El infierno es eterno
Pero lo más espantoso del
infierno, señores, es la tercera nota, la tercera característica: su eternidad.
El infierno es eterno. ¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de
un río o del mar? Cuando el pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo,
tira con fuerza de la caña y el pez se retuerce desesperadamente fuera del
agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están adaptadas para respirar
directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el agua. Su
agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y
desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado. Imaginad ahora,
señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la vida en el
sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará
más que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se
encuentre en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover,
que le es imposible liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué
desesperación tan espantosa! Pero durará unos minutos nada más, porque por
asfixia morirá muy pronto, esta vez definitivamente.
Pues imaginad ahora lo que
será un tormento y desesperación eternos.
La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con
él. En la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad
seguirá intacta, inmóvil, fosilizada en un presente siempre igual. En la
eternidad no hay días, ni semanas, ni meses, ni años, ni siglos. Es un instante
petrificado, es como un reloj parado,
que no transcurrirá jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones
de siglos.
¡Un trillón de siglos! Esa
frase se dice muy pronto, la palabra trillón
se pronuncia con mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que
escribir la unidad seguida de dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón
da de sí? Si repartiéramos un trillón de céntimos entre todos los habitantes
del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos tendría cinco millones de
pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de céntimos! Pues
cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la
eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante
eterno seguirá petrificado. Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho
Cristo! Poco importa que los incrédulos se rían. Sus burlas y carcajadas no
lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.
Pero, quizá me digáis: “Padre:
para nosotros, los católicos, no hay problema. Creemos en la existencia y
eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos basta. Pero ¿no le
parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad del
infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede
compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de
Dios, proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras?
Al incrédulo no le cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan
clara y manifiesta”. Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado
de tejas abajo y prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre
cabeza humana. Humanamente hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me
cabe en la cabeza, aunque lo creo con toda mi alma porque lo ha revelado Dios. Pero,
¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza? Recordad la
bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla del mar
y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de
comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole
vueltas a su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño
pequeño que acababa de excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que
iba llenando de agua trasladándola del mar con una pequeña concha. San Agustín
le preguntó: “¿Qué estás haciendo, pequeño?” Y el niño: “Quiero trasladar toda
el agua del mar a este pequeño hoyito”. “Pero, ¿no ves que eso es imposible?”
“Más imposible todavía es que tú puedas comprender el misterio insondable de la
Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede caber en tu
cabeza?” Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño,
sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella
gran lección.
Señores: ésta es la verdadera
explicación. Las cosas de Dios son inmensamente grandes, nuestra pobre cabeza
humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es cierto que en la Sagrada
Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de Dios; pero con
no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué cómo
se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e indiscutibles.
Sin embargo, señores, no deja
de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma terrible del infierno, y
nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente más serias
todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del
Verbo es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del
infierno. Nos cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro
Señor se haya hecho hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres.
Si un hombre se transformase en hormiga y se dejase matar para salvar a las
hormigas, diríamos que se había vuelto loco. Y, sin embargo, señores, entre un
hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción, alguna semejanza; pero
entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción: la distancia
es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para
salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó
clavar en una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su
Madre Santísima se convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires,
asistiendo a la terrible escena del Calvario, donde, a fuerza de increíbles
dolores, conquistó su título de Corredentora de la humanidad.
Todo esto, señores, nos cabe perfectamente
en la cabeza. Que Cristo esté clavado en la cruz, que su Madre Santísima sea la
Virgen de los Dolores, con siete espadas en el corazón; todo esto, que es
inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos ángeles del cielo,
que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica, esto,
señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que
ese mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno
para toda la eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la
sangre de Cristo, que traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las
nuevas espadas de sus crímenes nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza! Señores:
tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos caben en
la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a
castigos y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más
pequeñas cuando se trata de castigar nuestros propios crímenes y pecados.
Señores: no jugamos limpio; hay aquí una falta evidente de honradez.
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