdadera historia, conforme al juicio prudente y a las normas católicas (lo
cual no se puede decir igualmente de todos). Cierto, hay que tener ahora más
cuenta que antiguamente de la teología positiva; pero hagamos esto de modo que
no sufra detrimento la escolástica, y reprendamos a los que de tal manera
alaban la teología positiva, que parecen con ello despreciar la escolástica, a
los cuales hemos de considerar como fautores de los modernistas.
48.
Sobre las disciplinas profanas, baste recordar lo que sapientísímamente dijo
nuestro predecesor(26): «Trabajad animosamente en el estudio de las cosas
naturales, en el cual los inventos ingeniosos y los útiles atrevimientos de
nuestra época, así como los admiran con razón los contemporáneos, así los
venideros los celebrarán con perenne aprobación y alabanzas». Pero hagamos esto
sin daño de los estudios sagrados, lo cual avisa nuestro mismo predecesor,
continuando con estas gravísimas palabras(27): «La causa de los cuales errores,
quien diligentemente la investigare, hallará que consiste principalmente en que
en estos nuestros tiempos, cuanto mayor es el fervor con que se cultivan las
ciencias naturales, tanto más han decaído las disciplinas más graves y elevadas,
de las que algunas casi yacen olvidadas de los hombres; otras se tratan con
negligencia y superficialmente y (cosa verdaderamente indigna) empañando el
esplendor de su primera dignidad, se vician con doctrinas perversas y con las
más audaces opiniones». Mandamos, pues, que los estudios de las ciencias
naturales se conformen a esta regla en los sagrados seminarios.
49.
II. Preceptos estos nuestros y de nuestro predecesor, que conviene tener muy en
cuenta siempre que se trate de elegir los rectores y maestros de los seminarios
o de las universidades católicas. Cualesquiera que de algún modo estuvieren
imbuidos de modernismo, sin miramiento de ninguna clase sean apartados del
oficio, así de regir como de enseñar, y si ya lo ejercitan, sean destituidos;
asimismo, los que descubierta o encubiertamente favorecen al modernismo, ya
alabando a los modernistas, y excusando su culpa, ya censurando la escolástica,
o a los Padres, o al Magisterio eclesiástico, o rehusando la obediencia a la
potestad eclesiástica en cualquiera que residiere, y no menos los amigos de
novedades en la historia, la arqueología o las estudios bíblicos, así como los
que descuidan la ciencia sagrada o parecen anteponerle las profanas. En esta
materia, venerables hermanos, principalmente en la elección de maestros, nunca
será demasiada la vigilancia y la constancia; pues los discípulos se forman las
más de las veces según el ejemplo de sus profesores; por lo cual, penetrados de
la obligación de vuestro oficio, obrad en ello con prudencia y fortaleza. Con
semejante severidad y vigilancia han de ser examinados y elegidos los que piden
las órdenes sagradas; ¡lejos, muy lejos de las sagradas órdenes el amor de las
novedades! Dios aborrece los ánimos soberbios y contumaces. Ninguno en lo
sucesivo reciba el doctorado en teología o derecho canónico si antes no hubiere
seguido los cursos establecidos de filosofía escolástica; y si lo recibiese,
sea inválido. Lo que sobre la asistencia a las universidades ordenó la Sagrada
Congregación de Obispos y Regulares en 1896 a los clérigos de Italia, así
seculares como regulares, decretamos que se extienda a todas las naciones(28). Los
clérigos y sacerdotes que se matricularen en cualquier universidad o instituto
católico, no estudien en la universidad oficial las ciencias de que hubiere
cátedras en los primeros. Si en alguna parte se hubiere permitido esto,
mandamos que no se permita en adelante. Los obispos que estén al frente del
régimen de dichos institutos o universidades procuren con toda diligencia que
se observe constantemente todo lo mandado hasta aquí.
50.
III- También es deber de los obispos cuidar que los escritos de los modernistas
o que saben a modernismo o lo promueven, si han sido publicados, no sean
leídos; y, si no lo hubieren sido, no se publiquen. No se permita tampoco a los
adolescentes de los seminarios, ni a los alumnos de 1as universidades,
cualesquier libros, periódicos y revistas de este género, pues no les harían
menos daño que los contrarios a las buenas costumbres; antes bien, les dañarían
más por cuanto atacan los principios mismos de la vida cristiana. Ni hay que
formar otro juicio de los escritos de algunos católicos, hombres, por lo demás,
sin mala intención; pero que, ignorantes de la ciencia teológica y empapados en
la filosofía moderna, se esfuerzan por concordar ésta con la fe, pretendiendo,
como dicen, promover la fe por este camino. Tales escritos, que se leen sin
temor, precisamente por el buen nombre y opinión de sus autores, tienen mayor
peligro para inducir paulatinamente al modernismo. Y, en general, venerables
hermanos, para poner orden en tan grave materia, procurad enérgicamente que
cualesquier libros de perniciosa lectura que anden en la diócesis de cada uno
de vosotros, sean desterrados, usando para ello aun de la solemne prohibición.
