utfidelesinveniatur

jueves, 27 de julio de 2017

Se ve en Siria los preliminares de una guerra entre Rusia y EEUU


Ante el 76 aniversario de la invasión alemana de la Unión Soviética, cabe ver actualmente en la guerra de Siria los preliminares de una posible futura guerra entre Rusia y EE.UU.
Ante el 76 aniversario del comienzo de Operación Barbarroja el 22 de junio de 1941, la invasión alemana de la Unión Soviética durante la Segunda Guerra Mundial, cabe ver actualmente en la guerra de Siria los preliminares de una posible futura guerra entre Rusia y los Estados Unidos de América que se podría evitar de Moscú actuar con mayor determinación en responder de manera proporcional al uso ilegal de la fuerza militar por parte de EE.UU. en Siria.
EE.UU. desde el otoño de 2001 y bajo las presidencias de George W. Bush, de Barack Obama y del recientemente elegido Donald Trump ha estado interviniendo militarmente en Asia, en sus regiones de Asia Meridional y Asia Occidental o Cercano Oriente, y en África del Norte de manera hegemónica, alterando en la mayor parte de los casos el orden político establecido y violando la soberanía de Estados reconocidos internacionalmente, o alargando y expandiendo conflictos internos a países vecinos, como la extensión de la guerra en Siria a Irak. Así, EE.UU. ha estado actuando como un agresor en búsqueda de alterar según sus intereses, y sobre todo de acuerdo a los intereses judíos israelíes de Tel Aviv, el orden político, económico, social - e inclusive apoyando la fragmentación de la integridad territorial en el caso de los países árabes - de Estados como Irak, Libia, Siria y Afganistán.
Las agresiones militares americanas en estos países en pos de objetivos estratégicos y geopolíticos, según los intereses de Tel Aviv (destrucción o debilitamiento de sus históricos enemigos Irak, Libia y Siria) y de Washington (obtención de bases en Irak y Afganistán para amenazar a Irán, a Rusia, y a la China en el caso afgano, acceso a los recursos minerales en los países invadidos o agredidos, además del sospechado probable estímulo a la producción de opio afgana y del control del tráfico de heroína de Afganistán a Occidente), hacen de EE.UU. y de sus gobiernos desde el año 2001 hasta el presente una amenaza a la paz, estabilidad y seguridad internacional, como lo fue la amenaza de la Alemania del III Reich de Adolfo Hitler a fines de la década de los 30 del siglo XX.
Los planes originales americanos, concebidos y apoyados por estadounidenses vinculados al Partido Republicano, tanto judíos como “gentiles”, que aparentemente tomaron los intereses de Israel primero en menoscabo de los de EE.UU., pretendían inicialmente en 1991, en palabras atribuidas a Paul Wolfowitz, invadir y derrocar los gobiernos de Irak, Siria e Irán, y después a partir de 2001 con la aprobación del régimen del Presidente George W. Bush, invadir y eliminar en cinco años los gobiernos de siete países: Irak, Siria, Líbano, Libia, Sudán, Somalia e Irán. Número de países solo superado por el número de países europeos invadidos por la Alemania de Hitler, habiendo ya sido derrocado los gobiernos de dos de los países de la lista, Irak y Libia, afanándose aún EE.UU. bajo el nuevo Presidente Trump – siguiendo la labor iniciada por el régimen de Obama, probablemente según planes del régimen de George W. Bush - en destruir al tercer país de los siete, Siria. Es de esperar que de caer el Estado Siria, le seguirían Líbano e Irán como blancos de la agresión terrorista y/o militar americana y de sus aliados, pasando por la partición de Irak.           
La agresión de EE.UU. – y las desestabilizaciones resultantes - en casi 16 años, desde los atentados terroristas atribuidos por la red internacional terrorista radical sunita Al Qaeda del 11 de septiembre de 2001, se ha manifestado en las invasiones americanas de Afganistán en 2001 y de Irak en 2003, en el terrorismo y la insurgencia radical sunita desatada en Pakistán por la intervención militar estadounidense, en la intervención militar predominantemente aérea y de misiles de EE.UU. y de sus aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Libia en 2011, y en la intervención clandestina de EE.UU. y de una coalición de sus aliados en Siria para desestabilizarla a partir de 2011 y hasta el presente.
La intervención de EE.UU. en Siria incluye el patrocinio norteamericano y de sus aliados de grupos terroristas radicales sunitas en Siria e Irak, para provocar el derrocamiento del Estado Sirio, de su destrucción como Estado viable y su fragmentación territorial, y el retorno de fuerzas y bases americanas a Irak. En particular, las recientes invasiones americanas y de sus aliados de territorio sirio, y sus intervenciones militares directas en la Guerra de Siria a favor de grupos terroristas radicales sunitas e insurgentes kurdos, tienen el objetivo de fragmentar a Siria y destruirla como Estado, en beneficio del régimen de Israel y en perjuicio de los intereses de seguridad nacional, estratégicos y geopolíticos de Rusia.
Basándose en el pensamiento teórico estratégico y geopolítico del Almirante Raoul Castex, se puede considerar a EE.UU. a partir del comienzo del siglo XXI en un perturbador continental de Asia, en el Cercano Oriente (Irak y Siria) y Asia Meridional (Afganistán y Pakistán), y en el Norte de África en Libia.    
