CAPITULO XX:
«YO Y EL PADRE SOMOS UNA SOLA COSA»
Entre Nuestro Señor y su Padre una unidad
perfecta, como hemos visto, que no puede ser más perfecta, ya que Nuestro Señor
es consustancial con su Padre. Quizás una de las cosas más conmovedoras es ver
la manera con la que Nuestro Señor afirma su unidad con su Padre. «Yo y el Padre somos una sola cosa»
dice Nuestro Señor, según san Juan (10, 30). Esta unidad, por supuesto, no
se refiere a la unidad de Persona, puesto que hay tres Personas y que la
Persona del Hijo es muy distinta a la del Padre, sino a la unidad de naturaleza
(divina) de Nuestro Señor con su Padre, o más exactamente, a la
consustancialidad del Hijo con su Padre. Evidentemente, estos calificativos que
atribuimos a Nuestro Señor son siempre delicados y tenemos que procurar no
equivocarnos. Desde que hablamos de algo que se le atribuye, que se dice de la
Persona (o del supuesto, como dicen los filósofos, o de la hipóstasis, como
dicen los Griegos) se trata de algo divino. Todo eso se atribuye a Dios mismo. Esta
unión de la naturaleza humana y de la naturaleza divina en Nuestro Señor y la
distinción entre las Personas de la Santísima Trinidad es un gran misterio.
Todo esto se halla intrincado: la actividad del Padre, la actividad del Hijo,
el ser del Padre, el ser del Hijo, el ser del Espíritu Santo, el ser de la
Persona de Nuestro Señor Jesucristo y la actividad de su naturaleza humana...
Todo esto nos pone en un ambiente que es, evidentemente, bastante difícil de
definir. Son dos grandes misterios. En Nuestro Señor se reúnen al mismo tiempo
el misterio de la Trinidad y el misterio de la Encarnación; de ahí proviene
cierta dificultad de comprensión y nuestra imaginación está siempre preparada
para engañarnos. Por más que procuremos ver las cosas de modo puramente
intelectual y objetivo, nuestra imaginación nos hace ver a Nuestro Señor como
si fuese sólo una persona humana. No cabe duda de que es hombre, pero no es una
persona humana. Sólo hay una Persona en Nuestro Señor, la Persona divina, y por
consiguiente todo lo que se dice de El se le atribuye a Dios y es divino.
Así, cuando Nuestro Señor le dice a su
Padre: «Glorifícame cerca de Ti con la gloria que tuve cerca de Ti antes que
el mundo existiese» (S. Juan 17, 5), ¿cómo puede ser? El cuerpo de Nuestro
Señor empezó en el seno de la Virgen María, es cierto, pero de Cristo podemos
decir con verdad, con todas las potencialidades de su Persona: «Christus
heri, hodie et in saecula» (Heb. 13, 8): «Cristo ayer y hoy y por todos los
siglos». San Pablo dice esto de Nuestro
Señor mismo. Es eterno. Al hablar de Nuestro Señor, se habla de su Persona
divina, unida a su naturaleza humana, y se trata de Nuestro Señor, que es
eterno. Aquí hallamos una dificultad para expresarnos, pero tenemos que volver
a las verdades fundamentales del ser de Nuestro Señor Jesucristo: su Persona
divina. La Persona divina de Nuestro Señor es eterna: era, es y será. El hecho
de nacer en el seno de la Virgen María no le afecta a su Persona, del mismo
modo que la creación no supone ningún cambio en Dios, que no sería perfecto si
la creación le añadiese algo. En Dios no puede haber cambio, ni mutación, ni
aumento, ni disminución. Dios es perfecto para siempre y desde toda la
eternidad. Tiene un ser infinito y la creación no le afecta para nada. Evidentemente,
para nosotros es un gran misterio. Sin embargo, es así, pues si no caeríamos en
conclusiones absurdas que harían que Dios no fuese Dios. Puesto que la Persona
de Nuestro Señor es Dios, tiene todos los atributos de Dios: es eterna, no
entra en el tiempo y no le afecta la mutación de las cosas temporales. ¡Ved qué
gran misterio es la Encarnación!
