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viernes, 30 de septiembre de 2016

PROMETEO LA RELIGIÓN DEL HOMBRE

PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
  PADRE ÁLVARO CALDERÓN


LA CONCIENCIA,
LIBERADORA DE LA ACCIÓN

1º El latrocinio de Prometeo: la autonomía de la conciencia.

El subjetivismo permitió a Prometeo, la prudencia, robar el fuego divino para los hombres. Según el orden natural - respetado por el sobrenatural-, para que la acción del hombre sea recta, debe estar dirigida por la prudencia. Y la prudencia debe estar, a su vez, informada por la sabiduría (ya natural, ya sobrenatural) por la que se conoce a Dios como fin último y el orden que las cosas guardan con Él. Si bien la prudencia debe dar su dictamen teniendo en cuenta las circunstancias particulares de la acción, por lo que no puede, ni pretende, ni necesita alcanzar una completa certeza especulativa, los principios de la sabiduría –que son como el alma y el marco del dictamen de la prudencia- son universales. De allí que la sabiduría, luz participada del Fuego divino, constituya el tribunal supremo de la conducta del hombre, tanto en el orden individual como en el social, pues por su carácter universal se eleva sobre las irrepetibles circunstancias del dictamen prudencial y su dictamen se impone a todos los hombres honestos. Pero el subjetivismo subvierte este tribunal al negar la universalidad del conocimiento. Y ésta era - según pensamos- la finalidad fundamental por la que vino a la existencia. Si el humanista se volvió subjetivista, no fue tanto por motivos especulativos sino con un fin práctico: que no exista ninguna autoridad sobre la tierra que juzgue su conducta. Mientras se trate solamente de curiosidades culturales, el humanista no deja de interesarse por la metafísica de Aristóteles, pero cuando la sabiduría pretende reinar en su vida, allí se acaba la amistad. Si, como quiere el subjetivismo, no es posible el conocimiento universal de Dios como fin último y del orden esencial que con Él guarda cada cosa según su naturaleza, entonces para poder juzgar con objetividad la decisión prudencial de una persona, habría que haber estado en su interior para tener presente todas las circunstancias que rodearon su decisión. Y si todo un tribunal pudiera hacer esto, sus miembros nunca podrían ponerse en completo acuerdo, porque son infinitos los aspectos a considerar. Si el subjetivismo permite el pluralismo doctrinal, justifica un pluralismo infinitamente mayor en el orden moral. Derribado el tribunal de la sabiduría -primero el de la Sabiduría cristiana a la luz de la fe, y en consecuencia el de la sabiduría metafísica a la luz de la razón, que de hecho no se sostiene sin aquél-, los hombres pasan pronto de liberales a libertinos. Saboreada la amargura de sus primeras consecuencias, el humanismo del siglo XVI procuró levantar un nuevo tribunal de la conducta: la «conciencia». Si bien las libres decisiones no deben ser regidas por el tribunal eclesiástico de los teólogos, no por eso están liberadas del control de la razón y la fe, sino que deben responder al juicio moral de la propia conciencia. Desquiciaba así, para provecho propio, otra idea cristiana.

Una grave falencia en la defensa católica contra estos movimientos, fue que aún los mejores teólogos tomistas aceptaron defender la moral católica en este nuevo terreno peligrosamente subjetivo. Aunque sostenían la legitimidad de la sabiduría cristiana como regla de conducta, dejaron que se estableciera la conciencia como regla inmediata, lo que si bien no llega a ser falso, es innecesario e inconvenientemente expresado. Ahora bien, en la medida en que la crítica que el pensamiento moderno y las nuevas ciencias le hacían a la teología y filosofía escolástica fue ganando terreno, introduciendo el veneno del subjetivismo, el tribunal interior de la conciencia se iba liberando de la tiranía de la sabiduría teológica, abriendo las puertas al relativismo moral. Ahora los hombres eran dueños del fuego divino, capaces de moldear las normas, hasta entonces férreas, según sus conveniencias.