Ejemplos de la historia de perturbadores continentales han sido Alejandro Magno de Macedonia, Atila rey de los hunos, Gengis Kan de Mongolia y sus sucesores del siglo XIII, el turco-mongol Tamerlán o el Sultán Solimán el Magnífico del Imperio Otomano. Correctamente Castex nombra como perturbadores continentales a la Francia del Rey Luis XIV y del Emperador Napoleón Bonaparte, a la Alemania de Adolfo Hitler y a la Unión Soviética durante la Guerra Fría del siglo XX.
En todo caso se equivocó Castex, muy probablemente impedido por sus prejuicios nacionalistas franceses, al decir que Carlos V y Felipe II fueron perturbadores continentales. Todo lo contrario, Carlos V de Alemania – y a la vez Carlos I de España -defendió sus dominios europeos obtenidos por herencia de los repetidos ataques franceses realizados para conquistarlos. Francia, bajo los reinados de Carlos VIII y Luis XII a fines del siglo XV y comienzos del XVI, continuando con Francisco I, Enrique II y Enrique IV a lo largo del siglo XVI, fue la perturbadora continental por pretender arbitrariamente expandir sus fronteras y obtener una influencia hegemónica europea a costa de sus vecinos. Felipe II defendió el statu quo de sus dominios heredados y su religión de los ataques de diversos enemigos, siendo en su tiempo perturbador continental aparte de Francia y del Imperio Otomano la Inglaterra de Isabel I, quien apoyó a los enemigos de Felipe II en Europa y atacó con expediciones marítimas las colonias españolas de ultramar, no solo como es de esperar después de que la guerra estallase entre España e Inglaterra en 1585 pero antes en los precedentes tiempos de paz con ataques piráticos, que fue una importante razón que provocó dicha contienda.
En cuanto a la opinión de Castex de considerar al Emperador Guillermo II de Alemania como perturbador continental, el almirante francés también se dejó cegar por su prejuicio nacionalista francés, ya que Alemania se vio amenazada por el plan de Francia y su aliada la Rusia zarista de atacar a Alemania en dos frentes, los franceses por obtener la revancha en una nueva guerra victoriosa tras su derrota en la Guerra Franco-Prusiana, y los rusos por su interés paneslavista de intervenir en los Balcanes a favor de su aliada Serbia como también de anexar territorios de población eslava pertenecientes a Austria-Hungría, como la polaco-ucraniana región de Galicia, perteneciente a Austria dentro de Austria-Hungría. Los perturbadores continentales eran Serbia, el Imperio Ruso y Francia por su interés de obtener territorios a costa de la desmembración de Austria-Hungría y de regiones alemanas. En cambio, en 1914 Alemania y Austria-Hungría defendían en Europa el statu-quo y no deseaban perturbarlo, mientras que la III República Francesa y el Imperio Ruso zarista querían perturbar el statu quo para imponer un nuevo balance de poder europeo según su conveniencia.        
Se podría decir que EE.UU. ha sido originalmente un perturbador continental en América, inicialmente contra las tribus indias americanas con las que EE.UU. había firmado tratados, violados una y otra vez por Washington y sus colonos, contra México en la Guerra de Texas y la Guerra de México y Estados Unidos de 1846 a 1848, contra los estados norteamericanos del Sur declarados independientes en los Estados Confederados de América, invadidos y sometidos por los EE.UU. en su llamada Guerra Civil de 1861-1865, en la Guerra Hispano Americana de 1898 contra España, en la intervención americana en Panamá contra Colombia en 1903 y las llamadas “guerras bananeras” con intervenciones militares americanas en México, Cuba, República Dominicana, Haití, Nicaragua y Honduras durante el primer tercio del siglo XX.     
Rusia no ha respondido con fuerza al uso norteamericano de la misma en una serie de actos de agresión americana contra Siria, para defenderla de la agresión de los estadounidenses. Los actos de agresión de EE.UU. contra Siria han incluido la intervención ilegal de fuerzas americanas en el norte de Siria al norte del Río Éufrates, la intervención militar americana y de sus aliados en el sureste sirio en la frontera de Siria con Jordania e Irak, la ilegal e impune actividad militar aérea de EE.UU. y de sus aliados en espacio aéreo sirio so pretexto de combatir al grupo terrorista Daesh, los ataques de los aviones americanos a fuerzas sirias y de sus aliados que tratan de restablecer control sobre su territorio, el derribo por la aviación americana de un cazabombardero Su-22 sirio tripulado que volaba en espacio aéreo sirio para combatir a unidades ilegales armadas por EE.UU., y el impune ataque con misiles crucero lanzados por destructores de misiles teledirigidos del U.S. Navy contra la base aérea siria de Ash Shairat el pasado 7 de abril
Rusia está tratando de evitar la guerra con EE.UU. en Siria y como un Estado responsable y civilizado – lo que EE.UU. y sus aliados cómplices no son, al apoyar al terrorismo radical sunita en Siria, Irak y Libia y así provocar las tragedias humanitarias en esos países y la exportación de la amenaza terrorista a nivel global - trata de resolver el conflicto sirio por la vía diplomática. Empero, hasta hace unos días y tras los actos de agresión que EE.UU. ha cometido directamente contra Siria con total impunidad, la impresión que ha habido es que EE.UU. le perdió el respeto a Rusia y a sus legítimos intereses nacionales en Siria.
