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viernes, 4 de diciembre de 2015

"ANACLETO GONZÁLEZ FLORES. MÁRTIR CRISTERO."



3. Hacia un catolicismo pletórico de juventud

Con cierta preferencia, como dijimos, Anacleto se dirigía sobre todo a la juventud. Justamente por-que pensaba que en su México tan amado estaba declinando la esperanza, y por consiguiente la juventud languidecía. Los horizontes eran cada vez más pequeños, la mediocridad se encontraba a la orden del día; lo único que interesaba era lo microscópico, mientras las alturas parecían causar vértigo. Muchos jóvenes, replegados sobre sí mismos, sufrían el impacto de este ambiente, limitando sus anhelos a la satisfacción de las pasiones y a los deleites materiales. González Flores quiso arrancar a la juventud de su letargo, de manera semejante a lo que en su tiempo intentó Sócrates, hermano suyo en el espíritu.«Su instinto de moldeador de porvenir –escribe Anacleto hablando del pensador griego– le había hecho prendarse por encima de todas las bellezas de Grecia, de la juventud. Vivía embriagado con el aliento virgen, fresco como de odre perfumado. Con las manos hundidas en el barro humedecido de las almas, y los ojos en espera hacia la dinastía remota del nuevo día. Así lo sorprendió la muerte. Murió embriagado de juventud y rodeado de juventud. Un pensador que lo quiso arriesgar y perder todo por la juventud».

Señala Gómez Robledo que nadie adivinó mejor que Anacleto la causa de esa actitud, la razón de ese enamoramiento. Lo adivinó porque él mismo llevaba en sí dichas razones. Fue una intuición soberana la que le hizo entrever que el amor a la juventud no es sino el amor a la vida en su instante más bello: cuando es peligrosa y se juega por un ideal.En vez de un catolicismo integrado por hombres decrépitos de espíritu, González Flores soñaba con un catolicismo militante, juvenil, dispuesto a vivir peligrosamente. «Hemos perdido el sentido más profundo, más característico de la juventud: la pasión del riesgo, la pasión del peligro. Medimos todos nuestros pasos, contamos todas nuestras palabras, recomponemos nuestros gestos y nuestras actividades de manera de no padecer ni la más ligera lastimadura y de quedar en pos-tura bellamente estudiada, no para morir, como los gladiadores romanos, sino para una sola cosa: para vi-vir, para vivir a todo trance». «Y así –agrega– son muchos los que no se atreven a mover ni un dedo, por temor a despertar las iras del enemigo. Se ha formado una generación de viejos, que sólo saben calcular, contar, comprar y vender, con la fiebre característica de la vejez, que es la avaricia». 

Todos recomiendan «prudencia», y para ellos prudencia significa pensarlo todo, medirlo todo, cal-cularlo todo para salvar la tranquilidad y esquivar hábilmente todos los riesgos. Recomiendan quietud y medida en los movimientos, al tiempo que condenan a los «exagerados», como llaman a los que se juegan por la verdad.

«Y esta es nuestra suprema enfermedad. Todas las demás parten de ella… Hemos logrado conservar nuestra vida; todavía la tenemos, todavía nos pertenecerá, pero enmohecida, como espada que nunca ha salido de la vaina, como árbol que no ha tenido ni agua ni sol. Se nos ofreció la vida en cambio de nuestro sosiego y de nuestro silencio y de nuestra quietud, y sólo se nos ha podido dar vejez arrugada y marchita».

Será preciso que la vida de los católicos se rejuvenezca, sabiendo que el precio de la victoria ha sido siempre el sacrificio y la lucha. Mientras los católicos no nos decidamos a combatir, la victoria no vendrá. Nosotros hemos querido obtener la victoria al precio de nuestra cobardía y de nuestra inercia. Pero ello no ha sucedido. Tenemos que comprarla. Y su precio es el dolor, o al menos la fatiga y el esfuerzo. Habrá que elevar el corazón, al conjuro de una sola fórmula: vivir por encima de uno mismo. Esta fórmula «dicha hoy, mañana, todos los días al sentir el roce cálido de las alas nuevas de la juventud la echará toda entera con todos sus bagajes de roja y ardiente generosidad hacia todas las vanguardias».