Es muy importante que reflexionemos sobre todas estas
cosas y las meditemos. Nos hallamos en pleno misterio, precisamente el gran
misterio, que nos ha revelado Nuestro Señor y que debe colmarnos de alegría y
de esperanza. Este Dios eterno se unió realmente a una naturaleza humana y
física en el seno de la Santísima Virgen, pero hay que darse cuenta de que el
cuerpo y el alma humana de Nuestro Señor no existirían sin la Persona divina. Todo
lo que hay en nosotros existe sólo por medio y por estar soportado por la
persona que Dios nos ha dado y que es realmente responsable de todo nuestro
ser. Del mismo modo, en Nuestro Señor, la Persona divina es la que tomó y que
asumió realmente esta naturaleza humana de una manera perfecta. Por eso es
verdad que Nuestro Señor puede decir que hay una unidad perfecta entre El y el
Padre, pero no podemos decir que haya una unidad y una igualdad perfectas entre
la naturaleza humana de Nuestro Señor y Dios Padre. No, pues en ese caso estaríamos
extrayendo la Persona, atribuiríamos a la naturaleza humana los atributos de
Dios y esto, evidentemente, es imposible. Que Nuestro Señor pueda decir ante
sus apóstoles, con toda verdad y sin engañarlos: “Yo estoy en el Padre y el
Padre está en mí” y que “Yo y el Padre somos una sola cosa” (S. Juan 10, 38 y
30) es algo inaudito; ¡que una Persona que se presenta bajo las apariencias
humanas pueda decir semejante cosa, es extraordinario!
Por lo mismo, Nuestro Señor afirma de sí mismo todos
los atributos divinos. Afirma su eternidad. Puede decir: «Yo no he tenido
principio ni tendré fin». Es verdad, Nuestro Señor puede decir esto porque se
refiere a su Persona y no a su naturaleza humana, que no existe por sí misma y
que no puede separarse de la Persona. Siempre tenemos la tendencia a dividir a
Nuestro Señor y decir: sí, tenemos la Persona de Dios y la persona del hombre.
¡Pero este es un punto de vista herético!, ya que sólo hay una Persona en
Nuestro Señor; volvemos siempre a lo mismo. Los fariseos y los escribas le
dijeron: «Tú te haces Dios, siendo que tú eres sólo un hombre» y quisieron
lapidarlo. Se comprenden sus sentimientos: no tenían la fe. Nos hace bien meditar estas
pequeñas frases que Nuestro Señor le dijo a sus apóstoles. Son capitales, pues
constituyen el fundamento de toda nuestra religión. La religión católica está
fundada sobre la Persona de Nuestro Señor Jesucristo.
De este modo, si comenzásemos a disminuir la Persona
de Nuestro Señor Jesucristo como lo hicieron los Arrianos, por ejemplo, que
decía que Nuestro Señor era una persona muy elevada pero por debajo del Padre,
lo convertiríamos en una persona creada y ya no increada. Eso es muy peligroso
y por esto, por el mismo hecho de esta aserción, los Arrianos dejaban de ser
católicos; habían perdido la fe. No se puede dividir a Nuestro Señor, no
podemos “disolverlo”. San Juan lo repite hasta la saciedad, sobre todo en sus
cartas. «Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al
Hijo tiene también al Padre» (1 Juan 2, 23). Y «Carísimos, no
creáis a cualquier espíritu, sino examinad los espíritus si son de Dios, porque
muchos pseudoprofetas han salido en este mundo. Podéis conocer el espíritu de
Dios por esto: todo espíritu que confiese que Jesucristo ha venido en carne es
de Dios; pero todo espíritu que no confiese a Jesús, ése no es de Dios, es del
anticristo, de quien habéis oído que está para llegar y que al presente se
halla ya en este mundo» (1 Juan 4, 1-3).
Toda nuestra fe y nuestra fuerza consiste en la
afirmación de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. En todas las
encíclicas, los papas sólo repetían esto. Y por esto, en la encíclica Humanum
genus, León XIII condenó y excomulgó a los francmasones, a los que los
reciben y a los que los ayudan. La razón es precisamente este indiferentismo
con todas las religiones, que en estas sectas se admiten en pie de igualdad.