La aparente inacción rusa ante los actos de agresión estadounidenses contra las fuerzas sirias ha dado la impresión de que Moscú ha perdido su credibilidad ante Washington, en cuanto a la voluntad del Kremlin de oponerse a la agresión americana en Siria de manera proporcional y por medio del uso de su poderío militar. De manera similar, en 1936 la inacción militar de Francia para impedir que el Ejército Alemán ocupara la región alemana de la Renania, remilitarizándola , contribuyó a la impunidad de los posteriores actos de expansión territorial alemana, culminando en la invasión de Polonia en septiembre de 1939 y el comienzo de la II Guerra Mundial. En este sentido, una reciente advertencia rusa a EE.UU. parece ser que será desafiada e ignorada por Washington en Siria una vez más.


LA CIUDAD DE DIOS O LA CAÍDA DE UN IMPERIO San Agustin


CONTINUACIÓN DE LA INTRODUCCIÓN AL LIBRO
Obra de circunstancias, como casi todas las suyas, La Ciudad de Dios es un gigantesco drama teándrico en veintidós libros, síntesis de la historia universal y divina, sin duda la obra más extraordinaria que haya podido suscitar el largo conflicto que, desde el siglo I al siglo VI, colocó frente a frente al mundo antiguo agonizante con el cristianismo naciente.
Obra imperfecta, ciertamente, repleta de digresiones, de episodios, de demoras, de prolongaciones, en la que no todo es del mismo trigo puro. La proyección, en el más allá del espacio y del tiempo, de lo que el Santo sabe por haberlo experimentado él mismo, en un presente cargado de su propio pasado y de su propio porvenir, le, llevó a consideraciones aventuradas, discutibles o francamente erróneas. Pero la obra resulta de una excepcional calidad por el plan que la inspira, y de un inmenso alcance por las perspectivas que abrió a la humanidad.
En las Retractaciones resume así el autor el plan que ha seguido al escribir el De Civitate Dei: "Los cinco primeros libros refutan la tesis de los que hacen depender la prosperidad terrestre del culto dedicado por los paganos a los falsos dioses y pretenden que, si surgieron tantos males que nos abaten, es porque ese culto fue proscrito. Los cinco libros siguientes se alzan contra los que aseguran que estas desgracias no han sido ni serán perdonadas jamás a los mortales, que unas veces, terribles y otras soportables, se diversifican según los lugares, los tiempos, las personas, pero que sostienen por otra parte, que el culto de una multitud de dioses con los sacrificios que se les ofrecen, son útiles para la vida futura después de la muerte. Estos diez primeros libros son, por tanto, la refutación de las opiniones erróneas y hostiles a la religión cristiana.
Pero para no exponerme al reproche de haber refutado únicamente las ideas ajenas sin establecer las nuestras, consagramos a esta última tarea la segunda parte de la obra, que comprende doce libros. Por lo demás, incluso en los diez primeros, no hemos dejado de exponer nuestros puntos de vista, allí donde era necesario, al igual que en los doce últimos hemos tenido que refutar también las opiniones adversas. Por consiguiente, de estos doce libros, los primeros tratan del origen de las dos Ciudades, la de Dios y la, del mundo; los cuatro siguientes explican su desenvolvimiento o su progreso, y los cuatro últimos los, fines que les son asignados. El conjunto de estos veintidós libros tiene por objeto las dos Ciudades. Sin embargo, recibieron su título de la mejor de las dos; por eso preferí titularlos La Ciudad de Dios." En carta dirigida a los monjes Pedro y Abraham, escrita entre 417 y 419, es decir, cuando aún faltaba mucho para dar remate a la obra, pero cuando ya había avanzado el trabajo lo suficiente como para que fuese posible prever la continuación, el obispo de Hipona da los siguientes informes sobre las ideas directrices que ha seguido: "He terminado ya diez volúmenes bastante extensos. Los cinco primeros refutan a aquellos que defienden como necesario el culto de muchos dioses y no el de uno solo, sumo y verdadero, para alcanzar o retener esta felicidad terrena y temporal. Los otros cinco van contra aquellos que rechazan con hinchazón y orgullo la doctrina de la salud y creen llegar a la felicidad que se espera después de esta vida, mediante el culto de los demonios y de muchos dioses. En los tres últimos de estos cinco libros refuto a sus filósofos más famosos. De los que faltan, a partir del undécimo, sea cual fuere su número, ya he terminado tres, y traigo entre manos el cuarto. Contendrán lo que nosotros sostenemos y creemos acerca de la Ciudad de Dios. No sea que parezca que, en esta obra, sólo he querido refutar las opiniones ajenas y no proclamar las nuestras." La Ciudad de Dios, pues, divídese en dos partes: la una negativa, de carácter polémico contra los paganos (libros IX), subdividida, a su vez, en dos secciones: los dioses no aseguran a sus adoradores los bienes materiales (IV); menos todavía les aseguran la prosperidad espiritual (VIX); la otra positiva, que suministra la explicación cristiana de la historia (libros XI XXII), subdividida asimismo en tres secciones: origen de la Ciudad de Dios, de la creación del mundo al pecado original (XI XIV); historia de las dos ciudades; que progresan la una contra la otra y, por así decirlo, la una en la otra (XVXVIII); los fines últimos de las dos ciudades (XIXXXII) Y es obvio que San Agustín se propuso desde un principio tratar en su conjunto la historia de las dos ciudades, desde su origen a su consumación final; la sola mención de la Ciudad de Dios en la primera línea de la obra, bastaría para confirmarlo. Cuando comenzó su trabajo sabía ya muy bien el Santo lo que quería hacer y que no se proponía tan solo, ni siquiera principalmente, tomar la defensa de la religión cristiana contra: sus acusadores más o menos malévolos, sino que quería recordar en su conjunto la maravillosa historia de la Ciudad de Dios. En el año 412 hacía ya mucho tiempo que el autor venia meditando acerca de la oposición de las dos ciudades; la toma de Roma y el recrudecimiento de la oposición solamente le empujaron a no retardar más una obra de cuyo contenido estaba bien compenetrado.
