CAPITULO V: EL CANTO DEL AMOR
DE DIOS
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Leamos también el magnífico SIMBOLO
DE SAN ATANASIO, que se rezaba hasta hace poco tiempo a la hora de Prima cada
domingo.
«Todo el que quiera salvarse, ante
todo es menester que mantenga la fe católica; y el que no la guarde íntegra e
inviolada, sin duda perecerá para siempre».
Nadie se puede salvar sin la fe
católica. Está claro, ¡pero id a decir esto hoy en día!...
“Ahora bien, la fe católica es que
veneremos a un solo Dios en la Trinidad y a la Trinidad en la unidad. Sin
confundir las personas ni separar las sustancias. Porque una es la persona del
Padre, otra la del Hijo y otra la del Espíritu Santo. Pero el Padre y el Hijo y
el Espírito Santo tienen una sola divinidad, gloria igual y coeterna majestad. Increado
el Padre, increado el Hijo, increado el Espíritu Santo. Inmenso el Padre,
inmenso el Hijo, inmenso el Espíritu Santo. Eterno el Padre, eterno el Hijo,
eterno el Espíritu Santo. Y sin embargo no son tres eternos sino un solo
Eterno, como no son tres increados ni tres inmensos, sino un solo Increado y un
solo Inmenso. Igualmente, Omnipotente el Padre, Omnipotente el Hijo, Omnipotente
el Espíritu Santo. Y sin embargo no son tres omnipotentes, sino un solo
Omnipotente”.
Esta formulación tan clara de
nuestra fe, tan nítida y tan exacta provoca nuestra admiración. «Así Dios es el Padre, Dios es el Hijo,
Dios es el Espíritu Santo. Y sin embargo no son tres dioses, sino un solo Dios.
Así, Señor es el Padre, Señor el Hijo y Señor el Espíritu Santo. Y sin embargo
no son tres señores, sino un solo Señor. Porque así como por la cristiana
verdad somos compelidos a confesar como Dios y Señor a cada persona en
particular; así la religión católica nos prohíbe decir tres dioses y señores. El Padre, por nadie fue hecho ni creado ni
engendrado. El Hijo fue por solo el Padre, no hecho ni creado, sino engendrado.
El Espíritu Santo, del Padre y del Hijo, no fue hecho ni creado ni engendrado,
sino que procede».
Los términos escogidos por san
Atanasio son perfectamente claros y expresan de modo definitivo, se puede
decir, las verdades de nuestra fe. No se puede cambiar el Credo. No hay cambio
posible. Las expresiones que se han empleado y que han sido confirmadas por la
Iglesia no permiten que nadie se entregue a interpretaciones que modifiquen su
sentido. Pero eso no lo quieren aceptar ni los modernistas ni los teólogos
modernos. Ya no quieren aceptar que las fórmulas de nuestra fe son definitivas,
pues según ellos, la fe se tiene que poder expresar siempre en función de la
evolución de los tiempos modernos y de la época en la que vivimos. Si tuviéramos que emplear ahora
otros términos para expresar estas mismas verdades con el pretexto de usar
palabras o definiciones más adaptadas a la filosofía moderna, a la inteligencia
moderna y a la ciencia de nuestro tiempo, no lograríamos más que expresiones y
definiciones carentes del significado exacto que siempre han tenido, tal como han
sido explicadas durante siglos por los teólogos para expresar exactamente lo
que quieren decir en la fe católica. Es imposible hacer esos cambios. «Hay,
consiguientemente, un solo Padre, no tres padres; un solo Hijo, no tres hijos; un
solo Espíritu Santo, no tres espíritus santos. Y en esta Trinidad, nada es
antes ni después, nada mayor o menor, sino que las tres personas son entre sí coeternas
y coiguales. De suerte que, como antes se ha dicho,
en todo hay que venerar lo mismo la unidad en la Trinidad que la Trinidad en la
unidad. El que quiera, pues, salvarse, así ha de sentir de la Trinidad». Está
claro y es indiscutible.
«Pero es necesario para la eterna
salvación creer también fielmente en la Encarnación de Nuestro Señor
Jesucristo. Es, pues, la fe recta que creemos y confesamos que Nuestro Señor
Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios engendrado de la sustancia
del Padre antes de los siglos, y es hombre nacido de la madre en el siglo. Perfecto
Dios, perfecto hombre, subsistente de alma racional y de carne humana. Igual al
Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad». Esta
expresión de nuestra fe es admirable y con una gran claridad aniquila todas las
herejías que se refieren a la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo hecho
hombre. «Mas aun cuando sea Dios y hombre, no son dos, sino un solo Cristo. Uno
solo no por la conversión de la divinidad en la carne, sino por la asunción de
la humanidad en Dios. Uno absolutamente, no por confusión de la sustancia, sino
por la unidad de la persona.
Porque a la manera que el alma racional
y la carne es un solo hombre; así Dios y el hombre son un solo Cristo. El cual
padeció por nuestra salvación, descendió a los infiernos, al tercer día
resucitó de entre los muertos. Subió a los cielos, está sentado a la diestra de
Dios Padre omnipotente, desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
A su venida todos los hombres han de resucitar con sus cuerpos y dar cuenta de
sus propios actos. Los que obraron bien irán a la vida eterna; los que mal, al
fuego eterno. Esta es la fe católica y el que no la creyere fiel y firmemente,
no podrá salvarse». Por eso es muy importante que conozcamos lo que expresan
estos tres Símbolos y vivir de ellos. Hagamos un esfuerzo para que cada vez que
recemos o cantemos el Credo seamos verdaderamente conscientes de que las
palabras que pronunciamos son el resumen de todo lo que tenemos que creer y amar.
Es lo más profundo y lo que más queremos en nuestra vida temporal, porque
expresa todo lo que Nuestro Señor y todo lo que Dios ha hecho para amarnos. Es
la realización del canto del amor de Dios por nosotros. Este es el verdadero
Credo: el resumen de la caridad de Dios por nosotros. Es maravilloso. Sic nos
amantem quis non redamaret?, dice la sagrada liturgia en el Adeste fideles de
Navidad, siguiendo a san Agustín: «¿cómo no vamos a amar a quien tanto nos ha
amado?». Cada vez que recemos o cantemos el Credo, acordémonos de este
llamamiento a nuestro amor y a esta caridad que le debemos a Dios. Esforcémonos
en sentir este llamamiento a orientarnos siempre con mayor profundidad a amar
verdaderamente a Dios, a agradecerle, a darle gracias y a hacer todas las cosas
para que su amor por nosotros no sea en vano. Es terrible pensar que todo lo
que Nuestro Señor hizo, todo lo que Dios hizo por nosotros pueda ser en vano y
que no haya respuesta a este amor. De este modo comprendemos que la justicia de
Dios permite y quiere que quienes rechazan este amor no gozarán de El en la
eternidad. Es una perspectiva espantosa contra la que Dios no puede hacer nada,
porque es el hombre mismo el que cierra el camino al amor de Dios, al no querer
conocer a Nuestro Señor Jesucristo, Dios creador de todas las cosas, y al
encerrarse en su egoísmo y en su orgullo, rechazando toda luz. Como escribía San
Juan, «la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas lo rechazaron» (S. Jn. 1,
5). Dios ha venido a su propia familia y los suyos lo han rechazado, salvo
aquellos a los que Dios les ha dado la gracia de ser hijos de Dios (Cf. S. Jn.
1, 11-12).
CONTINUA...
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