Los papas, como todos los que tienen la fe, no pueden admitir esto. Creemos en
la divinidad de Nuestro Señor y este indiferentismo la cuestiona y la ataca
directamente. Creemos realmente que la Persona de Nuestro Señor es igual a su
Padre, que El es realmente el Hijo de Dios eterno, al poseer todos su
atributos, la omnipotencia, la omnipresencia y toda la ciencia de Dios. Nuestro
Señor no es un semidiós o un hombre muy sobrenatural y muy perfecto. No: El es
Dios. Si Nuestro Señor es Dios, sólo hay una religión posible en este mundo y
en el cielo: la de Nuestro Señor Jesucristo. No puede haber otra. Los que
tienen fe (y los que, como los Papas, tienen la misión de defenderla) son muy
sensibles a esta definición.
Esto no significa que no tengamos que amar a los que
están en el error y extraviados en las falsas religiones, para intentar
convertirlos; pero algo muy distinto sería darles la impresión de que nuestra
religión es igual que la suya o que la suya es igual que la nuestra. Eso jamás,
no se puede aprobar por nada en el mundo, pues sería una mentira y una traición
a Nuestro Señor. La religión católica ha sido fundada por Nuestro Señor
Jesucristo. Es, en definitiva, su Cuerpo místico, la prolongación de Nuestro
Señor, que es Dios. No hay otros dioses. Es de una lógica implacable y no se
permite ninguna duda sobre el tema.
Actualmente vivimos en un clima falso, con un falso
ecumenismo que deteriora nuestra santa religión, que la empequeñece al intentar
hacer compromisos. Todas esas reuniones con los judíos, los protestantes, los
budistas o los musulmanes, dan la impresión que se discute de igual a igual.
No, no es posible y eso no depende de nosotros. Existe, por supuesto, una
cierta igualdad, puesto que son criaturas como nosotros, pero nosotros poseemos
la verdad. La verdad es que Nuestro Señor Jesucristo es Dios y que todo el
mundo le está sujeto. Sólo hay un Dios, al que tenemos que someternos, Nuestro
Señor Jesucristo. No tenemos derecho a disminuir esta verdad. No tenemos
derecho, por ejemplo, a darle a un musulmán la impresión de que su religión
vale tanto como la nuestra. Eso sería un traición. Ni Judas hizo algo peor. Y
de él se dijo:
«Mejor le fuera a ése no haber
nacido» (S. Mat.
26, 24).
Si nosotros también traicionamos a Nuestro Señor
Jesucristo, nos arriesgamos a irnos al infierno; no tenemos derecho a traicionar
a Nuestro Señor. Se trata de algo absolutamente capital y fundamental. Las
relaciones entre el Hijo, el Padre y el Espíritu Santo (la Santísima Trinidad)
son realmente esenciales en nuestra santa religión. Tienen que ser el objeto de
nuestras meditaciones profundas y de nuestras oraciones: adorar a la Trinidad
Santa y adorar a Nuestro Señor Jesucristo, que es Dios. Volvamos a leer una vez
más al apóstol san Juan, que en su Evangelio, refiriendo las palabras de
Nuestro Señor, escribió:
«Soy Hijo de Dios. Si no hago las obras de mi Padre,
no me creáis; pero si las hago, ya no me creáis a mí, creed a las obras, para
que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre» (S. Juan 10, 36-38).
Una vez más, Nuestro Señor afirma su divinidad con gran
precisión y es evidente que ninguna criatura puede pretender nada semejante.
Afirma su igualdad con Dios. Y como ya he dicho, los judíos no se equivocaron,
sino que comprendieron bien. San Juan refiere también la respuesta que Nuestro
Señor le hizo a Felipe, que le preguntaba: «Muéstranos al Padre» (S.
Juan 14, 8). «¿No crees —le
respondió Jesús— que Yo estoy en el
Padre y el Padre en mí?» (S. Juan 14, 10). Y en el versículo 20,
san Juan añade estas palabras de Nuestro Señor: «En aquel día conoceréis que Yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y
Yo en vosotros». Hay que tener, pues, esta profunda convicción y
comunicarla, de lo que dijo Nuestro Señor: «Yo y el Padre somos una sola cosa»,
es la verdad, que todos tenemos que creer y amar.
CONTINUA...
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