No cabe la menor duda de que fue el propio Agustín quien dividió su obra en veintidós libros. En todo momento habla, indicando la cifra, de los libros que constituyen La Ciudad de Dios, y sus divisiones son exactamente las que nos ha transmitido la tradición manuscrita. Por lo demás, al obrar así no hizo más que conformarse a un uso tradicional que correspondía a exigencias de orden material. Un libro basta para llenar un papiro de dimensión corriente; cuando se llena el papiro se acaba el libro. Una obra poco extensa no lleva, pues, más que un solo libro; una obra importante cuenta con varios. Así es como Agustín declara, al fin de las Retractaciones, que ha compuesto hasta la fecha noventa y tres obras, o sea doscientos treinta y dos libros. El libro es así, por la fuerza de las cosas, la unidad fundamental, y debe leerse, si no de un tirón, al menos como formando un todo cuyas partes son inseparables una de otra.
Más difícil es determinar si fue también él quien dividió los libros en capítulos. Y más todavía si fue el autor de los títulos que preceden a cada uno de los capítulos. Lo cierto es que están muy lejos de ser recientes esos títulos y su uso se fue imponiendo progresivamente.
Vamos a dar a continuación el contenido sumario de la obra, tal como lo resume M. Bendiscioli.
Las devastaciones y estragos efectuados por los godos no han dañado lo que verdaderamente vale; a lo más han constituido una prueba saludable y una advertencia elocuente para los cristianos demasiado apegados a los bienes terrenales (libro I). Los males morales y los males físicos afligieron también a la humanidad cuando el culto de los dioses estaba en pleno vigor y aun no existía el cristianismo. La prosperidad y el incremento del Imperio romano no pueden haber sido obra de los dioses venerados por los romanos: basta examinar la mitología para comprobar su incoherencia y puerilidad. No son los falsos dioses, sino el Dios único y verdadero quien distribuye los reinos según sus designios, que no por estar ocultos para nosotros son menos ver daderos. Es la Providencia divina, no el azar epicúreo, ni el hado estoico, quien ha otorgado a Roma su imperio en premio a sus virtudes, naturales y como indemnización por la felicidad eterna que nunca hubiera conseguido. El celebrado celo de los romanos por su patria terrena ha de ser aviso y ejemplo para los cristianos al aspirar a la patria celestial (IIV) Esta primera sección va enderezada contra los qué opinan que se debe adorar a los dioses con miras a alcanzar los bienes materiales, es decir, contra el vulgo. En la segunda sección de la primera parte consagrada a la polémica antipagana pasa a refutar a los que afirman que se debe practicar el culto de los dioses para obtener la felicidad ultraterrena. Estos son filósofos y por eso la polémica va dirigida principalmente contra ellos; y, sobre todo, contra su tentativa de justificar de algún modo el núcleo de la religión popular. El más autorizado de estos defensores es Varrón. San Agustín piensa que basta con refutar las justificaciones de este eminente teólogo pagano para dar por demolida la pretensión pagana de asegurar con el politeísmo la felicidad ultraterrena (VIVII).
Pero los filósofos no se han limitado a esto; han intentado, además, elaborar una teoría de los dioses, diversa de la de los poetas, y de las instituciones públicas. Una "teología natural" que Agustín reconstruye y pulveriza, siguiendo la trayectoria del pensamiento griego, desde los milesios a Platón y 195 neoplatónicos (VIIIX). El motivo fundamental de la polémica es: para los presocráticos, la incomprensión de la inmaterialidad de Dios y de su cualidad de Creador; para Platón, la ignorancia del hecho de la Redención y de todo el contenido de la Revelación cristiana; para los neoplatónicos, la imposibilidad de conciliar su demonología con la omnipotencia y la perfección divinas.

CONTINUACIÓN DE LA CIUDAD DE DIOS

Capítulo VII. Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo

Todo cuanto acaeció en este último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos y aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió tenerse por un caso extraordinario, fue que la crueldad bárbara del vencedor se mostrase tan mansa y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído; adonde los enemigos que fuesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la muerte, y de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse a nombre de Cristo y a los tiempos cristianos, sin duda está ciego; o no lo ve y no lo celebra es ingrato, y de que se opone a los que celebran con júbilo y gratitud este sin beneficio es un insensato. No permita Dios que ningún cuerdo quiera imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros. El que puso terror en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los templó, fue Aquel mismo que mucho antes habla dicho por su Profeta: <Tomaré enmienda de ellos castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del cumplimiento de la palabra que les tengo dada>.
Capítulo VIII. De los bienes y males, que por la mayor parte, son comunes a los buenos y malos

No obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y quién es tan benigno para con todos? <El mismo que hace que cada día salga el sol para los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores>. Porque aunque es cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros, como dice el Apóstol, <no haciendo caso del inmenso tesoro de la divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno, según las obras que hubiere hecho>. Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues es innegable que el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e infortunios que observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entenderla nuestra fragilidad y limitado entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta esta doctrina, aunque los buenos y malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y. gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos los males que unos y otros han padecido; pues se compadece muy bien la diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar de que sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y con un mismo trillo se quebranta la arista, y el grano se limpia; y asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores
abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima.


