Carta Pastoral Nº 6:
LA ORACIÓN
No podemos empezar mejor nuestra carta pastoral en
este saludable tiempo de penitencia que con las palabras de Nuestro Santo Padre
el papa Pío XII, pronunciadas el 10 de febrero pasado ante los fieles de Roma:
«Frente a la persistencia de una situación que, no
dudamos en decirlo, puede a cada momento provocar una explosión y de la cual
tenemos que buscar el origen en la tibieza religiosa de un tan gran número, en
el descenso del nivel moral de la vida pública y privada, en la empresa
sistemática de intoxicación de las almas simples... los buenos no pueden
inmovilizarse en los senderos, acostumbrados espectadores de un futuro aterrador».
Elevamos entonces nuestra voz con la del Pastor
Supremo para pedirles que reflexionen seriamente, en el transcurso de estos
días de gracias que preceden al día aniversario de la Resurrección de Nuestro
Señor, sobre uno de los medios más poderosos de renovación, de resurrección
espiritual y temporal del mundo: queremos hablarles de la oración. No ignoramos que la verdadera solución de las
relaciones entre los pueblos, de la vida interior de las naciones, se encuentra
en la filosofía y la teología cristianas. Todo el dinero del mundo, todas las
astucias de una diplomacia egoísta, todas las encuestas, todos los congresos no
sirven para nada, si no se tienen en cuenta los datos de la verdadera sabiduría
y de la razón. Y sabemos también que solamente la Iglesia, mandada por Dios en
la persona de Nuestro Señor Jesucristo, posee en su plenitud todos los tesoros
de verdad necesarios para la paz y la concordia entre los pueblos.
Y sin embargo, a pesar de las apremiantes
exhortaciones del Vicario de Cristo, se codifica, se legisla, se redactan
constituciones nacionales o internacionales rechazando las enseñanzas de Aquél
que ha dicho: “Sin Mí nada podéis hacer”. Nos parece escuchar la voz de Dios por la boca del
profeta Jeremías: «¿Por qué este pueblo se aleja con un alejamiento
continuo? ¿Por qué persisten en la mala fe? ¿Por qué rechazan volver? Tuve
cuidado, y no hablan como conviene. Ninguno se arrepiente de sus maldades
diciendo: ¡Qué he hecho! Todos reanudan su carrera como un caballo que se lanza
a la batalla. La paloma y la golondrina observan el tiempo de su regreso, pero
mi pueblo no conoce la ley de Dios. El estilo mentiroso de los escribas la ha
cambiado en mentira... Por eso haré de Jerusalén un montón de piedras, una
guarida de chacales; de las ciudades de Judá una soledad sin habitantes».
Frente a la ceguera de los espíritus, frente al
endurecimiento de los corazones, se impone a nosotros, queridísimos hermanos,
un deber grave, muy grave: el de rezar, de juntar nuestras manos para implorar
de Dios la salvación del mundo. Las circunstancias nos invitan más que nunca a
elevar nuestras almas a Dios, a resucitar en nosotros las virtudes de piedad y
de devoción que la sangre de Cristo ha depositado en nosotros por el bautismo. Se dice hoy día que Dios tiene necesidad de los
hombres, pero, si esta necesidad existe en Dios por un acto enteramente libre
de amor y de bondad, es mucho más exacto decir que el hombre tiene necesidad de
Dios; necesidad innata que tiene su raíz en todo su ser, que San Pablo
expresaba tan vigorosamente diciendo: “En
Dios vivimos, nos movemos, somos”. Si ocurriera que ni nuestro corazón ni
nuestra razón aspiraran a Dios, estaríamos desnaturalizados. Es en el momento
en que todo se abandona: riquezas, amigos, familia, salud; es en ese momento
demasiado rápido - que todos experimentaremos - cuando el moribundo encuentra
una sabiduría insospechada, el sentido de la realidad de Dios y de la vanidad
del mundo: su alma siente entonces una inmensa necesidad de Dios.
¿Por qué seríamos insensatos en el curso de nuestra
existencia y sabios en su último instante, si complace a Dios darnos conciencia
de eso? La oración no es otra cosa que la ascensión de nuestra
alma hacia su Creador y Redentor, es natural al alma sencilla y recta. Se
necesita la costumbre del pecado, opuesto a esa elevación del alma hacia Dios,
para reducir la oración a una pura formalidad; se necesita el orgullo del
espíritu, entretenido por fábulas y sofismas, para llevar al hombre a tener
vergüenza de rezar.