2º La «conciencia recta» según el Concilio

El humanismo conciliar, hemos dicho y repetido, es el supremo intento de Prometeo por salvar la modernidad con una nueva transfusión de catolicismo en sus venas. Aunque, recalcitrantes integristas, nos cueste entenderlo, el Concilio no deja de luchar contra el relativismo en que cae la moral moderna, buscando religar la conciencia humana con la ley divina, pero - eso sí - sin poner en riesgo su libertad. Aquí se trata de aplicar en particular al asunto de la conciencia, el tema general de la trascendencia de la persona humana en cuanto imagen de Dios. Si leemos ingenuamente las declaraciones de intención de la Veritatis splendor, de Juan Pablo II, donde se hace la hermenéutica auténtica de la moral del Concilio, esto es, la de «continuidad con la tradición», podríamos quizás quedar satisfechos. Allí se condenan, al parecer, exactamente los mismos errores que ahora denunciamos nosotros en el pensamiento conciliar, esto es, la supremacía de la libertad, el subjetivismo y la autonomía de la conciencia: “En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral. Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia” (n. 32). Para corregir estos errores, la Encíclica dice recurrir nada menos que a la doctrina de Santo Tomás, que somete la conducta humana a la ley divina por la mediación de la ley natural: “La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor León XIII ponía de relieve [en la encíclica Libertas] la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León XIII se refiere a la «razón más alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos comportamientos: «Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye : «De ello se deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo»” (n. 44).

Por la incorporación de este principio, Veritatis Splendor puede combatir el relativismo de la verdad y la consiguiente autonomía de la conciencia subrayando la trascendencia de la conciencia que, por la mediación de la ley natural, acoge la verdad de la ley eterna: “[La] conciencia [es la] norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana” (n. 60). Ahora bien, es claro que de Santo Tomás sólo se va a tomar lo que pueda acomodarse a los principios indeclinables del pensamiento conciliar, esto es, sólo la cáscara de su doctrina. Porque para Santo Tomás, la ley natural son los primeros principios del orden práctico, esto es, proposiciones evidentes por sí mismas, que son objeto del hábito de la sindéresis86. Son verdades conceptuales, de una universalidad alcanzada por abstracción, que pueden decirse, que pudieron escribirse sobre dos tablas de piedra, cuya aplicación puede reclamarse ante un tribunal. Pero hace tiempo que el pensamiento moderno ha rechazado la objetividad del conocimiento abstracto. El pensamiento conciliar va a permitirse hablar de la verdad, pero la verdad no es nunca la «verdad lógica» del intelecto que abstrae la esencias universales de manera adecuada a la realidad, alcanzando verdadera ciencia. La verdad es siempre, para el Concilio, una realidad misteriosa, «verdad ontológica».

En el orden moral, dice, la "verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad". Ahora bien, la «ley divina» o «eterna» es la esencia divina en sí misma: “La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina” (n. 40). Como el hombre no puede poseerla en sí misma, la alcanza por la ley natural o por la revelación: “La libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna” (n. 41). Hasta aquí todo parece muy tomista, pero ¿entiende la participación a la manera de Santo Tomás? Claro está que no, porque si la verdad se hallara en las mismas proposiciones conceptuales, se acabaría el gentil pluralismo, pudiendo decirse quién es hereje y quién no. Léase la Encíclica con atención, y búsquese en todos los textos paralelos del magisterio conciliar, y siempre se encontrará que la ley natural no deja de ser una misteriosa impresión o influencia de la divina Presencia en la luz de la razón, por la que el juicio de ésta se orienta al bien: “La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva [¿cómo?] de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundí-da en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación». La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador” (n. 40). La cita interior al texto, nada menos que de un opúsculo de Santo Tomás, como no menciona ni proposiciones ni abstracción, permite pensar que la razón tuviera ínsita en su propia estructura la inclinación moral. Pero entendida así, sin más, en nada se distingue de la concepción kantiana de la obligación moral, que surge de la naturaleza humana como una forma a priori de la razón práctica: el imperativo categórico, sin ningún fundamento en el bien objetivamente conocido. A pesar de las frecuentes citas tomistas, ninguna otra explicación de la Encíclica va a permitir resolver esta indefinición: “El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón, o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»; santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin». Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama v, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación. Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable v responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás -afirma santo Tomás-, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural»” (n. 43).