miércoles, 26 de julio de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAS



—Pero ni ese imperio ni ese emperador existen. Hay un Imperio Romano sobre el cual manda Carlos Alberto, y hay un Imperio Germánico que tiene por soberano a Adolfo Enrique.
—Antes de diez años no formarán más que uno —respondió Voltaire—. Berlín y Roma serán ciudades de un solo imperio, bajo el cetro del sucesor de Adolfo Enrique, quien preparará el advenimiento del séptimo rey, que será rey de Roma, el undécimo cuerno del Dragón...
— ¡El Anticristo!
—Yo volveré a visitarte dentro de diez años y dentro de veinte.
— ¿Y yo estaré vivo aún? Piensa que he nacido el primer día de este siglo.
—Tú, que vives ahora bajo el Pastor Angélico, verás pasar como ondas de un río a los últimos papas, a Gregorio XVII, a Paulo VI, a Clemente XV. Tú concurrirás al cónclave que elegirá a León XIV, judío, hijo de Jerusalén, convertido al Infame y bajo cuyo reinado se convertirán los judíos, y tú verás florecer el lapacho y al último Papa, Petrus Romanus.
Fray Plácido escuchaba y temblaba.
— ¿Seré cardenal, por ventura?
—No necesitarás serlo. Reinará en Roma la sexta cabeza, que hará morir a un papa; y tú habrás conocido a la Bestia de la Tierra, el falso profeta del Anticristo, y vendrá la hora de la séptima cabeza, que será una mujer, y del undécimo cuerno, el rey de los romanos, el propio Anticristo.
— ¿Y la orden gregoriana existirá entonces?
—Dentro de diez años te contestaré. Te baste saber que de la orden saldrá un astro resplandeciente, cuyo nombre está en el Apocalipsis. ¿Podrías descubrirlo?
— ¡Ajenjo! —murmuró fray Plácido con un hálito de voz.
— ¡Creí que no fueses capaz de nombrarlo! ¿Por qué el superior de los gregorianos dijo aquel nombre, que significa en el Apocalipsis una estrella caída? ¿En quién pensó? ¡En nadie! ¡Dios era testigo de que en nadie pensó! Para aturdir su nquietud se puso a repetir el texto del Apocalipsis. “Y el tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella ardiendo como un hacha; y cayó en la tercera parte de los ríos y en la fuente de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo, y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo y murieron muchos hombres que las bebieron, porque se tornaron amargas.”
Aquel símbolo había sido interpretado como alusión al fraile apóstata Lutero, cuyas doctrinas envenenaron a tantos millones de hombres.
¿Podría aplicarse 500 años después a otro personaje? Quiso pedir aclaración pero Voltaire había desaparecido. La puerta de la celda estaba cerrada. Por los vidrios de las entornadas ventanas llegaban torrentes de luna.
Fray Plácido abrió de par en par la puerta y la ventana, porque el hedor de la habitación era insufrible.
— ¡Qué extraño sueño! —se dijo cogiendo un hisopo y rociando con agua bendita el suelo y las paredes.
Era noche de plenilunio. Todo aparecía envuelto en un cendal de plata. No había para qué encender la luz.
Se acodó sobre el alféizar y respiró a pleno pulmón el aire sutil y purísimo. Contó dos, tres, cinco cruces entre los matorrales; vio las ramas yertas del lapacho, sintió sueño y se recogió. Pero al encaminarse a la tarima su pie tropezó con un obstáculo Se agachó; era una plasta de bronce fundido.
— ¡El candelero! —exclamó con espanto.
Se santiguó, se acostó de nuevo y se durmió en el acto.
Ya en las campiñas lejanas cantaban los gallos presintiendo el alba.
CAPÍTULO II
El Satanismo
Pasaron efectivamente diez años. Fray Plácido de la Virgen cumplió los 88 en pleno vigor mental y físico, Tal vez los que le veían de tarde en tarde notaban que se iba encorvando y que se dormía más a menudo en la lectura o en el coro.
Las vocaciones gregorianas no aumentaban; la orden parecía condenada fatalmente a la extinción. Sin embargo, la fama de fray Simón de Samaria crecía como las olas en la pleamar. Llamábanlo a predicar de los puntos más remotos de la tierra en todas partes del mundo se le escuchaba por radio y se le veía por televisión; pero a las gentes no les bastaba televerlo o teleoírlo, y querían sentirlo cerca y departir con él.
Sus sermones se entendían por igual en Buenos Aires que en Moscú, Nueva York o Pekín, pues predicaba en esperanto, el idioma universal inventado por el lingüista judío Zamenhof y adoptado por todas las naciones, que abolieron bajo severas penas los demás idiomas, contrarios al espíritu de unión que pregonaba la humanidad.
El inglés, el castellano, el ruso, el árabe, el griego, el japonés, el chino, eran ya lenguas muertas.
Apenas las hablaban algunos viejos incapaces de aprender el esperanto, y algunos eruditos autorizados por los gobiernos para estudios literarios. Solamente la Iglesia Católica se negó a acatar la innovación, y mantuvo el latín como su lengua oficial; esto dio al idioma de Horacio una difusión enorme, ya que muchísimos católicos lo aprendieron por no usar el esperanto, la lengua que hablaría el Anticristo.
