II.
«El Maistro»
Ya
hemos dicho cómo desde sus mocedades, Anacleto mostró una clara inclinación a
la docencia, inclinación que se fue intensificando en proporción al
acrecentamiento de su formación intelectual. Durante los años de seminario,
frecuentó sobre todo el campo de la filosofía y de la teología, con especial
predilección por San Agustín y Santo Tomás. Para su afición oratoria sus guías
principales fueron Demóstenes, Cicerón, Virgilio, Bossuet, Fenelon, Veuillot,
Lacordaire, Montalembert, de Mun, Donoso Cortés y Vázquez de Mella. Su amor a
las artes y las letras lo acercó a Miguel Ángel, Shakespeare e Ibsen. Su
inclinación social y política lo llevó al conocimiento de Windthorst,
Mallinckrodt, Ketteler, O’Connel. Asimismo era experto en leyes, habiendo
egresado de la Facultad de Jurisprudencia de Guadalajara con las notas más
altas. Fue un verdadero intelectual, en el sentido más noble de la palabra, no
por cierto un intelectual de gabinete, pero sí un excelente diagnosticador de
la realidad que le fue contemporánea. Y así,
tanto en sus escritos como en sus discursos, nos ha dejado una penetrante
exposición de la tormentosa época que le tocó vivir, no sólo en sí misma sino
en sus antecedentes y raíces históricas. Entendía, ante todo, a México, y más
en general a Iberoamérica, como la heredera de la España imperial. La vocación
de España, dice en uno de sus escritos, tuvo un origen glorioso: los ocho
siglos de estar, espada en mano, desbaratando las falanges de Mahoma. Continuó
con Carlos V, siendo la vanguardia contra Lutero y los príncipes que secundaron
a Gustavo Adolfo. En Felipe II encarnó su ideal de justicia. Y luego, en las
provincias iberoamericanas, fue una fuerza engendradora de pueblos.
Siempre
en continuidad con aquel día en que Pelayo hizo oír el primer grito de
Reconquista. «Nuestra vocación, tradicionalmente, históricamente, espiritualmente,
religiosamente, políticamente, es la vocación de España, porque de tal manera
se anudaron nuestra sangre y nuestro espíritu con la carne, con la sangre, con
el espíritu de España, que desde el día en que se fundaron los pueblos
hispanoamericanos, des-de ese día quedaron para siempre anudados nuestros
destinos, con los de España. Y en seguir la ruta abierta de la vocación de
España, está el secreto de nuestra fuerza, de nuestras victorias y de nuestra
prosperidad como pueblo y como raza». La fragua
que nos forjó es la misma que forjó a España. Nuestra retaguardia es de cerca
de trece siglos, larga historia que nos ha marcado hasta los huesos. Recuerda
Anacleto el intento de Felipe II de fundir, en un matrimonio desgraciado, los
destinos de su Patria con Inglaterra. Tras el fracaso de dicho proyecto armó su
flota para abatir a la soberbia Isabel y sus huestes protestantes, enfrentando
la ambición de aquella nación pirata, vieja y permanente señora del mar.
Tras
el fracaso, «sus capitanes hechos de hierro y sus misioneros amasados en el
hervor místico de Teresa y Juan de la Cruz, se acercaron a la arcilla oscura de
la virgen América y en un rapto, que duró varios siglos, la alta, la imborrable
figura de don Quijote, seco, enjuto, y contraído de ensueño excitante, pero
real semejanza del Cristo, como lo ha hecho notar Unamuno, se unió, se fundió,
no se superpuso, no se mezcló, se fundió para siempre en la carne, en la
sustancia viva de Cuauhtémoc y de Atahualpa. Y la esterilidad del matrimonio de
Felipe con la Princesa de Inglaterra se tornó en las nupcias con el alma
genuinamente americana, en la portentosa fecundidad que hoy hace que España
escoltada por las banderas que se empinan sobre los Andes, del Bravo hacia el
Sur, vuelva a afirmar su vocación». Junto
con España accede a nuestra tierra la Iglesia Católica, quien bendijo las
piedras con que España cimentó nuestra nacionalidad. Ella encendió en el alma
oscura del indio la antorcha del Evangelio. Ella puso en los labios de los
conquistadores las fórmulas de una nueva civilización. Ella se encontró
presente en las escuelas, los colegios, las universidades, para pronunciar su
palabra desde lo alto de la cátedra. Ella es-tuvo presente en todos los
momentos de nuestra vida: nacimiento, estudio, juventud, amor, matrimonio,
vejez, cementerio.