Pues, por más que la Sede Apostólica emplee todo su esfuerzo para quitar de en
medio semejantes escritos, ha crecido ya tanto su número, que apenas hay
fuerzas capaces de catalogarlos todos; de donde resulta que algunas veces venga
la medicina demasiado tarde, cuando el mal ha arraigado por la demasiada
dilación. Queremos, pues, que los prelados de la Iglesia, depuesto todo temor,
y sin dar oídos a la prudencia de la carne ni a los clamores de los malos,
desempeñen cada uno su cometido, con suavidad, pero constantemente, acordándose
de lo que en la constitución apostólica Officiorum prescribió León
XIII: «Los ordinarios, aun como delegados de la Sede Apostólica, procuren
proscribir y quitar de manos de los fieles los libros y otros escritos nocivos publicados
o extendidos en la diócesis»(29), con las cuales palabras, si por una parte se
concede el derecho, por otra se impone el deber. Ni piense alguno haber
cumplido con esta parte de su oficio con delatarnos algún que otro libro,
mientras se consiente que otros muchos se esparzan y divulguen por todas
partes. Ni se os debe poner delante, venerables hermanos, que el autor de algún
libro haya obtenido en otra diócesis la facultad que llaman ordinariamente Imprimatur;
ya porque puede ser falsa, ya porque se pudo dar con negligencia o por
demasiada benignidad, o por demasiada confianza puesta en el autor; cosa esta
última que quizá ocurra alguna vez en las órdenes religiosas. Añádase que, así
como no a todos convienen los mismos manjares, así los libros que son
indiferentes en un lugar, pueden, en otro, por el conjunto de las
circunstancias, ser perjudiciales; si, pues, el obispo, oída la opinión de
personas prudentes, juzgare que debe prohibir algunos de estos libros en su
diócesis, le damos facultad espontáneamente y aun le encomendamos esta
obligación. Hágase en verdad del modo más suave, limitando la prohibición al
clero, si esto bastare; y quedando en pie la obligación de los libreros
católicos de no exponer para la venta los libros prohibidos por el obispo. Y ya
que hablamos de los libreros, vigilen los obispos, no sea que por codicia del
lucro comercien con malas mercancías. Ciertamente, en los catálogos de algunos
se anuncian en gran número los libros de los modernistas, y no con pequeños
elogios. Si, pues, tales libreros se niegan a obedecer, los obispos, después de
haberles avisado, no vacilen en privarles del título de libreros católicos, y
mucho más del de episcopales, si lo tienen, y delatarlos a la Sede Apostólica
si están condecorados con el título pontificio. Finalmente, recordamos a todos
lo que se contiene en la mencionada constitución apostólica Officiorum,
artículo 26: «Todos los que han obtenido facultad apostólica de leer y retener
libros prohibidos, no pueden, por eso sólo, leer y retener cualesquier libros o
periódicos prohibidos por los ordinarios del lugar, salvo en el caso de que en
el indulto apostólico se les hubiere dado expresamente la facultad de leer y
retener libros condenados por quienquiera que sea».
51.
IV. Pero tampoco basta impedir la venta y lectura de los malos libros, sino que
es menester evitar su publicación; por lo cual, los obispos deben conceder con
suma severidad la licencia para imprimirlos. Mas porque, conforme a la
constitución Officiorum, son muy numerosas las publicaciones que
solicitan el permiso del ordinario, y el obispo no puede por sí mismo enterarse
de todas, en algunas diócesis se nombran, para hacer este reconocimiento,
censores ex officio en suficiente número. Esta institución de
censores nos merece los mayores elogios, y no sólo exhortamos, sino que
absolutamente prescribimos que se extienda a todas las diócesis. En todas las
curias episcopales haya, pues, censores de oficio que reconozcan las cosas que
se han de publicar: elíjanse de ambos cleros, sean recomendables por su edad,
erudición y prudencia, y tales que sigan una vía media y segura en el aprobar y
reprobar doctrinas. Encomiéndese a éstos el reconocimiento de los escritos que,
según los artículos 41 y 42 de la mencionada constitución,
necesiten licencia para publicarse. El censor dará su sentencia por escrito; y,
si fuere favorable, el obispo otorgará la licencia de publicarse, con la
palabra Imprimatur, a la cual se deberá anteponer la fórmula Nihil
obstat, añadiendo el nombre del censor. En la curia romana institúyanse
censores de oficio, no de otra suerte que en todas las demás, los cuales
designará el Maestro del Sacro Palacio Apostólico, oído antes el
Cardenal-Vicario del Pontífice in Urbe, y con la anuencia y
aprobación del mismo Sumo Pontífice. El propio Maestro tendrá a su cargo
señalar los censores que deban reconocer cada escrito, y darán la facultad, así
él como el Cardenal-Vicario del Pontífice, o el Prelado que hiciere sus veces,
presupuesta la fórmula de aprobación del censor, como arriba decimos, y añadido
el nombre del mismo censor. Sólo en circunstancias extraordinarias y muy raras,
al prudente arbitrio del obispo, se podrá omitir la mención del censor. Los
autores no lo conocerán nunca, hasta que hubiere declarado la sentencia favorable,
a fin de que no se cause a los censores alguna molestia, ya mientras reconocen
los escritos, ya en el caso de que no aprobaran su publicación. Nunca se elijan
censores de las órdenes religiosas sin oír antes en secreto la opinión del
superior de la provincia o, cuando se tratare de Roma, del superior general; el
cual dará testimonio, bajo la responsabilidad de su cargo, acerca de las
costumbres, ciencia e integridad de doctrina del elegido. Recordamos a los
superiores religiosos la gravísima obligación que les incumbe de no permitir
nunca que se publique escrito alguno por sus súbditos sin que medie la licencia
suya y la del ordinario. Finalmente, mandamos y declaramos que el título de
censor, de que alguno estuviera adornado, nada vale ni jamás puede servir para
dar fuerza a sus propias opiniones privadas.