Ocurrió, pues, que para llegar al corazón del pueblo fue indispensable que los predicadores aprendiesen el esperanto, y fray Simón de Samaria llegó a hablarlo con tal fluidez y elegancia que se le consideró un clásico en ese idioma.
En cambio fray Plácido de la Virgen no lo habló nunca, excusándose con su avanzada edad, y fue aislándose de la gente tanto, que en los últimos años no pudo alternar sino con los que sabían latín y con tres o cuatro viejos amigos seglares que no abandonaron su castellano. Los demás no le entendían.
Muchas otras novedades advertíanse en las vísperas del año 2000. La higiene y la ciencia de curar las enfermedades habían progresado de tal modo que se logró duplicar el promedio de la vida humana, y con frecuencia se hallaban viejos de edad asombrosa en buena salud.
Se había descubierto la manera de rebajar el tono nervioso del organismo y hacer que el reposo del cerebro y del corazón fuera absoluto durante el sueño, como lo hacen los faquires. De este modo la tercera parte de la vida, que se pasa durmiendo, transcurría sin desgaste orgánico, con lo cual se prolongaba la existencia. Esto contuvo por algún tiempo la despoblación gradual del mundo, aunque no lo rejuveneció, porque el decrecimiento de la natalidad alcanzó cifras pavorosas.
A principios del siglo XX nacían en Europa 38 niños por cada 1.000 habitantes y morían 28 personas: el saldo era de diez por mil en favor del crecimiento de la población.
Ciento treinta años después, en 1930, nacían 19 y morían 14. El aumento se redujo a la mitad.
Medio siglo después, en 1980 —a poco de la aparición de Voltaire, que pasó por haber sido una pesadilla de fray Plácido— el promedio de nacimientos en todo el mundo no excedía de 3 por cada 1.000 habitantes, y las muertes eran 7. Es decir, la humanidad perdía cada año 4 habitantes por cada 1.000.
El globo, que durante sesenta siglos, desde los tiempos de la primera pareja humana, había visto siempre crecer su capital de sangre de carne y de cerebro, comenzó a perder cada año unos diez millones de habitantes. Este era el resultado de una tenaz y escandalosa propaganda malthusiana que se efectuaba so color de ciencia, explotando el miedo al hijo, que complica la vida y absorbe los recursos que sus padres hubieran podido destinar a sus placeres.
Desacreditáronse como anacrónicos los hogares donde nacía más de un niño. Se ridiculizaba a los padres de dos o tres criaturas. Un hijo era motivo de lástima; dos, causa de desprecio; tres..., más valía atarse al cuello una piedra de molino y arrojarse al mar.
En las naciones de antigua cultura y de viejos vicios se puso de moda la esterilización por mutuo consentimiento de los recién casados, amén de la esterilización obligatoria al menor indicio de enfermedad orgánica.
Alemania, que en 1940 llegó a 85 millones de habitantes, medio siglo después no contaba más que con 60 millones, entre los que predominaban los individuos de 50 a 150 años y escaseaban los niños. El poderoso imperio germánico empezaba a secarse como la vid mordida por la filoxera. ¡Eugenesia! Idéntico fenómeno advirtióse en otras naciones de mucha instrucción y poca religión.
Francia, en la que se había restaurado el trono de San Luis, empezaba a rehacer su población de 20 millones de habitantes, en su mitad viejos. Inglaterra a duras penas se mantenía en los 30. Estados Unidos había caído por abajo de los 80. ¡Malthus! Sólo Italia, que conservaba la fecundidad —esa única bendición de que la sociedad humana no fue despojada ni por el pecado original, ni por el diluvio—, alcanzó a contar doscientos millones de habitantes en todo el imperio, que tenía provincias en Europa, África, Asia y Oceanía.
El Japón también era fecundo; aspiraba a reconstruir el imperio mongólico de Gengis-Khan, y dominaba ya la mitad del Asia.
El imperio del Brasil se extendía desde las bocas del Orinoco, límite de la Gran Colombia, hasta el Río de la Plata, y se había apoderado de la Banda Oriental y el Paraguay, con lo que redondeó una población de 150 millones de habitantes, dueños de las más fértiles y variadas comarcas del globo.
En el norte de América del Sur existía la Gran Colombia, formada por Panamá, Colombia, Venezuela y Ecuador; y en el Pacifico, el imperio de los Incas, constituido por Perú y Bolivia.
Al sur de América estaba el pequeño reino de Chile, regido por la dura mano de un rey aliado del Brasil que aspiraba a ensanchar sus dominios, y la República Argentina.
El mapa argentino había sufrido graves modificaciones a raíz de una de las grandes guerras europeas.
Chile obtuvo la soñada salida al Atlántico, toda la Tierra del Fuego, la gobernación de Santa Cruz y las islas Malvinas que las naciones europeas no pudieron conservar.
La Argentina no estaba en condiciones ni de fruncir el ceño, y se resignó. Y según decían los estadistas, podía considerarse satisfecha de que no le hubieran quitado más tierras al sur y de conservar al norte dos provincias que podían haberle disputado los vecinos.
Finalizaba el mes de mayo de 1988...Pero ya ni en Buenos Aires ni en ninguna parte del mundo se decía mayo. Entre tantas cosas reformadas, estaba el calendario.