Concretado
el glorioso proyecto de la hispanidad, aflora en el horizonte el fantasma del anti
catolicismo y la anti hispanidad. Es el gran movimiento subversivo de la modernidad,
encarnado en tres enemigos: la Revolución, el Protestantismo y la Masonería. El
primer contrincante es la Revolución, que en el México moderno encontró una
concreción aterradora en la Constitución de 1917, nefasto intento por
des-alojar a la Iglesia de sus gloriosas y seculares conquistas. Frente a
aquellas nupcias entre España y nuestra tierra virgen, la Revolución quiso
celebrar nuevas nupcias, claro que en la noche, en las penumbras misteriosas
del error y del mal. Las nuevas y disolventes ideas han ido entrando en el
cuerpo de la nación mexicana, como un brebaje maldito, una epidemia que se
introdujo hasta en la carne y los huesos de la Patria, llegando a suscitar
generaciones de ciegos, paralíticos y mudos de espíritu.
En
México han jurado derribar la mansión trabajosamente construida. Anacleto lo
expresa de manera luminosa: «El revolucionario no tiene casa, ni de piedra ni
de espíritu. Su casa es una quimera que tendrá que ser hecha con el derrumbe de
todo lo existente. Por eso ha jurado demoler nuestra casa», esa casa don-de por
espacio de tres siglos, misioneros, conquistadores y maestros sudaron y se
desangraron para edificar cimientos y techos. Y luego esbozaron el plan de otra
casa, la del porvenir. Hasta ahora no han logrado de-moler del todo la casa que
hemos levantado en estos tres siglos. Si no lo han podido es porque todavía hay
fuerzas que resisten, porque Ripalda, el viejo y deshilachado Ripalda, como el
Atlas de la mitología, mantiene las columnas de la autoridad, la propiedad, la
familia. Sin embargo persisten en invadirlo todo, nuestros templos, hogares,
escuelas, talleres, conciencias, lenguaje, con sus banderas políticas. Incluso
han intentado crear una Iglesia cismática, encabezada por el «Patriarca» Pérez,
para mostrar que nuestra ruptura con la hispanidad resulta inescindible de
nuestra ruptura con la Iglesia de Roma. Son invasores, son intrusos.
El
trabajo de demolición no ha sido, por cierto, infructuoso. «Si hemos llegado a
ser un pueblo tuberculoso, lleno de úlceras y en bancarrota, ha sido, es
solamente, porque una vieja conjuración legal y práctica desde hace mucho
tiempo mutiló el sentido de lo divino». México ha sido saqueada por la Revolución,
por los Juárez, por los Carranza…
Junto
con la Revolución destructora, Anacleto denuncia el ariete del Protestantismo,
que llega a México principalmente a través del influjo de los Estados Unidos.
González Flores trae a colación aquello que dijo Roosevelt cuando le
preguntaron si se efectuaría pronto la absorción de los pueblos hispanoamericanos
por parte de los Estados Unidos: «La creo larga [la absorción] y muy difícil
mientras estos países sean católicos». El viejo choque entre Felipe II e Isabel
de Inglaterra se renueva ahora entre el México tradicional y las fuerzas del
protestantismo que intenta penetrar por doquier, llegando al corazón de las
multitudes, sobre todo para apoderarse de la juventud.
El
tercer enemigo es la Masonería, que levanta el estandarte de la rebelión contra
Dios y contra su Iglesia. Anacleto la ve expresada principalmente en el ideario
de la Revolución francesa, madre de la democracia liberal, que en buena parte
llegó a México también por intercesión de los Estados Unidos. En 1793, escribe,
alguien dijo enfáticamente: «La República no necesita de sabios». Y así la
democracia moderna, salida de las calles ensangrentadas de París, se echó a
andar sin sabios, en desastrosa improvisación. Su gran mentira: el sufragio universal.
Cualquier hombre sacado de la masa informe es entendido como capaz de tomar en
sus manos la dirección suprema del país, pudiendo ser ministro, diputado o
presidente. Nuestra democracia ha sido un interminable via crucis, cuya peor
parte le ha tocado al llamado pueblo soberano: primero se lo proclamó rey,
luego se lo coronó de espinas, se le puso un cetro de caña en sus manos, se lo vistió
con harapos y, ya desnudo, se lo cubrió de salivazos.