Si la ley natural es una inclinación misteriosa del corazón y, según el «principio de 
inadecuación», no hay ninguna formulación conceptual que pueda reflejarla de manera definitiva, parece que toda normatividad moral dependerá completamente del contexto histórico-cultural. Pero la Encíclica nos dice: No temáis, hombres de poca fe, que por esta razón no dejan de existir normas universales e inmutables: “La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad» [Gaudium et spes, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como umversalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente? No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser” (n. 53).

El fundamento, entonces, de la objetividad inmutable de la moral está en la verdad profunda de la naturaleza humana. Pero Veritatis splendor reconoce que, para el Concilio, la universalidad e inmutabilidad de la ley natural pertenece sólo a su sustancia (que nadie mide) y no a la fórmula conceptual que la expresa. Por lo tanto, la mentada objetividad termina fundándose, con optimismo, en la buena voluntad humana para hallar en cada situación la fórmula más adecuada, o mejor, la menos inadecuada: “Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad. Esta verdad de la ley moral - igual que la del depósito de la fe – se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem sensu eademque sentencia» según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica” (n. 53, las cursivas no son nuestras sino del mismo texto). Así se nos da la verdadera hermenéutica del n.16 de Gaudium et spes, donde el Concilio trata de la «dignidad de la conciencia moral»

 3º Conclusión

El hornerito tiene la ley natural grabada en su corazón, y si se deja a este pájaro en libertad tiende a hacer casitas de barro tanto en Brasil como en Argentina, siguiendo sus instintos universales e inmutables. El cristiano también tiene la ley evangélica grabada en el corazón desde su nacimiento por el Bautismo, a manera de un instinto divino por el que es conducido a obrar bien no sólo por las virtudes, sino también por los dones, de cuyos movimientos el hombre no puede dar razón, pues obran de un modo divino. De allí que si al santo se lo deja en libertad -sólo el santo es perfectamente dócil al Espíritu Santo-, obra siempre lo mejor: ama y haz lo que quieras.

Pues bien, el Concilio va a entender la misma ley natural de un modo parecido, como impulsos divinos que llevan al bien, propios de la naturaleza del hombre, que este no puede expresar sino de manera insuficiente. Como además, en su optimismo, ha olvidado que el corazón del hombre está herido por el pecado original, cree que, como el hornerito, basta que se lo deje en libertad para que construya su casita en paz y lo haga todo bien. El único problema es que no es cierto. La mente humana tiende por naturaleza a la verdad y al bien, pero a la verdad y al bien racional, concebidos por abstracción y perfectamente expresables por un lenguaje suficientemente cultivado. Además, es el único animalito social, que no nace con instintos y debe ser educado. Justamente debe recibir su formación moral por la enseñanza de la sabiduría, que conforme su prudencia y las demás virtudes. Y la sabiduría no es patrimonio de uno sólo, sino que es el bien más universal e inmutable de los bienes comunes creados. No conviene hablar de «formación de la conciencia», como si uno tuviera que conducirse mirándose uno mismo, sino de «formación en la ciencia», ciencia que debe ser verdadera sabiduría, sabiduría que debe ser sabiduría cristiana, pues no hay otra que pueda señalarle al hombre el camino de su salvación y perfección. La educación verdadera sólo puede alcanzarse mirando a la Iglesia, Madre y Maestra.


El Concilio se ha hecho una madre moderna que renuncia a su oficio, dejando a sus hijos que se formen en libertad como los pajaritos. Pero el niño al que no se enseña y reprende, se pierde. Y pierde a su madre.

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