52.
Dichas estas cosas en general, mandamos especialmente que se guarde con
diligencia lo que en el art. 42 de la constitución Officiorum se
decreta con estas palabras: «Se prohíbe a los individuos del clero secular
tomar la dirección de diarios u hojas periódicas sin previa licencia de su
ordinario». Y si algunos usaren malamente de esta licencia, después de avisados
sean privados de ella. Por lo que toca a los sacerdotes que se llaman
corresponsales o colaboradores, como acaece con frecuencia que publiquen en los
periódicos o revistas escritos inficionados con la mancha del modernismo,
vigílenles bien los obispos; y si faltaren, avísenles y hasta prohíbanles
seguir escribiendo. Amonestamos muy seriamente a los superiores religiosos para
que hagan lo mismo; y si obraren con alguna negligencia, provean los ordinarios
como delegados del Sumo Pontífice. Los periódicos y revistas escritos por
católicos tengan, en cuanto fuere posible, censor señalado; el cual deberá leer
oportunamente todas las hojas o fascículos, luego de publicados; y si hallare
algo peligrosamente expresado, imponga una rápida retractación. Y los obispos
tendrán esta misma facultad, aun contra el juicio favorable del censor.
53.
V. Más arriba hemos hecho mención de los congresos y públicas asambleas, por
ser reuniones donde los modernistas procuran defender públicamente y propagar
sus opiniones. Los obispos no permitirán en lo sucesivo que se celebren
asambleas de sacerdotes sino rarísima vez; y si las permitieren, sea bajo
condición de que no se trate en ellas de cosas tocantes a los obispos o a la
Sede Apostólica; que nada se proponga o reclame que induzca usurpación de la
sagrada potestad, y que no se hable en ninguna manera de cosa alguna que tenga
sabor de modernismo, presbiterianismo o laicismo. A estos congresos, cada uno
de los cuales deberá autorizarse por escrito y en tiempo oportuno, no podrán
concurrir sacerdotes de otras diócesis sin Letras comendaticias del propio
obispo. Y todos los sacerdotes tengan muy fijo en el ánimo lo que recomendó
León XIII con estas gravísimas palabras(30): «Consideren los sacerdotes como
cosa intangible la autoridad de sus prelados, teniendo por cierto que el
ministerio sacerdotal, si no se ejercitare conforme al magisterio de los
obispos, no será ni santo, ni muy útil, ni honroso».
54.