La
democracia moderna se basa en un eslogan mentiroso, el de la igualdad absoluta.
«Se echaron en brazos del número, de sus resultados rigurosamente matemáticos,
y esperaron tranquilamente la reaparición de la edad de oro. Su democracia
resultó una máquina de contar». Consideran a la humanidad como una inmensa masa
de guarismos donde cada hombre vale no por lo que es, sino por constituir una
unidad, por ser uno. Todo hombre es igual a uno, el sabio y el ignorante, el
honesto y el ladrón, nadie vale un adarme más que otro, con iguales derechos,
con iguales prerrogativas. «Y si esa democracia no necesita de sabios, ni de
poetas, tampoco necesita de héroes, ni de santos». ¿Para qué esforzarnos, para
qué sacrificarnos por mejorar, si en el pantano, debajo del pantano, la vida es
una máquina de contar y cada hombre vale tanto como los demás? Se ha
producido así un derrumbe generalizado, un descenso arrasador y vertiginoso,
todos hemos descendido, todo ha descendido. «Nos arrastramos bajo el fardo de
nuestra inmensa, de nuestra aterradora miseria, de nuestro abrumador
empobrecimiento». Democracia maligna ésta, porque ha roto su cordón umbilical
con la tradición, con el pasado fecundante. «El error de los vivos no ha
consistido en intentar la fundación de una democracia, ha consistido y consiste
sobre todo, en querer fundar una democracia en que no puedan votar los muertos
y que solamente voten los vivos y se vote por los vivos».
Resulta
interesante advertir cómo González Flores supo ver, ya en su tiempo, el
carácter destructivo e invasor del espíritu norteamericano, incurablemente
protestante y democrático liberal. Coincidía con Anacleto el vicepresidente de
la Liga, Miguel Palomar y Vizcarra, en un Memorandum relativo a la influencia
de los Estados Unidos sobre México en materia religiosa. Allí se lee: «El
imperialismo yanqui es para nosotros, y para todos los mexicanos que anhelan la
salvación de la patria, algo que es en sí mismo malo, y como malo debe
combatirse enérgicamente». Bien ha hecho Enrique Díaz Araujo en destacar la perspicacia
de los dirigentes católicos que no se dejaron engañar por la apariencia
bolchevique de los gobiernos revolucionarios de México –recuérdese que la
Constitución se dictó precisamente el año en que estalló la revolución soviética–,
sino que los consideraron simples «sirvientes de los Estados Unidos». No era
sencillo descubrir detrás del parloteo obrerista, indigenista y agrarista, la
usina real que alimentaba la campaña antirreligiosa.
Carlos
Pereyra lo sintetizó así: «Aquel gobierno de enriquecidos epicúreos empezó a
cultivar simultáneamente dos amores: el de Moscú y el de Washington… La colonia
era de dos metrópolis. O, más bien, había una sucursal y un protectorado.
Despersonalización por partida doble, pero útil, porque imitan-do al ruso en la
política antirreligiosa, se complacía al anglosajón». La
política estadounidense se continuaría por décadas, como justamente lo ha
observado José Vasconcelos: «Las Cancillerías del Norte, ven esta situación [la
de México] con la misma simpatía profunda con que Roosevelt y su camarilla se
convirtieron en protectores de la Rusia soviética durante la Segunda Guerra
Mundial. El regocijo secreto con que contemplaron el martirio de los católicos
en México, bajo la administración callista, no fue sino el antecedente de la
silenciosa complicidad de los jefes del radicalismo de Washington con los
verdugos de los católicos polacos, los católicos húngaros, las víctimas todas
del sovietismo ruso».
Tales
fueron, según la visión de Anacleto, los tres grandes propulsores de la
política anticristiana y anti mexicana: la revolución, el protestantismo y la
masonería.
«La
revolución –escribe–, que es una aliada fiel tanto del protestantismo como de
la Masonería, sigue en marcha tenaz hacia la demolición del Catolicismo y bate
el pensamiento de los católicos en la prensa, en la escuela, en la calle, en
las plazas, en los parlamentos, en las leyes: en todas partes. Nos hallamos en
presencia de una triple e inmensa conjuración contra los principios sagrados de
la Iglesia».
De lo
que en el fondo se trataba era de un atentado, inteligente y satánico, contra
la vertebración hispánico católica de la Patria.
CONTINUA...
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