El año tenía ahora trece meses de 28 días.
La reforma fue resuelta en 1955, quince años después que la Sociedad de las Naciones de Ginebra se disolvió a orillas del lago de su propio nombre, cuando comenzó la guerra entre las naciones que se llamaban a sí mismas del Nuevo Orden y las que se decían de la Democracia. Terminada esta guerra hubo tres lustros de paz.
Los diplomáticos se aburrían en el ocio y las señoras de los príncipes también. Un día de aburrimiento, las cuarenta esposas de los cuarenta primeros ministros de las naciones más adelantadas tomaron sus aviones, que marchaban a la velocidad de 1.200 kilómetros por hora, y se apearon en una isla del archipiélago de las Carolinas, la isla de los Ladrones, en el Pacifico, donde se habían reunido los financieros para crear una moneda internacional en reemplazo del oro.
Mientras ellos hacían esto, ellas abolieron el calendario gregoriano, que fastidiaba a los negociantes con sus meses irregulares; uno de 28, otros de 30 y otros de 31 días. La verdad es que desde tiempo atrás algunas grandes empresas en los Estados Unidos se regían privadamente por un calendario de 13 meses, cada uno de cuatro semanas, con un día blanco al final del año, que eran dos en los años bisiestos.
Algo parecido al calendario inventado por el filósofo positivista Augusto Comte, que llamó a los trece meses con el nombre de sabios y héroes civiles.
En este punto el congreso de las cuarenta esposas anduvo dividido, pues cuando se trató del mes de junio —al cual Comte llamó San Pablo— se originó enconada disputa. Todas estaban conformes en llamar al segundo mes Homero y Bichat al decimotercero, aunque ignoraban quién fuese el uno y el otro. Pero San Pablo no les sonaba bien para tan alto honor.
Con el fin de evitar la discordia, las cuarenta esposas resolvieron prescindir de los personajes históricos, y denominaron a los meses con los nombres que les dieron los Caballeros Templarios en la Edad Media: nisan, tab, sivan, tammuz, aab elul, tischri, marshevan, cislev, tabeth, sehabet, adar, veadar; denominaciones usadas por los judíos desde hacía miles de años. Se prescindió de bautizar los días de la semana, y se les llamó por su número de orden: el primero, el segundo, etcétera, con excepción del sábado, que conservó su nombre.


EL SANTO ABANDONO. DOM VITAL LEHODEY


La voluntad significada abraza por último las inspiraciones de la gracia. «Estas inspiraciones son rayos divinos que proyectan en las almas luz y calor para mostrarles el bien y animarlas a practicarlo; son prendas de la divina predilección con infinita variedad de formas; son sucesivamente y según las circunstancias, atractivos, impulsos, reprensiones, remordimientos, temores saludables, suavidades celestiales, arranques del corazón, dulces y fuertes invitaciones al ejercicio de alguna virtud. Las almas puras e interiores reciben con frecuencia estas divinas inspiraciones, y conviene mucho que las sigan con reconocimiento y fidelidad.» ¡ Es tan valioso el apoyo que nos prestan! ¡Con cuánta razón decía el Apóstol: «No extingáis el espíritu» , es decir, no rechacéis los piadosos movimientos que la gracia imprime a vuestro corazón! ¿Necesitaremos añadir que la voluntad significada nos mandará, nos aconsejará, nos inspirará durante todo el curso de nuestra vida? Siempre tendremos que respetar la autoridad de Dios, pues nunca seremos tan ricos que podamos creernos con derecho a desechar los tesoros que su voluntad nos haya de proporcionar. Guardar con fidelidad la voluntad significada es nuestro medio ordinario de reprimir la naturaleza y cultivar las virtudes; porque la naturaleza nunca muere, y nuestras virtudes pueden acrecentarse sin cesar. Aunque mil años viviéramos y todos ellos los pasáramos en una labor asidua, nunca llegaríamos a parecernos en todo a Nuestro Señor y ser perfectos como nuestro Padre celestial.
No debemos omitir que para un religioso sus votos, sus Reglas y la acción de los Superiores constituyen la principal expresión de la voluntad significada, el deber de toda la vida y el camino de la santidad.
Nuestras Reglas son guía absolutamente segura. La vida religiosa «es una escuela del servicio divino», escuela incomparable en la que Dios mismo, haciéndose nuestro Maestro, nos instruye, nos modela, nos manifiesta su voluntad para cada instante, nos explica hasta los menores detalles de su servicio. El es quien nos asigna nuestras obras de penitencia, nuestros ejercicios de contemplación, las mil observancias con que quiere practiquemos la religión, la humildad, la caridad fraterna y demás virtudes; nos indica hasta las disposiciones íntimas que harán nuestra obediencia dulce a Dios, fructuosa para nosotros. Esto supuesto, ¿qué necesidad tenemos -dice San Francisco de Sales- que Dios nos revele su voluntad por secretas inspiraciones, por visiones y éxtasis? Tenemos una luz mucho más segura, «el amable y común camino de una santa sumisión a la dirección así de las Reglas como de los Superiores. »«En verdad que sois dichosas, hijas mías -dice en otra parte-, en comparación con los que estamos en el mundo. Cuando nosotros preguntamos por el camino, quién nos dice: a la derecha; quién, a la izquierda; y, en definitiva, muchas veces nos engañan. En cambio vosotras no tenéis sino dejaros conducir, permaneciendo tranquilamente en la barca. Vais por buen derrotero; no hayáis miedo. La divina brújula es Nuestro Señor; la barca son vuestras Reglas; los que la conducen son los Superiores que, casi siempre, os dicen: Caminad por la perpetua observancia de vuestras Reglas y llegaréis felizmente a Dios. Bueno es, me diréis, caminar por las reglas; pero es camino general y Dios nos llama mediante atractivos particulares; que no todas somos conducidas por el mismo camino. -Tenéis razón al explicaros así; pero también es cierto que, si este atractivo viene de Dios, os ha de conducir a la obediencia».
