Festividad
Quinta
Cómo el Hijo de
Dios es presentado espiritualmente por el alma en el Templo.
1. En quinto y último
lugar, considere el alma devota y fiel de qué manera el bebé recién nacido por
la consumación de las obras divinas y nombrado por la dulzura de la degustación
de las cosas celestes, y buscado y hallado, adorado y honrado por la oblación
de dones espirituales, ha de ser presentado en el Templo, ofrecido al Señor, y esto
por la devota, humilde y debida acción de gracias. Después de que la feliz
María, madre espiritual de Jesús, ha sido purificada por la penitencia en la
concepción de este bendito hijo, después de haber sido ya confortada en algo
por la gracia en el nacimiento, después de haber sido íntimamente consolada por
la imposición del bendito nombre, y finalmente informada por Dios en la adoración
con los reyes, ¿qué otra cosa queda sino llevar a la Jerusalén celeste, al
templo de la Divinidad y presentar a Dios, al Hijo de Dios y de la Virgen?
2. Sube, pues, María en el
espíritu, no ya a la montaña, sino a las moradas de la Jerusalén celeste, a los
palacios de la ciudad superna. Arrodíllate allí humildemente ante el trono de
la eterna Trinidad y de la indivisa Unidad; allí presenta a Dios Padre a tu
hijo, alabando, glorificando y bendiciendo al Padre y al Hijo con el Espíritu
Santo. Alaba con júbilo a Dios Padre, por cuya inspiración concebiste el buen propósito.
Glorifica en la alabanza a Dios Hijo, por cuya información llevaste a cabo el
bien que te habías propuesto. Bendice y santifica a Dios Espíritu Santo, por
cuya consolación perseveraste hasta ahora en el buen ejercicio.
3. Oh alma, glorifica a
Dios Padre en todos sus dones y en todos tus bienes, porque él es quien te
llamó del siglo por oculta inspiración, diciéndote: Vuelve, vuelve, Sunamita, palabras cuyo
comentario busca aparte, en otro tratado, en la primera meditación[xxiii].
Engrandece a Dios Hijo en todos sus santos. Él es, en efecto, quien te liberó
de la servidumbre del demonio por su secreta información, diciéndote: Toma sobre ti
mi yugo; rechaza el yugo del
demonio. El yugo del demonio es amarguísimo, mi yugo es suavísimo; a su yugo seguirá
suplicio eterno y tormentos, a mi yugo seguirá fruto suavísimo y descanso
opulento. Si su yugo muestra a veces cierta dulzura, es falsa y momentánea;
cuando mi yugo procura alegría, es verdadera y salvadora. Él a veces levanta un
poco a sus servidores, mas para confundirlos eternamente; el que me honra, por
el contrario, si por un momento es humillado,
es para reinar y gloriarse eternamente. Esta fue la enseñanza que te dio el
Hijo de Dios, a veces por sí mismo y a veces por sus doctores y amigos, y te
liberó de la falsa persuasión del demonio, y de la blanda decepción de la carne
y del mundo. Bendice y santifica siempre a Dios Espíritu Santo, oh alma, que te
confirmó en el bien por su dulcísima consolación, diciéndote: Venid a mí todos los
que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré[xxiv] . ¿Cómo, en efecto, oh
alma delicada y frágil, acostumbrada a las delicias del mundo, embriagada con
las alegrías de este siglo como los cerdos con el mosto del vino, cómo habrías
podido, entre tales y tantas redes del antiguo enemigo, entre tantos falsos
consejos, entre tan variados obstáculos, entre tan innumerable multitud de
amigos, parientes y otros conocidos que te apartaban del camino del amor y entre
las flechas de los que te herían, perseverar en el bien, amarrada con los lazos
de tantos pecados, y cómo progresar en el bien, si no hubieras sido ayudada
misericordiosamente por la gracia del Espíritu Santo y tantas veces dulcemente
consolada y sostenida? A él, pues, debes referir todas tus obras, sin retener
nada para ti.
4. Di con pura y devota
intención de la mente: Todas mis obras las realizas tú, Señor[xxv] ; ante ti nada soy,
nada puedo; es don tuyo que subsista, sin ti no puedo hacer nada. A ti, clementísimo Padre de las misericordias, te
ofrezco lo que te pertenece, a ti lo encomiendo, a ti lo confío, indigna e
ingrata de todos tus dones, que reconozco humildemente entregados a mí. A ti la
alabanza, a ti la gloria, a ti la acción de gracias, o felicísimo Padre, majestad eterna, que por tu infinito poder me
creaste de la nada. Te alabo, te glorifico, te doy gracias, oh felicísimo Hijo, claridad del Padre, que me liberaste
de la muerte por tu eterna sabiduría. Te bendigo, te santifico, te adoro, o
felicísimo Espíritu Santo, que por tu bendita piedad y clemencia me llamaste del pecado a la gracia, del siglo a la vida
religiosa, del exilio a la patria, del trabajo al reposo, de la tristeza a la
jocundísima y deliciosísima dulzura de la bienaventurada fruición; la cual nos conceda
Jesucristo, Hijo de María Virgen, que vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
[i] St 1,17.
[ii]
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