Amemos la oración privada, la oración en familia, la
oración litúrgica. El catecismo nos enseña lo que conviene hacer sobre este
tema, y cuando hay que hacerlo. Recordemos sin embargo que nuestra oración debe
traducir una actitud interior de nuestra alma, actitud de devoción y de
adoración que hará la obligación de la oración fácil, dulce y amable. Por eso
Nuestro Señor nos invita a rezar siempre: Oportet semper orare.
En estos sentimientos de hijo hacia Dios, gustaremos
rezar como nos lo aconseja Nuestro Señor y nos da el ejemplo: «Cuando oren,
no lo hagan como los hipócritas, que gustan orar de pie en las sinagogas y en
las esquinas de las plazas, para que los hombres los vean. Ellos ya recibieron
su recompensa. Tú, cuando reces, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza
a tu Padre que está en lo secreto, y tu Padre, que ve lo secreto, te premiará.
Al orar no multipliquen las palabras, como hacen los paganos que piensan que
por su verborragia serán atendidos. Ustedes no se les parezcan: su Padre conoce
sus necesidades antes de que le supliquen, pero es así como deben rezar». Y
continúa Nuestro Señor enseñándonos la admirable oración del Padre Nuestro. Esta manera privada de rezar no es sin embargo
exclusiva, y Nuestro Señor mismo, por su presencia en las sinagogas, en las
oraciones públicas en el templo de Jerusalén, adonde sube en las grandes
fiestas acompañando a su familia, luego a sus discípulos, muestra bien en qué
estima tiene esta oración litúrgica.
Amemos también rezar en familia. Desgraciadamente
sobre este tema ¡cuántas comprobaciones penosas! ¡Cuántos entre ustedes no
hacen oración en la mañana y en la noche! ¡Cuántos reciben de Dios el pan
diario sin pedirle usarlo con medida y sin agradecerlo! ¡Que cada jefe de
familia restablezca esta virtuosa costumbre, tan edificante para los hijos, tan
agradable a Dios, tan llena de bendiciones para el hogar! ¿Cómo no extrañarse
que Dios no nos persiga con sus vindictas y su justa ira cuando busca en vano
sentimientos de reconocimiento por los beneficios que nos otorga? La Iglesia, fiel a la tradición bíblica y al ejemplo
de Nuestro Señor, nos pide cesar el trabajo el domingo y tomar parte en la
oración litúrgica, en la oblación ritual de la asamblea cristiana, hecha no
solamente de una manera simbólica sino real, por la ofrenda del Cuerpo y de la
Sangre de Jesucristo, de quien somos miembros. ¿Cuántos cumplen este deber con
una convicción profunda, con una fe viva? No nos atreveríamos a hablar de
proporción entre los bautizados y los participantes en la misa dominical. Si se
comprueba con alegría que, desde estos últimos años hay una mejor comprensión
de ese deber en un cierto número, sin embargo uno está todavía estupefacto
pensando que más de la mitad de los bautizados descuidan deliberadamente esta
grave obligación.
A ustedes, queridísimos hermanos, que estiman todo el
beneficio de este requisito público semanal, de este don renovado de ustedes
mismos como partes integrantes del Cuerpo Místico de Cristo, a ustedes que son
otros Cristos, les pido rezar con ardor, suplicar al Dios todopoderoso, al
misericordioso Corazón de Jesús, esclarecer los espíritus extraviados por el
orgullo, abrir los corazones endurecidos por las pasiones. Redoblen el fervor
en sus oraciones privadas o públicas, a fin de que el brazo vengador del Dios
justo no se abata sobre las naciones cristianas, olvidadas de sus deberes.
Recurramos a la Virgen María, Reina del cielo,
Mediadora de todas las gracias, refugio de los pecadores: Ella nos enseñará a
rezar, como les enseñó a los apóstoles en el cenáculo.
Monseñor Marcel Lefebvre
Carta Pastoral, Dakar, 17 de febrero de 1952
CONTINUA...
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