Nuestras Reglas son el medio principal y ordinario de nuestra purificación. La obediencia, en efecto, nos despega y purifica por las mil renuncias que impone y más aún por la abnegación del juicio y de la voluntad propia que, según San Alfonso, son la ruina de las virtudes, la fuente de todos los males, la única puerta del pecado y de la imperfección, un demonio de la peor ralea, el arma favorita del tentador contra los religiosos, el verdugo de sus esclavos, un infierno anticipado. Toda la perfección del religioso consiste, según San Buenaventura, en la renuncia de la propia voluntad; que es de tal valor y mérito, que se equipara al martirio; pues si el hacha del verdugo hace rodar por tierra la cabeza de la víctima, la espada de la obediencia inmola a Dios la voluntad que es la cabeza del alma.»
Nuestras Reglas son mina inagotable para el cielo, y verdadera riqueza de la vida religiosa. Contra la obediencia, en efecto, no hay sino pecado e imperfección; sin ella, los actos más excelentes desmerecen; con ella lo que no está prohibido llega a ser virtud, lo bueno se hace mejor. «Introduce en el alma todas las virtudes, y una vez introducidas las conserva», multiplica los actos del espíritu, santificando todos los momentos de nuestra vida; nada deja a la naturaleza, sino todo lo da a Dios. El divino Maestro, según la bella expresión de San Bernardo, «ha hecho tan gran estima de esta virtud, que se hizo obediente hasta la muerte, queriendo antes perder la vida que la obediencia». Por eso todos los santos la han ensalzado a porfía y han cultivado con ardiente celo esta preciosa virtud tan amada de Nuestro Señor. El Abad Juan podía decir, momentos antes de presentarse a Dios, que él jamás había hecho la voluntad propia. San Dositeo, que no podía practicar las duras abstinencias del desierto, fue con todo elevado a un muy alto grado de gloria después de solos cinco años de perfecta obediencia. San José de Calasanz llamaba a la religiosa obediente, piedra preciosa del Monasterio. La obediencia regular era para Santa María Magdalena de Pazzis el camino más recto de la salvación eterna y de la santidad. San Alfonso añade: «Es el único camino que existe en la religión para llegar a la salvación y a la santidad, y tan único, que no hay otro que pueda conducir a ese término... Lo que diferencia a las religiosas perfectas de las imperfectas, es sobre todo la obediencia.» Y según San Doroteo, «cuando viereis un solitario que se aparta de su estado y cae en faltas considerables, persuadíos de que semejante desgracia le acontece por haberse constituido guía de sí mismo. Nada, en efecto, hay tan perjudicial y peligroso como seguir el propio parecer y conducirse por propias luces».
«La suma perfección -dice Santa Teresa- claro es que no está en regalos interiores, ni en grandes arrobamientos, ni en visiones, ni en espíritu de profecía, sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad y tan alegremente tomemos lo amargo como lo sabroso, entendiendo que lo quiere su Majestad.» De ello ofrece la santa diversas razones; después añade: «Yo creo que, como el demonio ve que no hay camino que más presto llegue a la suma perfección que el de la obediencia, pone tantos disgustos y dificultades debajo de color de bien.» La santa conoció personas sobrecargadas por la obediencia de multitud de ocupaciones y asuntos, y, volviéndolas a ver después de muchos años, las hallaba tan adelantadas en los caminos de Dios que quedaba maravillada. «¡Oh dichosa obediencia y distracción por ella, que tanto pudo alcanzar!».
San Francisco de Sales abunda en el mismo sentir: «En cuanto a las almas que, ardientemente ganosas de su adelantamiento, quisieran aventajar a todas las demás en la virtud, harían mucho mejor con sólo seguir a la comunidad y observar bien sus Reglas; pues no hay otro camino para llegar a Dios.» Era Santa Gertrudis de complexión débil y enfermiza, por lo que su superiora la trataba con mayor suavidad que a las demás, no permitiéndole las austeridades regulares.
« ¿Qué diréis que hacía la pobrecita para llegar a ser santa? Someterse humildemente a su Madre, nada más; y por más que su fervor la impulsase a desear todo cuanto las otras hacían, ninguna muestra daba, sin embargo, de tener tales deseos. Cuando le mandaban retirarse a descansar, hacíalo sencillamente y sin replicar; bien segura de que tan bien gozaría de la presencia de su Esposo en la celda como si se encontrara en el coro con sus compañeras. Jesucristo reveló a Santa Matilde que si le querían hallar en esta vida le buscasen primero en el Augusto Sacramento del Altar, después en el corazón de Gertrudis.» Cita el piadoso doctor otros ejemplos y luego añade: «Necesario es imitar a estos santos religiosos, aplicándonos humilde y fervorosamente a lo que Dios pide de nosotros y conforme a nuestra vocación, y no juzgando poder encontrar otro medio de perfección mejor que éste».