Recuerda González Flores cómo cuando Platón quiso cuajar en el Fedón el recuerdo de su maestro, puso en los labios del mártir estas palabras: «El riesgo es bello y debemos embriagarnos con él».

Lo que así comenta Anacleto: «El riesgo fue la más ferviente pasión de Sócrates; había apurado en cada paso el cáliz del riesgo, y tuvo razón para prendarse de la juventud, porque ante ella se encontró cara a cara con la belleza insuperable del riesgo, al paso de las almas ávidas de altura». De esta manera vivió Sócrates, embriagado de riesgo, apurando el cáliz del riesgo a cada paso, y entregando su cabeza al golpe último en plena embriaguez de riesgo: el riesgo supremo de perder la vida. Tal fue el maestro más elevado que tuvo la juventud de Atenas.

Comentando las palabras de Anacleto afirma Gómez Robledo que ellas son definitorias para la interpretación estética de su magisterio. Amó a la juventud con el mismo arrebato psíquico con que el artista intuye su creación. Y es propio de los grandes artistas unir la intuición a la aventura, jugarse la existencia por la belleza. «Vincular, como en Sócrates y González Flores, el artista, el maestro y el mártir, es lección eterna de fortaleza. Sus muertes no fueron sino las nupcias sangrientas del artista con la belleza del riesgo». Insiste Anacleto en que el cristianismo está inescindiblemente unido con la juventud de espíritu. Si Tertuliano dijo que el alma humana es naturalmente cristiana, se puede decir igualmente que la juventud, por lo que tiene de permanente osadía, es naturalmente cristiana. Más aún, «la juventud se completa, se robustece y se asegura contra su debilitamiento o su extinción, poniéndose bajo el aliento perpetuamente juvenil de Cristo». Porque el cristianismo es la doctrina del riesgo, o mejor, la que nos permite cruzar victoriosamente a través de todos los riesgos.

«Incorporada la juventud de cada hombre en la juventud eterna de Cristo, se sumará una osadía a otra osadía; y sumadas esas dos grandes audacias, se formará el nudo que abarcará todos los destinos». Será preciso desposar la propia juventud, que es la audacia de un día, con la juventud de Cristo, que es la audacia de lo eterno. Los jóvenes deberán juntar sus dos manos, todavía mojadas en el odre de la vida, con las dos manos de Cristo, mojadas todavía en la sangre de su audacia. He ahí lo que afirmaba Lacordaire: «La juventud es irresistiblemente bella, con la belleza del riesgo, es decir, con la belleza de la osadía», y también: «La juventud es sagrada a causa de sus peligros». Habrá que arrojarse en el mar del peligro, en la corriente de los riesgos, con la canción en los labios, con un gesto de desdén en la boca y con plena confianza en el logro final. Esto es lo que necesita el catolicismo mexicano: una transfusión de juventud. Es de ella «de donde deben salir los valores que acabarán con nuestro empobrecimiento y con nuestra mediocridad y que saltarán por encima de todas las murallas para quebrar medianías, para pisar nulidades y para empinar a Dios, majestuoso y radiante, sobre los tejados y sobre los hombros de patrias y de multitudes. Nada de valores a medias; nada de valores incompletos; nada de valores que se aferran a su aislamiento, que titubean, que se ponen en fuga frente a la Historia y que se satisfacen con un milímetro de tierra».

Sólo harán la gran revolución, la revolución de lo eterno, las banderas tremoladas por la juventud que todavía le reza y le canta al joven carpintero que a los 33 años comenzó la única verdadera revolución, que es la revolución de lo eterno, y que pasa por nuestras vidas como un huracán preñado de heroísmo.

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