VI. Pero ¿de qué aprovechará, venerables hermanos, que Nos expidamos mandatos y
preceptos si no se observaren puntual y firmemente? Lo cual, para que
felizmente suceda, conforme a nuestros deseos, nos ha parecido conveniente
extender a todas las diócesis lo que hace muchos años decretaron
prudentísimamente para las suyas los obispos de Umbría(31): «Para expulsar —
decían — los errores ya esparcidos y para impedir que se divulguen más o que
salgan todavía maestros de impiedad que perpetúen los perniciosos efectos que
de aquella divulgación procedieron, el Santo Sínodo, siguiendo las huellas de
San Carlos Borromeo, decreta que en cada diócesis se instituya un Consejo de varones
probados de uno y otro clero, al cual pertenezca vigilar qué nuevos errores y
con qué artificios se introduzcan o diseminen, y avisar de ello al obispo, para
que, tomado consejo, ponga remedio con que este daño pueda sofocarse en su
mismo principio, para que no se esparza más y más, con detrimento de las almas,
o, lo que es peor, crezca de día en día y se confirme». Mandamos,
pues, que este Consejo, que queremos se llame de Vigilancia, sea establecido
cuanto antes en cada diócesis, y los varones que a él se llamen podrán elegirse
del mismo o parecido modo al que fijamos arriba respecto de los censores. En
meses alternos y en día prefijado se reunirán con el obispo y quedarán
obligados a guardar secreto acerca de lo que allí se tratare o dispusiere. Por
razón de su oficio tendrán las siguientes incumbencias: investigarán con
vigilancia los indicios y huellas de modernismo, así en los libros como en las
cátedras; prescribirán prudentemente, pero con prontitud y eficacia, lo que
conduzca a la incolumidad del clero y de la juventud. Eviten la novedad de los
vocablos, recordando los avisos de León XIII(32): «No puede aprobarse en los
escritos de los católicos aquel modo de hablar que, siguiendo las malas
novedades, parece ridiculizar la piedad de los fieles y anda proclamando un
nuevo orden de vida cristiana, nuevos preceptos de la Iglesia, nuevas
aspiraciones del espíritu moderno, nueva vocación social del clero, nueva
civilización cristiana y otras muchas cosas por este estilo». Tales modos de
hablar no se toleren ni en los libros ni en las lecciones. No descuiden
aquellos libros en que se trata de algunas piadosas tradiciones locales o
sagradas reliquias; ni permitan que tales cuestiones se traten en los
periódicos o revistas destinados al fomento de la piedad, ni con palabras que
huelan a desprecio o escarnio, ni con sentencia definitiva; principalmente, si,
como suele acaecer, las cosas que se afirman no salen de los límites de la
probabilidad o estriban en opiniones preconcebidas.
55.
Acerca de las sagradas reliquias, obsérvese lo siguiente: Si los obispos, a
quienes únicamente compete esta facultad, supieren de cierto que alguna
reliquia es supuesta, retírenla del culto de los fieles. Si las «auténticas» de
alguna reliquia hubiesen perecido, ya por las revoluciones civiles, ya por
cualquier otro caso fortuito, no se proponga a la pública veneración sino
después de haber sido convenientemente reconocida por el obispo. El argumento
de la prescripción o de la presunción fundada sólo valdrá cuando el culto tenga
la recomendación de la antigüedad, conforme a lo decretado en 1896 por la
Sagrada Congregación de Indulgencias y Sagradas Reliquias, al siguiente tenor:
«Las reliquias antiguas deben conservarse en la veneración que han tenido hasta
ahora, a no ser que, en algún caso particular, haya argumento cierto de ser
falsas o supuestas». Cuando se tratare de formar juicio acerca de las piadosas
tradiciones, conviene recordar que la Iglesia usa en esta materia de prudencia
tan grande que no permite que tales tradiciones se refieran por escrito sino
con gran cautela y hecha la declaración previa ordenada por Urbano VIII, y
aunque esto se haga como se debe, la Iglesia no asegura, con todo, la verdad
del hecho; se limita a no prohibir creer al presente, salvo que falten humanos
argumentos de credibilidad. Enteramente lo mismo decretaba hace treinta años la
Sagrada Congregación de Ritos(33): «Tales apariciones o revelaciones no han
sido aprobadas ni reprobadas por la Sede Apostólica, la cual permite sólo que
se crean píamente, con mera fe humana, según la tradición que dicen existir,
confirmada con idóneos documentos, testimonios y monumentos». Quien siguiere
esta regla estará libre de todo temor, pues la devoción de cualquier aparición,
en cuanto mira al hecho mismo y se llama relativa, contiene siempre implícita
la condición de la verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda
siempre en la verdad, por cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a
quienes honramos. Lo propio debe afirmarse de las reliquias. Encomendamos,
finalmente, al mencionado Consejo de Vigilancia que ponga los ojos asidua y
diligentemente, así en las instituciones sociales como en cualesquier escritos
de materias sociales, para que no se esconda en ellos algo de modernismo, sino
que concuerden con los preceptos de los Pontífices Romanos.
56. VII. Para que estos mandatos no caigan en
olvido, queremos y mandamos que los obispos de cada diócesis, pasado un año
después de la publicación de las presentes Letras, y en adelante cada tres
años, den cuenta a la Sede Apostólica, con Relación diligente y jurada, de las
cosas que en esta nuestra epístola se ordenan; asimismo, de las doctrinas que
dominan en el clero y, principalmente, en los seminarios y en los demás
institutos católicos, sin exceptuar a los exentos de la autoridad de los
ordinarios. Lo mismo mandamos a los superiores generales de las órdenes
religiosas por lo que a sus súbditos se refiere.
CONTINUA...
No hay comentarios:
Publicar un comentario